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Lobos 10 de diciembre de 2013
por wilmerjbd
Salté —durante unos momentos dudé en hacerlo— y la cerca quedó atrás. Caí en el callejón, era como si con ese simple acto de salvar la cerca dejara atrás una fracción, una parte lamentable de mi vida. Corrí, jadeando como un perro, me dolía el pecho por el esfuerzo violento de respirar durante la carrera; mis pulmones ansiaban el oxígeno que parecía insuficiente. A lo lejos escuché la detonación de un disparo, luego dos más y el ruido sordo y seco del impacto de la bala a mi lado, incrustándose en la pared. Retomé el ritmo y el callejón se me antojaba demasiado largo; en el piso húmedo se reflejaban las luces de los apartamentos y de los focos de la calle cercana. Sentía que el corazón se me salía por la boca, casi lo escupía, pero creo que era más por el terror que por el agotamiento. Si me detenía, me alcanzarían y acabaría todo.

Unos desniveles inesperados aparecieron, apenas los vi segundos antes y salté de nuevo… Esta vez trastabillé, caí y rodé en un pequeño charco de agua espesa de origen y condición indefinida; me deslicé unos metros, como un fardo, lerdo e inhábil en el suelo, con el asco y el terror unidos en una sola sensación, mientras escuchaba el eco de sus pasos resonando en las paredes. Resollando me levanté y retomé la carrera, experimentando un repentino vértigo por el desequilibrio y el miedo. ¡Malditos escalones! ¿De dónde habían salido? No recordaba que estuviesen allí antes, me aminoraron la marcha durante unos segundos preciosos. Sólo quería salir de ahí, perderme en el mundo, esconderme de todo lo que constituía esa noche en que venían por mí y odié a la ciudad que de pronto me era desconocida, hostil, que ya no me acogía.

Más que correr yo sentía que volaba, de tanto salto que daba a lo largo del trayecto que escogí para evadir los tiros y las maldiciones. Uno huye y la emoción que predomina es el temor, el instinto de conservación que hace salir la reserva de energía escondida hasta ese momento. Y tenía que ser precisamente en ese estrecho, maloliente corredor detrás de aquel edificio, con restos de basura y escombros regados por todas partes; me fui en esa dirección, con la esperanza de que los malévolos rehusaran seguirme, pero me equivoqué, aún estaban detrás de mí y aunque no los veía, percibía sus gritos, además del espantoso sonido de los disparos. Me dio por recordar que si uno escucha la detonación es porque la bala no lo ha alcanzado; dicen que no se escucha el disparo que mata porque el sonido es más lento que la bala, esas cosas que uno lee en libros, periódicos o Internet y que al final no sirven para el día a día, para la sobrevivencia.

No sería fácil librarme de la pandilla; me pusieron el ojo desde que los enfrenté. No quería dejarme someter por los guapos de la urbanización. Sin embargo, aunque evitaba todo enfrentamiento, cuando comenzaron a meterse con los míos ahí sí que ya no pude más y decidí darles un escarmiento. Lo malo es que este tipo de gente no sabe de respeto, sólo hacen lo que hacen. Arremeten y no saben de códigos de honor, compromisos o pactos, sólo hacen lo que creen que deben porque en su submundo las reglas las imponen ellos. Los demás estamos obligados a plegarnos o pagar las consecuencias.

Mi vida era no era nada cómoda desde que tuvimos que ir a parar en aquel sector de la ciudad. Nunca nos acostumbramos y apenas llegamos los duros de la zona pusieron el ojo sobre nosotros. Como que olfateaban que no deseábamos convivir con ellos, que los despreciábamos, eran buitres rondando a mi hermana, a mi joven tía o cuando me seguían, burlándose de mi apariencia de no ser capaz de defender a las tres mujeres de la familia. Mi padre, que había vivido en la zona cuando joven hasta que su familia decidió mudarse, casi no contaba; siempre estaba trabajando todo el día y regresaba de la fábrica tarde en la noche, se sentaba, hablaba con mamá de las cosas que le ocurrían en el trabajo y luego le preguntaba a ella de las cosas de la casa. Sólo los fines de semana yo le ampliaba la información y le narraba mi drama cotidiano, se enteraba de los pormenores y de las desventuras de su hijo en aquella aborrecible zona de la ciudad.

