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Clamores Distantes 24 de febrero de 2012
por wim
Salí del polvoriento jeep Cherokee y de inmediato una corriente de aire caliente me azotó el rostro. La llanura era una secuencia de amplios pastizales donde pacían grupos dispersos de vacas y se extendía hasta el horizonte, plana y monótona en el mediodía. Hacía tanto calor que el aire reverberaba, deformando las siluetas, los colores de los árboles, los arbustos a orillas de la carretera y las casas que apenas se distinguían en lontananza.

― No han llegado, ¿verdad? ¡Qué incertidumbre, Dios mío!

Yo notaba en la voz de mi esposa, más allá de la angustia y la solidaridad, el fastidio de quien no ha querido venir hasta aquí, pero se ha visto obligada a hacerlo por circunstancias inesperadas.

― No, pero llegarán, puedes estar segura.

― Desgraciados, hacernos esto a nosotros.

― Tranquila. Resolveremos pronto la situación. Hay que ser optimistas.

― No sé porque estás tan seguro. Son gente despiadada, como esta tierra. No debimos venir a buscar problemas aquí. Sabes que siempre me opuse a comprar esa hacienda. Odio todo lo que significa el monte, sólo hay calor, alimañas, cansancio, peligro. Y para colmo, ahora esto. ¿Cómo puede gustarte estar aquí, lejos de la ciudad?

Suspiré, tratando de no enojarme. La continua queja de ella me estaba enervando más que el calor. Hacía horas que sólo escuchaba sus lamentaciones y maldiciones. Empezaba a arrepentirme de haberla traído conmigo.

― Me gusta, es todo. Me encanta este paisaje. Hace muchos años que vengo.

― Nunca entenderé cómo a algunas personas puede gustarles la incomodidad.

― Así son las cosas, qué se va a hacer.

Pasaron varios minutos, un cuarto de hora, quizás. Luego, a lo lejos, vi una polvareda y supuse que eran ellos. No había pasado ningún otro auto por ese camino de tierra rojiza que atravesaba un territorio remoto y poco poblado, donde últimamente habían ocurrido varios casos de secuestros y asesinatos. Era una región peligrosa. Y yo había decidido instalarme para criar ganado en una finca que ya estaba dándome demasiados dolores de cabeza.

La polvareda se acercó, la arcilla rojiza flotaba en el cielo desprovisto de nubes. El sol caía inclemente. El rumor del motor de un vehículo que se aproximaba se acrecentó. Un viejo camión Chevrolet, con la pintura muy deteriorada y con parches de masilla por toda la carrocería apareció al rodear una curva. Se detuvo junto a nosotros y de inmediato varios tipos con el rostro cubierto con pasamontañas azul oscuro se apearon desde la parte trasera y nos rodearon. Llevaban rifles. Escuché el sobresalto de Emma dentro del auto. Uno se me acercó, su voz era áspera, algo sardónica al hablar y su acento no era el de la región.

―Llegó a tiempo. Bien. Usted sabe cómo son estas cosas, es mejor ser cumplidores, ¿verdad?

Era la voz que escuchaba cuando se comunicaba conmigo por teléfono, durante las largas y desesperantes negociaciones para el rescate.

―Sí― balbuceé, enojado y confundido, pero no atemorizado. Quería terminar cuanto antes.

―¿Cuánto tiempo lleva aquí?

―Pocos minutos, en realidad. Quizás desde las doce en punto, no más de eso.

―¿No ha visto pasar a la policía o a la Guardia Nacional, verdad?

No supe si era una especie de prueba o si lo hacía para dar tiempo a que llegaran más de los suyos, lo que imaginé posible, porque apenas eran cinco, contando al conductor del camión.

―¿Quién es esa señora?

―Mi esposa.

―Vaya, doctor, ¿usted es casado en segundas nupcias, como dicen, entonces? Una sorpresa. Como su esposa nunca viene por estos lados…

Me sorprendió que no supieran eso. Estaban enterados de varias cosas de mi vida, pero algo se les había escapado. No eran tan eficientes, después de todo.

―¿Dónde está mi hija?

El hombre se tomó su tiempo. Echó un vistazo dentro del auto, supuse que para asegurarse de que no había nadie más dentro sino Emma.

―Su hija está bien, pierda cuidado. Nadie le ha tocado un cabello, créame. Me he encargado de eso personalmente.

―¿Dónde está?

