Hacía tiempo que sus manos no exploraban su piel, hacía tiempo que sus caricias no resbalaban por todo su ser, hacía tiempo que la ropa caía de su cuerpo sola, sin que sus manos la desprendieran con aquella ternura que sólo encontraba en sus besos desabrochando su blusa. Hacía ya tiempo que él no estaba y todavía podía ver la silueta de su cuerpo sobre el colchón. No hacía falta cerrar los ojos para sentir sus besos burbujeando por la comisura de sus labios, ni hacía falta apagar la luz para notar sus dedos por la infinidad de su espalda, marcando el camino que les llevaba hasta el fin del mundo, donde no existen los relojes y siempre brilla la luz del amanecer, y no hay prisas ni persianas que dibujan líneas en la pared presagiando el comienzo de un nuevo día, porque en aquel lugar, siempre es hora para que los cuerpos se fundan en abrazos y los labios se enreden en besos y los besos abriguen los corazones de dos personas que se quieren con locura, y la locura es la que rige todos los movimientos, y los movimientos se transforman en danzas que se bailan al compás de la música que surge del abismo donde el silencio es la mejor banda sonora para esta película en la que sólo hay dos protagonistas y no hay lugar para actores secundarios, porque este baile es asunto sólo de dos: tú y yo, siempre, infinitos y cogidos de la mano.

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