A lo largo de esos años yo me volví un arisco consecuente, en el sentido de que andaba siempre presuroso por las aceras y veredas. Evitaba encontrarlos para no tener que aguantar sus burlas y tiranías. Me evadía silencioso para guarecerme de la desvergüenza antes que del miedo, porque al miedo lo solapaba la rabia contenida. Uno disimula la cobardía tapándola con el resentimiento de sentirse sobrepasado por la barbarie, por la ignorancia. Y no es que fuese discriminador o despreciativo por naturaleza, sino que tanta intimidación me llevaba a colocarlos en una categoría execrable, inferior e indigna de mí.

Papá me aconsejaba tener paciencia y que evitara enfrentarlos, que los eludiera. Lo veía muy seguro de lo que me decía. Yo cavilaba que si había sobrevivido en ese medio agresivo cuando joven, pues debía escuchar sus consejos. Él asumía un gesto hermético en su rostro que me dejaba pensativo, sospechando que tenía alguna clave que yo ignoraba. Siempre notaba que hasta los más violentos se replegaban en su presencia, no sé si por respeto, miedo o cualquier otra sensación que los desanimaba, como si estuvieran ante alguien que se había ganado ese privilegio de manera indiscutible y permanente. Traté de imaginar lo que no me quedaba claro, pero yo notaba las miradas cautelosas dentro de las casas, los murmullos de algunas conversaciones en voz baja que surgían cuando él pasaba por la calle, palabras que a duras penas yo podía escuchar.

Así pasaron dos años. Al cumplir los dieciocho decidí aprender a protegerme; tuve la suerte de que algunos amigos mayores y experimentados me enseñaran a defenderme. Envalentonado, cuando los necios intensificaron sus acometidas, me les planté. Al principio solamente se burlaron, pero un día me atreví lo suficiente para gritarles unas cuantas groserías e improperios que me asombraron hasta a mí y comprendí que había traspasado una línea, que entraba a una zona peligrosa y evitada hasta entonces. Una vez echada a andar la maquinaria de la violencia, no habría manera de detener su marcha. Asumí el compromiso que implicaba caer en su juego, recorrer de otra manera la senda de la intimidación; era como aprender a hablar un idioma nuevo y desconocido. Me sentí inseguro, por momentos temeroso, pero ya era tarde para las reculadas. En cierta forma, me volví uno de ellos.

Harto del papel de medroso, decidí dar caza a algunos por separado. Con lo que sucedió luego, sólo me dio tiempo de despachar a uno. Ése era un tipo rollizo que nunca creyó que lo enfrentaría en plena calle, pero lo reñí, lo ofendí para que se molestara en extremo. Me hice de un trozo de tubo de hierro que encontré entre los restos de un auto abandonado en la calle donde yo vivía. Nos citamos una noche al borde de un barranco de la urbanización y cuando se me vino encima con toda su carga voluminosa de odio y desprecio, lo esquivé como un torero diestro, le hice una especie de pase de verónica, lo dejé que siguiera en su trayectoria de animal embrutecido por la adrenalina y la barbarie. Trató de girar, supongo que molesto por la burla que implicaba mi maniobra y aproveché la momentánea posición desguarnecida en que había quedado. Le asesté un golpe en la cabeza rapada con el tubo de hierro. Él no lo había visto, yo tenía el tubo bien disimulado valiéndome de la ventaja que me ofrecía la penumbra de la noche, pero confieso que disfruté cuando el metal se posó con un ruido suave en su frente. A través del metal sentí la leve sensación de que algo se quebraba. Era como si el arma improvisada quisiese seguir el avance curvo que le imprimí desde arriba hacia abajo, esa fuerza que le transmitía yo al fierro que se dejaba llevar por el impulso desde el envión inicial y que buscaba abrirse camino a través del cráneo del pandillero. Pero no siguió, sino que se detuvo contra la frente, se quedó un brevísimo instante posado con la energía contenida sobre esa cabeza que no guardaba ideas, luces o lógica alguna, sino impulsos primitivos, como yo siempre pensé de él.

