Huyen las hojas del otoño de mí, como si temieran que al pisarlas las volviera de nuevo a la vida. Vienen a mi encuentro los miedos invernales, que parecen intentar anestesiarme. El viento pretende vaciarme los pulmones y dejarme sumido en el vacío más severo. La soledad acaricia mis entrañas como las ramas de un árbol seco y fantasmagórico, perdido en la oscuridad. Mi mirada se difumina en el infinito, mientras la bruma lo va cubriendo todo.
No sé si la secuencia de este viaje es una pesadilla o si los sueños se convierten en paisajes espectrales, en los que uno no sabe si viaja a lomos de un dragón o es que arde en hogueras infernales. Pero mi aliento, parece escaparse por las rotas costuras de la locura y el desencanto. Miles de mariposas negras, reposan en un camposanto que se abre ante mis ojos, como si esperaran a que entrara en su interior, para devorarme con sus fauces voraces. La imaginación es un viaje sin retorno hacia una guadaña que es esquiva.
La ansiedad es angustiosa cuando viene acompañada de la congoja y es desesperante sentir el apretón al corazón, que vacía el cuerpo de sangre y deja el músculo sin impulso vital. La zozobra hace naufragar un barco sin timonel al que hace mella la tempestad. El fondo del mar es oscuro y frío, pero resulta acogedor cuando ya no queda ilusión alguna.
Es bella y hospitalaria la sima arenosa, con su rojo coral y la esperanza verde de sus algas, parecieran el cabello y los ojos de una mujer esperando la llegada de su amante. Los tiburones deambulan por sus gélidas aguas esperando alcanzar esa carne putrefacta. El alma intenta desprenderse del cuerpo que quizá habitó, pero entonces se da cuenta de que es un holograma en el imaginario del difunto, que descansa ya en el misterio insondable de la mente.
