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El Sonido de la Vida

La mujer observa llegar al vehículo sin moverse de su asiento en la entrada de su casa. Un bastón descansa a su lado al alcance de la mano, sobre los almohadones blancos. Espera apenas a que el joven descienda del auto para espetarle:

“La respuesta es no”.

“Pero... ¡si no he dicho nada!”

“No es necesario, conozco a tu padre. Sabía que iba a enviarte precisamente a ti”.

“Nadie me envió”.

La casa es de madera, de dos pisos más la buhardilla que ella acondicionó hace mucho como su taller, su templo, su guarida secreta. Víctor recordaba el cuarto, su puerta al menos, siempre cerrándose tras la figura de su tía antes de que él, entonces un niño de cortas piernas, lograra alcanzar el último escalón de la estrecha escalera. De nada servían sus llamados insistentes ni sus súplicas. El cuarto nunca se abrió para él. Para nadie más, en todo caso.

Ella lo miraba con una sonrisa pícara desde el otro lado de la mesa familiar a la hora del almuerzo cuando él abogaba delante de todos, asomándose apenas sobre el mantel, por su derecho a saber qué había en aquel cuarto. Territorio prohibido, dictaminaba Amelia, todos reían, nadie cuestionaba y el asunto era relegado a un segundo plano.

“No estoy enferma”.

Víctor pasea su mirada desde el bastón a los almohadones antes de detenerse nuevamente en la figura de su tía, mordiéndose la lengua para no ratificar con sus palabras delante de la mujer lo obvio.

“Al menos, no tanto como tu padre piensa”, responde ella al aserto no pronunciado.

“Entonces no te molestará que pase el día contigo”.

Ella no le contesta de inmediato. Coge su bastón y con cierto trabajo, que hace dudar al sobrino entre ayudar y no, se pone de pie para encaminarse a la puerta. Está un poco excedida en kilos, su cuerpo no se mueve como en años pasados.

“No me llames tía. Llámame Amelia, como antes. No ha pasado tanto tiempo.”, le advierte sin voltearse. “Límpiate los pies al entrar. Y no hago menú especial, se come lo que hay”.

La tía tiene razón. Su padre le ha encargado una misión. Amelia está enferma y hay que cuidarla aún en contra de su voluntad. Hay una habitación preparada en la casa de sus padres y Víctor está feliz con la idea. Sin embargo, al final de la jornada aún no ha logrado convencerla de que se marche con él. Así es que, llegado el momento de retirarse sin haber logrado su objetivo, toma una decisión: va al pueblo cercano y compra ropa interior y elementos de aseo personal. Al regresar, le anuncia a su tía que se quedará por un tiempo.

“Yo no le lavo los calzoncillos a nadie” le advierte ella.

Él se queda de todas maneras.



La familia sólo vislumbra a medias los motivos por los que Amelia ha decidido dedicarse a las letras en un país donde eso no da para comer. Es la rareza de la línea paterna, la artista, la pequeña oveja negra que ha renegado de sus estudios de categoría para hacer sólo lo que le gusta. Con el tiempo, la mujer se ha puesto más audaz y más insolente porque ya no necesita pensar en el qué dirán. Ha tenido algunos éxitos, es respetada en los círculos literarios. No es tan pobre ni está tan aislada como ha escuchado Víctor en la mesa familiar. Vive frugalmente porque alguna vez leyó que el escritor vive con lo justo. Hace reuniones, pequeños talleres de literatura y de crecimiento personal. Entonces su casa se llena de gente, adultos y jóvenes que exponen sus problemas y su visión de la vida.

Y está Ramón que se deja caer cada tarde, sin falta, a veces tras el almuerzo, otras más tarde. Le ha costado un poco a Víctor comprender que el hombre es el “peor es nada” que su tía ha encontrado en la cincuentena de su vida. Han sido necesarias un par de miradas imperativas por parte de Amelia para darle a entender al muchacho que necesitan su rato a solas y cuando lo asimila al fin, el rubor le invade las mejillas porque en un segundo su tía ya no es sólo su tía sino también una mujer.

Hay un tranque frente a su casa, bajando la loma. A Amelia le gusta sentarse de mañana a mirar las aguas en la banca que alguien ha construido allí para ella. El sobrino, en un principio, no comprende cuando ella le dice que va a escribir y simplemente se sienta en la banca, sin lápiz, sin papel.