Ni siquiera gritó, sino que emitió una especie de suspiro, un resuello que me sonó a resignación ante lo inevitable, dejando escapar el último aire de su pecho y se desplomó como un saco, por lo menos ése fue el ruido que hizo cuando cayó en la tierra. Apenas vi que se derrumbaba, ya tenía tomada la decisión y lo hice rodar por el borde del barranco. Se fue deslizando con suavidad, como si se resistiera a la caída definitiva y después el cuerpo giró como un cilindro pesado por la ladera. Cayó unos treinta metros cerca de la base de otro edificio, en un nivel más abajo en la urbanización. No sentí remordimiento alguno. A la mañana siguiente lo encontrarían y ya veríamos a quién culparían, yo suponía que nadie nos había visto juntos esa noche mientras nos dirigíamos al sitio acordado para molernos a golpes o poner los puntos sobre las íes. Yo no estaba para eso, sólo quería acabar con el bastardo y vengar las afrentas contra mi familia. Todavía me acuerdo de lo que ocurrió esa noche. Reconozco que estaba feliz, celebrando que había uno menos. Justo eso necesitaba, que la remembranza de la venganza cumplida me animara para enfrentar a los otros.

No pude hacer mucho, por supuesto que se enteraron de lo ocurrido y sospechaban de varias personas del barrio, entre las cuales estaba yo. Me miraban desde lejos en la calle y al principio no me decían nada ni se acercaban a molestarme, como si supieran que yo era capaz de eso o de mucho más, pero cuando se enteraron de que estuve cerca del sitio donde encontraron el cadáver, decidieron que merecía un escarmiento. Aquella noche finalmente lo habían decidido. Los vi desde lejos y cuando noté que se aproximaban trotando hacia donde yo estaba, no lo pensé dos veces y eché a correr.

Corrimos dos kilómetros; por lo menos eso pensé. Creo que estaba al límite, agotado y ya no sabía en qué sitio esconderme. Siempre estaban cerca, imagino que no me alcanzaban porque la droga o el alcohol que habrían consumido esa noche los tenía insensibilizados al cansancio. Aun así, lo que corriese por su sistema les daba resistencia de fondo para no cejar en su intento. Estaban a una distancia en la que no se acercaban tanto como para atraparme, pero desde la cual podían tenerme siempre a la vista y descubrir mis cambios de trayectoria. Comenzaba a creer que me alcanzarían. Sin embargo, también suponía que estaban jugando conmigo, como un gato con la presa.

Los conté, mientras tomaba aliento y recobraba fuerzas. Ocho. No duraría mucho enfrentándolos. Ocho eran demasiado, no habría chance alguno y yo no tenía aliados, pues los pocos que había hecho en esos años no estaban cerca, sino a buen resguardo en sus casas y no era posible que llegaran a tiempo. Me incliné goteando sudor, apoyé las manos en las rodillas y los pulmones eran incapaces por momentos de aspirar el aire que necesitaba con desesperación. Me volví a verlos. Estaban quizás a setenta u ochenta metros, así que me di ánimos para continuar. Corrí como pude, acalorado y comenzando a sentir una sed implacable.

La ansiedad y el temor alargaban el callejón, que se tornaba interminable. Varios minutos después, en medio de los desperdicios esparcidos en el suelo, oculto a medias en la entrada trasera del edificio, me detuve para descansar, deseando que todo fuese una pesadilla. Volteé a verlos de nuevo y ahora estaban como a cincuenta metros, salvando también los obstáculos, evadiendo los escombros y la basura, el agua sucia en el piso. Las luces de los apartamentos de la planta baja delataban su aproximación. ¿No se cansaban de correr? Por un instante me cruzó la mente la idea de la posible rendición o, en su defecto, de la tregua y la negociación, pero de inmediato me dije que eso sería una verdadera condena a muerte. No estarían dispuestos a negociar nada.

Pero noté que mi paso era algo vacilante, quizá los músculos todos se oponían a seguir siendo exigidos a aquel ritmo que ponía a prueba mi resistencia natural, que sinceramente no podía ser mucha. No era un destacado en deportes o en destreza física, mientras que ellos eran verdaderos dechados de maña, tenacidad, sentidos agudos y una energía nacida del instinto de cazador. Aun así corrí como pude. “Ocho son demasiado”, me repetía una y otra vez. Me animaba, tontamente, pensando de manera contradictoria que no sería fácil para ellos alcanzarme y que si lo hacían, les daría pelea, por muy inútil que fuera. Tendría la dignidad suficiente para demostrarles que el debilucho no se dejaría abatir como una oveja en el holocausto. Era posible que pareciera más bien un acto ritual, que alargaría el remate y no quería que se fueran de allí vociferando que había clamado misericordia o implorando una tregua. No, lucharía, pero por ahora debería considerarlo como la última opción.

