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Adicciones

Hay ciertas querencias que una personalidad adictiva debe mantener a raya. Partimos de la premisa de que cualquier tipo de droga dañina para la salud física y/o mental queda excluída. Nada de coca, nada de hierba, acabamos con el tabaco, el tequila, las relaciones tóxicas y tormentosas (Esto es pura tendencia ahora. We are in babe, we were always in), fuera con eso. Hemos restringido las visitas a Zara, a Hoss, a las ópticas y a todos los stands de gafas de sol donde quiera que haya uno (bien sabe dios que hay demasiados), a los Dutty frees, a las Apple stores, a Sephora, a Privalia y a Amazon, a las tiendas de bolsos y los gintonics. Camino sobre fermentos pantanosos de cerveza, aunque el riesgo no se eleva a más de tres tercios de Mahou y cinco quintos congelados de Cruzcampo. Casi el mismo peligro encuentro en un crianza de gusto delicado. Nada que con un par de días de gimnasio a la semana no logre controlar (curioso que a esto no me engancho ni abusando). Y así, una larga lista de seductoras ofertas que cuestionan a diario el rigor de mi carácter. Doblegadas todas, todas bajo recto gobierno.

Hay sin embargo una situación que me coloca como la más potente de las drogas y a la que mi existencia hoy un tanto aséptica no se propuso renunciar aún. No creo que lo haga. Necesito una dosis con relativa frecuencia. Un lugar común de mi vida que adoro y detesto al tiempo. Y como siempre que ocurre esta contradicción, sucumbiré al impulso una y otra vez. Todas las veces. Soy adicta a empezar. Cualquier cosa, del cariz que sea. Siendo exacta soy adicta al momento en el que resuelves empezar. Y me explico.

Decidiste, tomaste partido, lanzaste el órdago, ya no puedes echarte atrás, no al menos sin condicionar tu dignidad, y es ahora cuando darías todo por desaparecer debajo de las sábanas. Esconder tu pavor hasta la coronilla. Inaccesible, durante años. Pero no, no estás ahí. No hay abrazos cálidos salvándote del embrollo. Estás en el baño, en el metro, en un probador, expuesta. Ya diste tu nombre, tu cara. Ya te han visto. Sin más actores en el escenario para resolver el drama que tú misma. Cuánto hacía que no te veía amiga... En las tablas de nuevo... Tú cagada de miedo, llorando certezas, buscando arneses, atrezzos en el baúl de las rentas, mientras te atraviesa el juicio de un público atroz del que sabes no escaparás, porque no hay escapatoria posible al propio rasero. Te mira y espera a que digas qué harás al final. Impertérrito, paciente, desafiante.
Es él esperando la calidad de lo auténtico. Eres tú vulnerable. Es el vértigo…

Buah… Ahí está todo. Lejos de la paranoia, la alucinación o el frenesí forzado y fingido a golpe de tarjeta y psicotrópicos. Empezar. Despegar el pie del borde, sentir la corriente empujar con fuerza, el fondo insondable, el agua helada…

Y saltar….

Y el colocón...
Termaycam01 de septiembre de 2015

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