El hombre hizo una señal y uno de los encapuchados fue hacia la plataforma del camión, se subió y unos segundos después levantó a mi hija, atada de manos y con una mordaza de cinta adhesiva plástica. Me enfurecí al instante, casi salté sobre aquel hijo de perra, pero me contuve. Debía actuar con mucha prudencia y tacto. Eran capaces de todo.

Lilly estaba aterrada, lloraba en silencio. El sol había tostado su piel, lo que quería decir que en el tiempo de su cautiverio la tenían en un descampado, al menos durante varias horas al día. Quise matarlos a todos allí mismo.

―¿Cómo está ella?

El líder del grupo hizo otra señal, Lilly desapareció de mi vista otra vez y el hombre se volvió hacia mí.
―Está bien, créame. No la tuvimos en un hotel, como comprenderá, pero está bien cuidada. Ahora, que ella se vaya con ustedes es cuestión de que haya cumplido su parte del trato.

Yo sólo quería correr hacia Lilly, abrazarla y decirle que la amaba. No dejaba de observarlos a todos, como buscando una oportunidad para imponerme en un movimiento inesperado que me permitiera desarmarlos y dominar la situación. Pero era difícil, no me quitaban la vista de encima.

―Claro que he cumplido. No me fue nada fácil, pero lo que me pidió está aquí. Así como yo he cumplido, espero que usted también haga su parte y me entregue a mi hija.

―No la trajimos precisamente a pasear, ¿no cree?

Emma habló mientras salía del auto y se dirigía hacia el camión.

―¿Puedo verla? Por favor.

El hombre pareció dudar unos segundos.

―Está bien, señora, pero sin trucos, ¿entiende?

―Tranquilo, está bien. ¿Lilly? ― Emma se detuvo detrás del camión y pidió a uno de los esbirros que le ayudaran a subir. El líder asintió y el otro hizo lo que mi esposa le pedía.

Escuché el sollozo de mi hija y las palabras consoladoras de Emma. Emma, la conflictiva, así era como debía definírsela, podía sorprenderme de vez en cuando con sus contradicciones. ¿Qué me había movido a involucrarme con una mujer tan distinta a mí? No le gustaba casi nada de lo que a mí me gustaba, ni siquiera la música que yo disfrutaba; odiaba el sol y el calor; tenía una capacidad para resolver con prontitud y practicidad lo que a mí me tomaba largos minutos. Era hermosa, sentimental y dura, suave y áspera a la vez. Mi hija hizo pronto migas con ella, casi desde el mismo día que se conocieron. Yo tomé eso como una especie de confirmación de la conveniencia de tenerla conmigo, por encima de las diferencias.

―¿El dinero?

La pregunta me hizo volver de mis reflexiones.

―Ah, sí, claro… Aquí está ― Le entregué el saco de lona, sin mirar a aquel bastardo que trastornó nuestras vidas durante tres largas y espantosas semanas. Lo odié más de lo que lo había odiado durante los días en que no pude ver a Lilly. Yo grité de pronto, movido por un súbito impulso:

―¡Emma! ¿Cómo está mi hija?

No respondió de inmediato. El líder de los secuestradores hizo un ademán con la mano, sorprendido. Uno de los enmascarados se me acercó, apuntándome con su rifle. Yo volví a preguntar y esta vez Emma contestó.

―Parece que está bien. Pero… ¿Puedo quitarle la mordaza?― se había puesto de pie sobre la plataforma y asomaba su cabeza por encima de la baranda metálica. El encapuchado asintió, pero dijo en tono severo:

―Señora, nada de trucos ni de pendejadas. Si ella grita, si tan sólo grita, se verán en problemas.

―No gritará― dije yo, mirándolo con ojos de fuego, sintiendo más calor a medida que me invadía la furia creciente.

Tras unos segundos en que me mantuve quieto, sosteniéndole la mirada con silente desafío, escuché que Lilly habló y su voz me pareció la música más hermosa. Era sólo una chica de veinte años.

―¡Papá, papá, estoy bien! ¡Estoy asustada! ¡Quiero irme a casa!― su voz era temblorosa, insegura.

―Tranquila, amor, ya nos iremos― traté que mi voz sonara lo más calmada y reconfortante posible.

El encapuchado se me aproximó.

―No tan rápido, doctor. Hay que contar el dinero primero, ¿verdad?

―Cuéntelo, pero ahí está todo lo que me pidió.