“Estoy creando”, le explica sucinta cuando se lo hace notar y sigue allí sin apartar la vista de las aguas, el sobrino instalado a su lado en la banca.

“Dime cómo suena”, le dice ella de repente.

“¿Uh?”

“El tranque, ¿cómo suena?”

“No… No entiendo…”

“Cierra los ojos”

Amelia predica con el ejemplo y cierra los suyos. El muchacho la imita.

“¿Lo escuchas ahora?”

Y en la cabeza de Víctor rebotan los lejanos compases de un piano saltando de nota en nota, improvisando, danzando con el bajo y el saxofón.

“Tú siempre tenías música en tu cabeza, ¿recuerdas?”.

Sí, lo recuerda. Era como tener una sempiterna radio encendida en el cerebro, siempre cantando, siempre creando. Su lengua se llena de amargura. Se mira los pies porque no quiere verle la cara a Amelia que ya hace rato ha abierto los ojos y los tiene clavados en él. Puede sentirlos sobre su persona, como la misma caricia del sol mañanero sobre su piel.

“Ya no toco el piano”, dice en un susurro apenas audible y la amargura sale de su boca con las palabras.

Los ojos de Amelia aún están sobre él, quemantes, demandantes.

“Es una verdadera pena”.



La tía Amelia tiene lápices mágicos, lápices a tinta gel que se vacían rápidamente, baratos, de aquellos que se encuentran en los boliches de esquina, negros, siempre negros, que destacan en la página y se deslizan sobre ella tan rápidamente como las líneas de argumento en el pensamiento de su dueña. Los compra a montones. En cada escritorio hay uno olvidado tras el rápido apunte en la libreta de notas.

Desde la primera noche en la casa, Víctor la escucha trabajar hasta altas horas en el taller. Los pasos son más lentos ahora. El sordo tam tam de los tacones gruesos en los escalones de la vieja escalera se oye desde su cuarto ubicado justo bajo la buhardilla. La curiosidad vuelve a él como cuando era pequeño obligándolo a salir de su cama. Ve la luz que se cuela por los bordes de la puerta recortándola de la oscuridad. Pega su oreja a la madera y escucha la risa queda de la tía, como si se mordiera los nudillos para no dejar salir la carcajada y despertar así a los que duermen en la casa. Tiene que vencer la tentación de golpear y pedir entrar para comprobar que allí sólo está Amelia y no el hombre que vuela, la mujer que detesta el frío, el niño eléctrico, la dama acuática y el resto de los habitantes de los cuentos que les inventaba en el momento a él y su hermano antes de irse a dormir y que él escuchaba con ojos muy abiertos, imaginando cada escena con viveza y a todo color.



Una tarde, dos semanas y tres días después de instalarse allí, lavando sus calzoncillos, capeando las clases en la universidad de la carrera que tanto detesta, amparado en la misión que le han encomendado, el sobrino regresa del pueblo tras surtir una lista absurda de cosas casi imposibles de conseguir en ese lugar olvidado por el consumismo y lo primero que ve al entrar es un piano.

“Si te vas a seguir quedando aquí, lo vas a necesitar”, le informa Amelia sin levantar la vista del cuaderno donde escribe en forma apurada como siempre lo hace para que no se le escapen las ideas junto con la memoria.

Él se ha quedado paralizado en el umbral de la puerta, mirando la cosa esa que ocupa la mitad de la sala de estar, las bolsas del encargo olvidadas en el suelo, a sus pies.

“¿Qué es eso?”

“¿Estás ciego? ¡Es un piano!”

“¿Cómo llegó aquí?”

“Ramón”, como si eso lo explicara todo.

Víctor se acerca y pasea reverente sus dedos sobre las teclas blancas, apenas un roce que no produce sonido alguno.

“Adelante. Toca algo”.

Pero el muchacho retira la mano prontamente.

“No… No puedo”.

“Sí puedes. Que a tus padres no les guste que lo hagas no significa que no puedas hacerlo. Es mi casa. Puedes tocar”.

No, él no puede. No debe. Él va a ser constructor civil, como su padre, como su abuelo. No tiene tiempo para distraerse del estudio. Salvo, por supuesto, cuando hay una tía a quien rescatar de sí misma.

