Un viejo y casi tétrico baúl de madera de color indefinido escolta el costado derecho de la puerta que da acceso al averno. A la izquierda, una mesa vieja y pequeña contempla asombrada las llamaradas que lanza la silla que la complementa. Llamaradas de tela y madera que son lo más parecido a lo ya vivido de cuanto objeto se ubica en la estancia.
Su fachada, de viejo ladrillo ennegrecido, simula estar viva haciéndose rodear de cornamentas que en su día fueron trofeos de caza, de retratos entrañables y de copas de vidrio que brindaron por algún suceso feliz.
La sala, siempre en penumbra, es lugar de paso para las almas que van hacinándose alrededor de la puerta metálica esperando su turno para adentrarse definitivamente en él, que con las lenguas vengativas de su fuego acaba con los últimos vestigios de vida que aún quedan.
En esa antesala todavía queda sitio para el amor, para el sufrimiento y para la soledad, para la euforia y los besos empapados. Ahí moramos nosotros, dos cuerpos, dos corazones, dos almas que, a fuerza de sentir los gritos lastimeros y de oler el tufo a carne y sangre quemadas, no solo hemos dejado de temer el momento de abrasarnos en lo más acogedor de esas ascuas, sino que incluso hemos sido capaces de llegar a disfrutar morbosamente de nuestro perenne equilibrio sobre tan mortífero filo de navaja.
Y mientras esperamos el momento del arrastre, intentamos hacer faena, y las salivas salpican hasta el suelo, los ojos brillan hasta cegarse, las voces se entrecortan, las manos se antojan pequeñas, las pieles arañan de puro suaves y las lenguas, desde su fracasado intento de ser válvulas de surtidores, se enredan en un indescifrable nudo que las hace alcanzar tal grado de locura que no contemplan la extenuación.
Entonces es cuando hablamos
solo un poco
hablamos:
-Algún día tendremos que entrar.
-Lo sé.
-¿Quieres que lo hagamos ahora?.
-No tengo prisa.
-Yo tampoco.
Y el fúnebre desfile continúa monótono ante nuestros mojados y divertidos rostros.