Te pedí que no me dijeras te quiero.
Te pedí que no me dijeras te amo.
Te pedí que no me dijeras te deseo.
Te dije: Mírame, háblame, acaríciame, cántame, abrazame, besame, bailame, dame calor, hazme importante.
Me miraste con la miel de tus acais.
Me hablaste con el algodón de tu voz sabia.
Acariciaste mi pecho con los jazmines de tus manos, mis mejillas con la seda de tu carita, mientras tu selva de pelo azabache envolvía mis sienes y tu aliento taladraba mi garganta.
Me cantaste con el oro de tu quejío.
Me abrazaste con los pétalos de orquidea de tus brazos y tus piernas, con la dulzura de las uvitas que coronan las manzanas de tus pechos, con la suavidad de tu vientre de fuego mientras todo mi Ser penetraba en ti.
Me besaste con la amapola de tus labios.
Bailó para mi la guitarrita de tu cuerpo.
Me hiciste arder y sentirme único.
Entonces supe que Tú eras mi sueño, que el cielo existe en vida.
Ahora sé que yo tuve el cielo, Tú, y lo destrocé, lo hice añicos con mi locura.
Ahora sé que mi vida habría sido la del hombre más feliz del mundo si la Parca me hubiera llevado un día antes de nuestro último encuentro.
Ahora sé que el paso por el purgatorio termina siempre en el infierno.
Ahora me arrancaría yo mismo la vida para que te hubiera ido todo lindo en la tuya.
Si existe tu Dios y es justo no tiene más remedio que bendecirte, para mí ya sería demasiado tarde.
¡Bendita seas, Alma Mía!.