Al fin vi que el callejón terminaba y doblé en la esquina del bloque de apartamentos, salí al estacionamiento amplio y mal iluminado y me perdí entre los numerosos autos que estaban a esa hora aparcados, vigilando desde mi escondite la misma esquina por donde también aparecería la jauría. Algunas personas que conversaban en la entrada frontal del edificio me vieron, sorprendidos. Los otros aparecieron finalmente y se detuvieron jadeando; después de todo eran humanos. Caminaron como gatos desconcertados, tratando de adivinar detrás de cuál auto estaría yo agazapado. Ésa sí que era una cosa difícil de precisar, pues tal vez había unos cincuenta carros allí, lo que me dio la esperanza momentánea de la victoria, porque encontraría el instante adecuado para escabullirme. Tuve tiempo de descansar y de serenarme. Hasta me senté en el pavimento grasiento; total, ya estaba sucio de mi caída en el charco putrefacto del callejón. Podría estar más asqueroso que el peor de los indigentes de la calle y eso no era importante, sólo necesitaba llegar a casa. Las prioridades se trastocan en cuestión de segundos cuando la vida pende de un hilo.

No sé cuántos minutos pasaron. Me levanté a medias, ya más tranquilo. Los vi caminar dispersos entre los autos estacionados, oteando en la penumbra débilmente rota por las luces de los postes y de los apartamentos. Estaban acercándose, así que me moví a gatas entre las filas de los autos, lo que se me hizo eterno e inquietante, lo confieso. Sentía los guijarros, la mugre, la grasa y los charquitos de combustible pegándose en las palmas de mis manos y en la tela del pantalón a la altura de las rodillas. La rabia y la humillación se mezclaron con el temor y la necesidad de sobrevivir. Escuché sus voces, me detuve unos instantes, rogando en silencio que la vida, Dios o quienquiera que fuese el que tenía poder sobre mi destino me dejase superar la prueba.

Las voces se alejaron y cesaron. Pasaron los segundos, largos segundos que amenazaban con convertirse en minutos de angustia, pero el silencio continuó. Era extraña esa cesación, esa tregua que hacía surgir una nueva esperanza. Entonces escuché la voz familiar, decidida, que amedrentaba o sometía con autoridad a alguien y que me transmitía energía reconfortante. Me puse en pie. A unos treinta metros de mí estaba papá, hablando y gesticulando con agresividad ante ellos. Me sorprendió que estuviese ahí, justo en el momento en que necesitaba ayuda. Parecía que mis perseguidores trataban de justificarse o disculparse, pero él los increpaba con aplomo. Cuando los pandilleros me vieron, su mirada era otra y sentí que de pronto yo adquiría otra naturaleza; que apenas en instantes estaba investido de algún poder que me ponía a salvo de todo peligro. Las palabras de mi padre eran más inteligibles a medida que yo me acercaba y supongo que ellos descubrieron que yo también estaba igual de asombrado; me miraban perplejos. Aquella voz familiar y protectora era ahora dura y acometedora, desconocida para mí en la entonación, en la calidad de las frases, en su violencia implícita. Entonces descubrí que no conocía muchos detalles de la vida de mi padre, de su pasado en aquella zona de la ciudad ni del por qué las personas que lo conocían de entonces murmuraban cuando lo veían venir.

Él me miró y percibí el gesto adusto de su rostro mientras se acercaba. Me preguntó si estaba bien y le respondí que sí, que no estaba lastimado, sino muy sucio y cansado. Sonrió, pasó el brazo sobre mis hombros e, increíblemente, allí estaba yo dejando atrás, inmóviles, a los que minutos antes querían destruirme. Nos fuimos, asumiendo el máximo y triunfal gesto de menosprecio al darles la espalda, confiados en la superioridad de la presencia poderosa, decisiva, y para mí de pronto inaudita, que mi padre personificaba en aquel lugar y en aquel momento. Supe que, cuando llegase el tiempo conveniente, me contaría esas cosas de él que yo aún ignoraba.


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