“¿Por qué no quieres venir conmigo?”.

“Tengo una casa”

“¡Pero estás enferma!”

“No lo suficiente”

El muchacho deja escapar un suspiro de frustración.

“Déjame cuidar de ti”.

“Cuando los niños alcanzan cierta edad es mejor darles espacio para crecer y buscar su propio camino. Soy tu tía, terminaría por meterme donde no me corresponde. ¡Dios Santo!”, exclama de brazos abiertos. “¡Ya lo estoy haciendo!”

Por un momento Víctor no sabe si reír o enojarse con la lógica de Amelia.

"Pero, ¿y si empeoras?”

“Bueno, entonces Ramón vendrá a vivir aquí”.

“Él no es un doctor”.

“Pero sabe qué se debe hacer. Lo ha hecho antes y algunas veces, te lo aseguro…” y le guiña un ojo, “…es mejor que un médico”.



Esa noche, el sonido de un pesado bulto dando contra el suelo, arriba en la buhardilla, lo arranca bruscamente del sueño. Sube y llama a la puerta. Nadie responde. Entonces toma la manilla y empuja.

La puerta no tiene llave.

Y después de tantos años de misterio, Víctor pisa el suelo de la buhardilla de Amelia y mira alrededor casi conteniendo el aliento. Allí es donde nacen todos.

Las paredes ostentan dibujos garabateados a la rápida describiendo personajes en actitud; decenas de carpetas con recortes de diario archivados por tema se reparten por el cuarto; un computador en el escritorio, un equipo de música con grandes fonos stereo (claro, se explica, por eso nunca le han molestado los insistentes golpeteos en la puerta), una ruma de discos compactos originales y regrabados, un papelero rojo lleno hasta el borde de bolas de papel que son las ideas en borrador desechadas. Los lápices mágicos también están allí y las libretas, los cuadernos, las hojas sueltas y, por último, el netbook, señal de que la tía no se ha quedado en el pasado. En una esquina, un estante lleno de libros tiene un anaquel dedicado a las obras de Amelia.

“¿Es lo que esperabas?”, pregunta ella dándole la espalda desde el escritorio, sin molestarse en voltear a verlo. Víctor observa la figura enroscada en la silla y le parece que no es la manera en que alguien deba sentarse a trabajar a las cuatro de la mañana.

“¿Estás bien?”

“Por supuesto que sí. Perdona, te desperté. Dejé caer algunas cosas. Vuelve a dormir”.

Pero no es difícil adivinar que algo anormal sucede. Las carpetas en el suelo con el material desperdigado y sobre todo el extraño ángulo en que descansa su pie enfermo lo dicen todo. Se ha caído y en su orgullo se las ha arreglado sola, podría jurar que a duras penas, para incorporarse sin pedir ayuda. El sobrino se acerca y, agachándose, toma el pie en sus manos con delicadeza para devolverlo a su correcta posición bajo la mesa.

“¿Te duele?”

“No”

“Amelia…”

“No te miento, no duele”.

“¿Puedes moverlo?”

Amelia niega con tranquilidad.

“Creo que se murió”, dice y se larga a reír con su propia broma. Víctor no puede reír con ella. Esto es malo. Tiene que llamar a un doctor. En el rincón al lado de la ventana hay una cama.

“Vamos, Amelia. Tienes que descansar”.

Y por una vez, la mujer no se opone. Acepta el sostén que le ofrecen los brazos de su sobrino y se deja llevar hasta el lecho, se deja acomodar y arropar. Cuando está lista, le palmotea el dorso de la mano al muchacho instándolo a la calma.

“Lo resolveremos en la mañana. El doctor debe estar durmiendo a esta hora. Es lo que hace la gente común que no es una lechuza nocturna como yo”.

Será en la mañana entonces, se rinde el sobrino con un suspiro cansado.

“Ha sido bueno que no hayas echado llave a la puerta esta noche”.

"Nunca le pongo llave”.

La sorpresa se pinta en la cara de Víctor.

“Entonces, ¿por qué…?”

“Nunca empujaste la puerta. Siempre estabas allí, esperando para que te diera el permiso de hacerlo. Si lo hubieras intentado, yo no te habría detenido”.