―Ah, ¿ve que sí podía conseguirlo? Todos son iguales, regatean una y otra vez, pero al final pagan. Mire, la vida de una hija no se regatea, doctor. ¿Qué va a pensar ahora Lilly de usted?

―No se trataba de regatear, sino de tener tiempo para reunir esa suma. Mi hija está por encima de cualquier negociación o recompensa.

―Sí, claro… Todos los terratenientes son iguales― dijo esto último más para sí mismo, apenas pude escucharlo. Yo me atreví a refutarlo.

―¿Terrateniente, yo? Pues no soy un terrateniente, sólo soy alguien que creyó que invirtiendo y trabajando la tierra podía hacer algo útil por este país, que bastante falta le hace. Yo creo que ustedes se confundieron y me tomaron por lo que no soy.

―Nosotros no cometemos esa clase de equivocaciones. Nosotros somos el ejército del pueblo oprimido y luchamos contra los latifundistas y burgueses explotadores de los campesinos. Porque eso es lo que ustedes los de su clase son, unos explotadores. Se enriquecen a costa del trabajo de la gente humilde y pobre. Así que no, no nos equivocamos, doctor.

“Ejército del pueblo”. Pura basura dialéctica, no eran sino una jauría que provenía del otro lado de la montaña, rondaban por la serranía cercana, bajaban hasta la llanura e imponían su ley saqueando, secuestrando, robando, incendiando, matando, siempre en nombre de una supuesta guerrilla libertaria que se movía a ambos lados de la línea fronteriza. Prácticamente, todos los hacendados que tenían tierras entre el piedemonte y las orillas del lago debían pagar si querían seguir en la zona.

―Está bien, si usted lo dice…

―Mire, si quiere seguir vivo y si lo que desea para su familia es lo mejor, yo le recomiendo que se vaya de estas tierras, o tendrá que pagar por permanecer aquí. Usted sabe lo que eso significa, ¿verdad?― Su acento comenzaba a molestarme tremendamente.

Por supuesto que yo sabía lo que eso significaba. Para no ser “molestado”, para no perder mi precario rebaño, mis cultivos y mis bienhechurías, tendría que pagar una “vacuna”, o si no, la pasaríamos muy mal. Yo estaba que le saltaba encima y lo rellenaba con sus propias balas. Pero en aquellos instantes sólo quería recuperar a mi hija.

―Voy a contar el dinero. Luego podrán irse, doctor.

Transcurrieron al menos veinte minutos. El hombre fue y se sentó en la cabina junto al conductor del camión. Después de contar el dinero, salieron de la cabina y se enfrascaron en una discusión en voz baja, haciendo muchos ademanes, manoteando casi con brusquedad. Entre tanto, estábamos sudando a chorros bajo el sol inclemente. Yo miraba a los encapuchados con desconfianza y desprecio, igual que ellos a mí, supongo, alerta cada uno a cualquier movimiento sospechoso que hiciera el otro. Se escuchaba el leve murmullo de la conversación de las dos mujeres en el camión. Arriba, escasas y diminutas nubes se atrevían a cruzar el cielo, como si le huyeran al sol abrasador.

―¿Puedo ver a mi hija?

―Claro. Pase usted― me respondió, haciendo una reverencia burlona.
Uno de los hombres armados dio una vuelta en torno a la Cherokee, miró hacia dentro y trató de abrir una puerta. Yo se lo impedí y él me miró, entre sorprendido y molesto. Su jefe lo reprendió. Imagino que no quería distraer su atención con problemas innecesarios.

―¿Qué carajos tienes que buscar en el carro del doctor?

―Era para ver si había algo sospechoso, jefe. Uno nunca sabe con qué le va a salir esta gente. Hay que estar alertas.

―Apártate de allí. El doctor no es ningún tonto como para exponerse, ¿cierto, doctor?

El otro se apartó y me lanzó una mirada furibunda a través de los agujeros del pasamontaña. Si hubiésemos estado solos él y yo, no dudo de que me hubiera disparado. Sinceramente, no sé cómo aguantaban el calor con esos pasamontañas cubriéndoles el rostro. Y ya me estaba comenzando a sacar de quicio que el tipo me dijera doctor. No soy médico ni abogado. Además, decía doctor con una ironía que me molestaba, lo que me hizo recordar un viejo chiste de mal gusto relacionado con esa palabra.

