La incapacidad ajena se confunde
con la propia indecisión.
La tenue defensa
de mancillados y vetustos ideales
nos deja la falta de bitácoras expuesta.
Decimos que son otros los culpables
por el miedo de asumir nuestra vergüenza.
Hacemos tan poco por crecer
que nuestro cuerpo se va minimizando.
El amor es inmortal pero no basta,
ni siquiera las leyes nos protegen
de la falta de valor que se nos pega.
Miramos hacia allá,
hacia el otro lado y no captamos
que la gloria y la miseria
están aquí,
tan encima y mezcladas con nosotros
que confundirlas
sería un acto profundo de piedad,
una quimera.
¿Qué fusil nos garantiza
que arruinaremos la guerra?
Y el dilema es batallar
o que la historia lo resuelva,
dar un grito, una coz,
golpear la puerta
o soportar de por vida
la interminable paz
de las cadenas.