Son las cuatro y media de la mañana. Ella lo ha dicho antes: es una lechuza nocturna así es que parece no tener sueño. Mira por la ventana hacia la noche sin luna ni estrellas mientras juega con el borde de la colcha en sus dedos. Víctor comienza a tener frío en los pies.

“¿Podría preguntarte algo?”, dice entonces un poco por real curiosidad y otro poco por generar conversación.

“Dispara”.

“¿Por qué no te has casado?”

La sonrisa aparece de inmediato en el rostro de la mujer.

“Tenía otros amores entonces que me mantenían ocupada”.

“¿Y… Ramón?”

Ella se encoge de hombros.

“Él sabe que no tendrá pan ni pedazo hasta que no pase por la libreta y el altar. Pero me quiere bien”.

“Entonces,… ¿tú nunca…?... es decir,…”

Amelia lo observa, divertida, mientras él trata de hilvanar una frase delicada para preguntar lo que quiere saber.

“¿Quieres saber si soy virgen?” le ayuda haciendo que el color suba a las mejillas de su sobrino. “Ese no es asunto tuyo, ¿no lo crees así? Pero puedo decirte que hubo un tiempo cuando no había descubierto la vida verdadera y trataba de obligar a la gente a amarme. Ahora no necesito hacerlo. Hace mucho que no”.

Por un momento la mujer se deja llevar por sus memorias y Víctor piensa que el sueño por fin la ha atrapado. Pero no.

“¿Qué hay de ti?”

“Hum… ¿Te refieres a si soy…?

“Me refiero a si has descubierto la vida verdadera”

El sobrino ríe apenas, nervioso, complicado en la respuesta.

“No sé siquiera qué significa eso”.

“Entonces, es no. Todavía no”.

Le hace una seña con la mano para que se le acerque. Víctor se inclina sobre su rostro, muy cerca, y ella le dice bajito:

“Toca el piano”, luego se acomoda en la cama y cierra los ojos como si se dispusiera a dormir mientras espera a que su sobrino cumpla con su solicitud. Pero eso es algo en lo que él no puede complacerla. No aún, al menos. Sabe que si la tuviera cerca más tiempo, si aquel mal que la aqueja no estuviera forcejeando para arrebatársela, él podría llegar a cumplirle. Pero no ahora, no todavía.

“¿Me dejas que te lleve a mi casa?”

Ella niega con un leve movimiento de su cabeza contra la almohada y una sonrisa tranquila en los labios.

“Pero…” no desea completar la frase, un nudo instalado en su garganta, “…podrías morir aquí”.

Ella niega nuevamente.

“Yo no moriré” le dice, marcando cada una de las palabras. “Jamás”.

Se acomoda nuevamente en el lecho y esta vez cuando cierra los ojos, realmente quiere dormir.

”Toca el piano”, murmura quedamente antes de que su respiración acompasada le anuncie a Víctor que se ha dormido al fin.

Él permanece un momento más sentado en la cama, vigilando el descanso de la tía, las palabras de la mujer haciendo hogar en su corazón. Entonces se incorpora con cuidado, apaga la luz, también el computador en el escritorio y baja hasta la sala de estar donde le espera el piano. Toca las teclas evocando las claras aguas del tranque y las melodías de su cabeza. Les arranca música con pasión hasta que el sol aparece en la mañana y le palpa los pies a través del ventanal. Toca hasta que el sueño le vence y lo deja abandonado sobre el piano. Y en el sueño que le sigue, continúa tocando toda una vida porque él tampoco quiere morir. Jamás.



FIN.
Winchestermcdowell06 de noviembre de 2010

4 Comentarios

  • Nemo

    Excelente!... me ha gustado mucho. Un atmósfera atrapante y cargada de cierto cariño entre los personajes que hacen que uno también los quiera...
    Saludos muchos!

    06/11/10 05:11

  • Winchestermcdowell

    Gracias, Nemo.
    Qué bueno saber que comunica lo que debe comunicar.
    Saludos.

    06/11/10 08:11

  • Jazaell

    Como siempre un placer leer tus relatos, hoja sigas escribiendo. Porque me relajo mucho...¡ja,ja,ja!. Que estes bien.

    28/01/11 08:01

  • Beth

    Me ha encantado. Me gustan los relatos,la gente que cuenta, porque tiene cosas interesantes que decir

    28/01/11 09:01

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