Abracé a mi hija y sentí que el alma me volvía al cuerpo. Aparentemente, no habían abusado de ella y se encontraba en buen estado, apartando el pánico que aún sentía y la piel tostada por el sol. Le pregunté si quería agua y me dijo sí, que tenía sed. Cuando me acerqué al vehículo, el jefe del grupo se me aproximó, con la bolsa de tela terciada sobre el pecho.

―Alas, así sí da gusto hacer negocio, doctor.

―No soy doctor.

―¿Ah, no? Yo juraba que lo era. Pero bueno, no se moleste. Mire, ahí está su hija sana y salva, como prometimos. Y usted cumplió con su parte y todos contentos, ¿ah? ¿No le parece justo?

―No, no me parece justo, pero lo que me importa es la seguridad de mi familia y que mi hija no quede afectada psicológicamente por este inconveniente. Voy a llevarle agua a Lilly…

El facineroso tuvo el tupé de reírse antes de replicar, mientras yo le llevaba una botella de agua mineral a Lilly.

―No, hombre, si a ella no le fue nada mal. La pasó muy bien, nadie se metió con la muchacha. Muy linda, por cierto, pero yo se la cuidé como si fuera hija mía. No tiene de qué preocuparse. Mire, dígale que lo tome como si hubiera pasado unas vacaciones. Unas vacaciones forzadas, pues, para ser realistas.

―Vacaciones forzadas… Usted sí que es original.

Imagino que no supo cuál era el exacto significado de mis palabras, porque se quedó callado, mirándome con fijeza. Vi sus ojos claros, grises, a través de los agujeros de su capucha y en ellos había una sombra de duda, de indecisión. Por un momento también me sentí inseguro, temeroso. Volví a acercarme a él.

―No abuse de su suerte. Mire que estamos en descampado y le puede pasar cualquier cosa. Lo encontrarían por el olor y por los gallinazos en el cielo.

La palabra “gallinazo” me confirmó que no era del país, sino del otro lado de la frontera. Un súbito y silencioso arrebato de rabia me invadió, pero me mantuve callado. Controlé el odio repentino y creciente que comenzaba a sentir por todos sus coterráneos que participaran en la guerrilla.

―No, si no es por abuso, es porque la situación me parece más bien irónica, pero olvídelo, son digresiones mías. Nada importante. ¿Y ahora qué? ¿Podemos irnos en santa paz?

―¡Qué calor hace en esta vaina!― Se apartó de mi lado y fue a sentarse en el puesto al lado del conductor― Yo creo que ya la negociación terminó. Bueno, la negociación, pero queda pendiente que usted y yo aclaremos algunos puntos. Porque si usted nos ha traicionado y le avisó a la policía o a la Guardia Nacional sobre lo de hoy y nos tienden una emboscada o nos persiguen, quiero recordarle que no somos los únicos que están enterados de este asunto, doctor. Usted verá a qué se exponen.

―No, yo no le avisé a nadie, sólo sabemos de esto mi esposa y yo, como puede ver. No cometería el error de poner en peligro la vida de mi hija y la de mi mujer.

El hombre que había tratado de revisar mi auto se acercó.

―¿Usted le cree todo a este hombre, jefe?

No había avisado a ninguna autoridad durante el secuestro de Lilly. Sabía que ellos la matarían si se enteraban que me había comunicado con la policía, la Guardia Nacional o con cualquier otra autoridad. Yo quería que el asunto terminara lo más pronto posible y que nos dejaran marchar.

El jefe se volvió a mirarlo. Luego me miró a mí y dio unos pasos en círculos. Pensaba en algo. Emma y Lilly estaban a la espera de un desenlace del cual no podían tener la mínima suposición, pensé.

―No… No le creo todo lo que dice, pero me imagino que él no es tonto, sino que quiere salvar a su gente y largarse cuanto antes de aquí, por eso tengo que confiar en que no cometerá ninguna estupidez. ¿No es así, doctor?

―Ciertamente. Mire, será como si nunca hubiera ocurrido esto. Ya le he dado lo que me pedía y yo tengo a mi hija sana y salva, como dijo usted.

―Ole, un hombre inteligente, pues, el doctorcito. Así me gusta, con gente como usted sí que vale la pena hacer tratos. Pero si seguimos acá, bajo este sol verraco que me está derritiendo, nos va a dar una insolación que ni le digo…

―O sea, que ya deberíamos irnos cada quien por su lado― Trataba de presionarlo y de acabar con aquello.

