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Juan

‘perdona, ¿eres juan jiménez?’. una mujer de unos setenta años me miraba con los ojos cristalinos, asida a un carrito de la compra como quien lleva un timón. mi primer impulso fue contestar que sí. en aquella época andaba bastante descontento con el mundo en general y con mi vida en particular, llevaba como bandera un rictus sarcástico y desagradable apoyado en un nihilismo inútil de salón. era un idiota, vaya. dije sí solo pensando en contar después la anécdota a mis tres compinches de barra de bar. ‘¿no me conoces? hace un siglo que no sé de ti, desde que murió tu padre, que en gloria esté. sentí mucho no poder darle el pésame a tu madre’. ‘no importa’, musité. la mujer estaba nerviosa, se trababa al hablar. ‘te he conocido porque eres la viva imagen de tu padre, juan. se me ha volcado el corazón al verte. pensar que te he tenido en mis brazos tantas veces, eras como mío…’ no podía emocionarme por algo que no me concernía, pero no podia evitar visualizarla como una película que acababa de comenzar ante mis ojos, sin saber si me iba a quedar a verla hasta el final. ‘soy Marisa, fui tu ama de cría, ¿no te hablaron de mi?’ negué con la cabeza. ‘siempre estabas conmigo, eras mío, tu madre…’ cortarla y decirle que le había mentido hubiera sido una crueldad. pero seguirle el juego me daba miedo. la mujer contaba su historia cogida de mi brazo, mirándome llena de un amor inexplicable (ajeno), como si me hubiera amamantado hasta la semana anterior. estaba llenando mis huecos con una vida que no conocía pero que ella hacía mía. treinta segundos antes no la había visto nunca, treinta segundos después parecía haber abierto un grifo rebosante de palabras que estaban deseando ser pronunciadas. ‘…te quería, ¡cómo no iba a quererte tu madre! eras un muñeco, todo risas y rizos… pero viajaban mucho, salían de noche, llevaban una vida que bueno… se estilaba aún entre la gente de posibles tener una ama y yo estuve contigo hasta que cumpliste cuatro años. podía reconocer tu olor entre un millón…’ me contó mi historia apoyada en su carrito, trémula y dulce, entrando en mi corazón por un camino que no conocía, el de la ternura. no tenía abuelos y aquel afecto desinteresado enmedio de la calle destrozó mis frágiles muros. yo, adalid del insulto fácil y de la arrogancia, me escuché a mi mismo preguntarle si quería que la acompañara a casa y poco después empujaba su carrito calle arriba con ella del brazo. viuda y sin hijos, sobrevivía con una exigua pensión y alternaba las anécdotas con las lágrimas. su café abrió mis ganas de hablar y mi imaginación. le conté que vivía con mi madre, que había estudiado empresariales y que me ganaba la vida en un despacho reputado pero que odiaba mi trabajo. todo era cierto, pero me sonaba a mentira, puesto que quien hablaba no era jose sino juan jiménez. esquivé con soltura sus preguntas (‘¿por qué no seguiste los pasos de tu padre?’, ‘¿aún conserváis aquella casa?’, ‘¿qué fue de tu madre, sigue pintando?’) y ella parecía satisfecha con mis respuestas inventadas. hacía demasiados años que había desaparecido de la casa de esa familia como para que algo no le cuadrara. debía tener un parecido excepcional con ese tal juan jiménez ya que no dejaba de repetírmelo y yo me encogía de hombros, sonriendo, casi contento de parecerme a mi padre, al padre de juan, a juan jiménez. su sofá y su conversación me absorvieron de tal forma que tres horas después la intentaba convencer de que no me hiciera una tortilla de patatas para cenar y sesenta minutos más tarde ya le había cambiado dos bombillas y sintonizado la tdt del televisor del comedor. en lo que tardó el sol en desaparecer se tejió entre nosotros una familiaridad fundada en el amor y el alimento que ella había depositado durante cuatro años de su pecho a mi boca, a la boca de juan. en su caso, volcaba un afecto dormido hacía treinta años. en mi caso, recogía aquello que nunca tuve. apunté en su listín telefónico mi número en cifras grandes y redondeadas y por primera vez escribí ‘Juan’, intentando impregnar cada letra de la costumbre despreocupada que tres décadas de existencia merecía. le hice prometerme que me buscaría si necesitaba algo y le aseguré que de vez en cuando la llamaría para saber qué tal estaba. cuando pisé la calle volviendo a casa me llevé parte de su cariño, de su abrazo, de sus pulseras tintineantes, de su charla histórica y triste, de su cuidadosa forma de pelar dos manzanas de postre. guardé a Marisa en mi corazón, sin querer pensar esa noche en la chulería falsa que hubiera impostado a mi voz si alguien me hubiera contado una anécdota así. la primera vez que vi su nombre parpadeando en mi móvil solo habían pasado tres días desde nuestra cena improvisada. ‘llevo un disgusto, toda la mañana llorando. me han cobrado una atrocidad de la luz, juanito. la chica de la compañía no me hace caso, ¡tengo cuatro perras! tu ya viste que en mi casa no hay más que tres lámparas’. me enterneció que confiara en mí para solucionar sus cuitas domésticas y esa responsabilidad silenciosa, ese compromiso no verbal, me pesaron mucho menos que cualquier otra dependencia imaginable. esa misma tarde me acerqué a su casa armado con la caja de herramientas para enderezar la estantería del baño y discutí, negocié y arreglé su batalla eléctrica en media hora. me agasajó con un guiso de carne y verduras que me supo a gloria bendita. después brindamos con anís y ella abrió de nuevo, por petición mía, la caja de pandora. quería ser más juan que nunca y para ello, necesitaba conocer esos cuarenta y ocho meses que estuve en su regazo. me habló de mis padres, de sus negocios, de cómo se peinaba y perfumaba mi madre y cómo él parecía un artista de cine con su traje de domingo. describió mi casa, mi cuna, mis muñecos, mi ropa, mi cuarto. cuanto más sabía más juan me sentía y menos respiraba jose, quizás porque el segundo estaba hastiado de sí mismo y jamás hubiera establecido una relación de ese calibre, mientras que el primero era solícito, cariñoso, sincero y agradable y quería a esa anciana más de lo que podría haber imaginado. rellené a juan de todo aquello que me ofreció marisa en forma de recuerdos y construí un yo paralelo que solo ella conocía. era alguien que le compraba sus revistas y que la bajaba a la peluquería cada sábado por la mañana antes de misa. que alababa sus guisos y escuchaba sus viejas batallas al lado de la estufa. era quien la obligaba a beber mucha agua cada día y a dar cortos paseos antes de cenar, para no atrofiar la circulación de las piernas. era quien la llevó al médico cuando tuvo sus primeros ataques de asma y quien contrató y pagó una asistenta y una enfermera para que la cuidaran cuando él no estaba. quien la enterró tras una corta pulmonía que se la llevó en volandas, pero sonriendo por haber tenido la vejez que siempre soñó. marisa desapareció de mi vida y juan jiménez de la mía, ya que él sin ella no tenía sentido. durante un tiempo pensé buscar a mi alter ego real para hacerle partícipe de todo lo que había vivido llevando su nombre. pero después pensé que yo había sido el mejor juan posible para ella y que eso me daba derecho a sentirme juan jiménez, con todas sus consecuencias, ya que a veces nos creemos aquello que imaginamos con la suficiente fuerza. y eso, en ocasiones, puede hacernos muy felices.
Ultimaromanov15 de marzo de 2012

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