El tipo volvió a reír y se me acercó. Era casi de mi estatura, quizás tres o cuatro centímetros más bajo. Vestía ropa de camuflaje militar y no dejaba de mover el rifle en sus manos. Parecía tan ansioso como yo.

―Caramba, doctorcito, usted parece un psicólogo, más bien. ¿Está tratando de manipularme? Mire que eso es bien difícil, yo no llegué hasta aquí precisamente por pendejo. Ya le dije, no abuse de su suerte.

―¿No cree que con este calorón y ya terminado todo, lo mejor sería que nos dejaran ir? Esas mujeres se van a asar montadas en ese camión, con ese solazo. Déjeme llevármelas. Por favor.

El guerrillero pareció meditarlo un instante. No sé hasta cuándo o hasta dónde habían planeado dejarnos tranquilos o matarnos allí mismo. No tuve certeza de nada hasta que se acercó uno de los subalternos que había estado vigilando a Lilly y a Emma en el camión y le dijo algo al oído. Traía un binocular. Por mi parte, no perdía detalle de todos los movimientos de esos hombres. Tenía un mal presentimiento. Decidí que si tenía que rogar por las vidas de Emma y de Lilly, lo haría.

―Doctor, me dicen que a lo lejos se ve venir una caravana de carros y camiones y que parecen militares. ¿Usted sabe algo al respecto?

―Para nada. Como le dije, yo cumplí al pie de la letra las instrucciones que me dio y no pretenderá que después de todo, de haber llegado a esta etapa, iba a poner en peligro a mi hija y a mi esposa.

―Yo no sé nada de nada. Y si usted nos ha traicionado, lo van a pagar caro.

Llamó a uno de sus hombres y le dijo que nos mantuviera juntos, sobre la plataforma del camión, pero agachados, para evitar ser vistos. La situación tomaba un cariz indeseado del cual no era responsable ni tenía posibilidades reales de incidir decisivamente a mi favor. Arriba en el cielo un gavilán pasó revoloteando, huyendo ante el ataque de dos pájaros que parecían decididos a alejarlo del área donde tenían su nido. Ya había visto ese espectáculo en más de una ocasión. Avecillas más pequeñas y desprovistas de las armas de las que disponía la rapaz se tornaban en valientes defensoras de su nidada y la superaban, agrediéndola y ahuyentándola. De pronto, eso me pareció una señal del destino.

―Si esperamos a que pasen y nos ven parados en medio de esta soledad sospecharán algo y se complicarán las cosas. Podríamos irnos de aquí y no sospecharían nada. Piénselo.

El líder me miró. Dudaba acerca de cuál paso dar. No confiaba en lo que mis palabras querían decirle. Pensaba que lo había engañado y yo me estaba poniendo nervioso y muy alerta. Lilly y Emma me traspasaban con la mirada, ansiosas y expectantes. Confiaban en mí.

El gavilán volvió a pasar, esta vez en sentido contrario, perseguido todavía por los pájaros.

La polvareda aún era un rojizo manchón distante en el horizonte arbolado. Comprendí que los secuestradores tenían varias opciones en qué meditar con rapidez para salir del paso: se iban en el momento y a la vez nos dejaban ir a nosotros; se quedaban, hacíamos un teatro para los que venían por la carretera y fingíamos que todo estaba normal, lo que implicaba que ellos se quitaban los pasamontañas y veíamos sus rostros, cosa que nos ponía en gran peligro a los tres; o se quedaban y se enfrentaban a la patrulla y se armaba el gran lío. Yo me quedé en silencio, para que no sintieran que los presionaba, pero mentalmente rogaba para que optaran por la primera alternativa. Viendo desde la posición elevada en que me encontraba sobre la parte trasera del camión, calculé que tal vez en unos diez minutos el convoy nos alcanzaría.

El encapuchado me miraba a mí y a la distante polvareda alternativamente. No comprendí por qué no se iban de una buena vez. Algo sospechoso estaba ocurriendo.

―Doctor, usted y sus mujeres pueden irse, pero ya sabe, si dice algo, no tiene idea de lo mal que lo pasará. En unos días me comunicaré con usted― dijo al fin, luego de pensarlo unos minutos. Tanta demora en decidirse me tornó suspicaz y el presentimiento de algo que parecía absurdo, pero posible, se apoderó de mí. No dije nada, me dediqué a reconfortar a Lilly y a Emma.

―¿Y ahora para qué me llamará?

―Recuerde lo que le dije. Hay una condición que tendrá que cumplir, si quiere quedarse por estas tierras.

Lo maldije en voz baja. Emma me dio un suave codazo, temerosa de que pudiesen escucharme.

Nos ayudaron a bajar del camión. Entramos al auto, puse el motor en marcha y nos fuimos por donde vinimos al sitio del rescate. El calor era insoportable. Yo estaba contento de tener a mi hija conmigo, pero desconfiaba de aquellos miserables, así que conduje lo más apresurado que pude por la carretera guijarrosa, intentando ver por el espejo retrovisor si estaban siguiéndonos, pero la polvareda no me dejaba distinguir nada con claridad. Opté por concentrarme en conducir rápido y seguro por aquel prolongado y remoto camino. En breves minutos nos pasaría en sentido opuesto el convoy. Las mujeres hablaban con frenesí, contentas de estar otra vez reunidos todos.

A petición de Emma, detuve el auto en la vía de acceso, semioculta en el bosque reseco, de un fundo ganadero de la zona. Ella se apeó y ayudó a salir a Lilly, quien todavía tenía un gesto de preocupación en su rostro, como si no terminara de asimilar que estaba libre al fin de sus captores. Emma tenía un rictus entre burlón y triunfal que yo no podía descifrar con exactitud. El sol seguía muy alto en el cielo, casi no soplaba viento y había un gran silencio en aquel paraje, pues ni los pájaros dejaban escuchar su canto.

A los pocos minutos, en efecto, vimos pasar varios camiones y tanquetas militares, seguramente provenientes del fuerte que servía de punto de avanzada en la guerra contra los narcotraficantes y guerrilleros que asolaban la región. No sé si se trataba de un patrullaje regular o, si por el contrario, habían sido avisados de la presencia de irregulares. Yo conté tres camiones con soldados y dos tanquetas. Sentí el repentino alivio que me daba saber que con los militares trasladándose hacia donde se encontraban los guerrilleros, éstos no nos seguirían.

Emma tomó una botella plástica de agua mineral. El líquido estaba tibio, casi caliente, pero todos bebimos y saciamos la sed. Estábamos afectados por el sofoco que nos había producido estar largo rato expuestos al sol del mediodía. Entonces escuché un rumor lejano, creciente. Apenas era una crepitación que se dispersaba como un eco por la zona, entre el bosque seco y espinoso, atravesaba la cañadas, los cauces de los ríos, los pastizales y plantaciones, los palmares. No entendí muy bien al principio, poco a poco fui cayendo en cuenta de que lo que escuchaba eran detonaciones. Miré a las dos mujeres. Ambas mantenían una expresión sospechosa, haciéndome sentir que yo estaba perdiéndome de algo que ellas sabían y yo no.

―¿Qué está pasando aquí?― exclamé.

Mi esposa se me acercó y me dio un beso. Lilly la imitó y ambas me pidieron que entrara al auto y que nos fuéramos de allí.

―¿Me puedes decir qué car…?

―Vámonos de aquí. En el camino te explico.

Cuando arranqué el motor y volví a la carretera, no sabía si enojarme o reírme de lo que comenzaba a sospechar que estaba ocurriendo. Lo que fuese que les estuviese pasando a aquellos tipos, podría traer consecuencias para los tres y quizás en esa ocasión el desenlace no sería tan favorable. Pero tuve que admitir que sentía cierto placer al pensar que los encapuchados la estaban pasando realmente mal en esos precisos momentos.

Cuando Emma comenzó a relatarme lo que había estado haciendo todos esos días mientras yo negociaba con el líder de los secuestradores, confirmé una vez más que con frecuencia las mujeres suelen ser demasiado astutas para mí.

2 Comentarios

Win, hola.
Me gusta el cuento. Sobre todo, gracias a la agilidad de tus diálogos, desgranas y defines a los actores. Se cuestradores, y secuestrados, que finalmente se encuentran para realizar una transacción financiera, un negocio al cabo.
Siempre me gustaron los personajes que evolucionan en los textos y más que sus acciones, los definen sus palabras.
Como lo que te he leído, la riqueza léxica es un plus en tus relatos, las descripciones, hasta las más nimias, suman un mayor interés por seguir leyendo y saber el desenlace.
Y de los finales posibles para la situación, la que eliges es, digamos, la más práctica.
recibe un saludo

26/02/12 09:02

Hola, Miguelito.

Gracias, muy amable de tu parte.

Un abrazo desde Venezuela.

27/02/12 08:02

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