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Amor de Humanos 15 de junio de 2013
por xynette
Amor de Humanos
14/19/ 1700
Osado sería no contarte que he sido el más afortunado sobre la faz de la tierra. Estoy vivo.
Las gracias con las que he sido lleno la vida entera son obras de la magnitud y de la bondad de un Dios nunca visto.
En la hora de mi nacimiento otro ser también nació, en el mismo lugar, misma hora, mismo padre pero diferente madre. Mis días fueron unidos para siempre, ahora lo sé, y hasta la muerte. Su nombre fue, es y será siempre en mi memoria y en los más íntegros pensamientos que pueda formular; Agatha. Una dulce niña con pelo rizado rojizo, mejillas misteriosas, sonrisa de rubí y un cuerpo angelicalmente bello. Mi nombre, el que siempre estuvo, está y estará unido al suyo en cualquier respecto es; Fénix. Crecimos juntos en la más hermosa hermandad, vivimos en la misma casa, con el mismo padre y mismo hermano. Fuimos a la escuela juntos, comíamos juntos, reíamos juntos, fantaseábamos juntos, no importando nada nos bañábamos juntos; no había pecado en nuestro corazones de niños. Recuerdo que mi padre dijo cuando tuve conciencia por primera vez que ella era mujer y yo varón, -debes cuidar de Agatha como si fueras tú mismo-, desde entonces siempre la he visto como mía y nunca he encontrado problema de ella hacía conmigo, nos sentíamos uno del otro, y ese es un amor que no creo que encuentre en otro ser jamás. Cuando cuatro años, nos tomábamos de las manos, caminábamos alrededor de la casa y platicábamos acerca del día en que nos casaríamos o de cuándo tendremos hijos, también de lo mucho que me gustaba su compañía y su grato perfume, que más que a niña olía a nieve, fría pero agradable. Nuestras madres siempre decían que seríamos felices toda la vida y ellas se regocijaban con nosotros y con mi padre, nuestro padre. Todas las noches, nos acostábamos juntos y dormíamos contándonos las historias de terror más horribles, nos abrazábamos y sentíamos el calor del otro; despertábamos juntos y con una sonrisa esplendida de estar vivos.
Así transcurrieron muchos años y muchos eventos igual de inigualables. Todos ellos lo guardo en mi alma con una gratitud inmensa a Dios, son mi tesoro.
Tendríamos la edad de 14 años y los sentimientos que nos envolvían no podían crecer más, era el tope al que el ser humano puede llegar. Daría mi vida, sin que me la pidieran, por Agatha y sé que ella haría lo mismo. La devoción que sentía por mi hermana era insuperable, ni siquiera la enfermedad me separaban de su lado. La hermosura de sus ojos, la dulce voz, su tierno cariño y mil pasiones más me obligaban con gusto a compartir mi vida con ella. Fueron los momentos más felices que creí ver, pero fueron opacados fácilmente por unos aún mejores y más duraderos. Las pláticas que susurrábamos al anochecer eran más maduras y el futuro se veía manso y fructífero. Recuerdo tantas veces haberle preguntado con inequívoca certeza; ¿Agatha, si pudieras escoger entre yo y mil hombres, que ellos fueran mejores que yo en todo, aceptarías a alguno en cambio mío?, y su respuesta siempre tan atinada, ¨se que los hay, y siempre los habrá, sé también que hay mil mujeres mejor que yo, pero te diré Fénix, nuestras vida son simples; YO las arterias y TU las venas, la una no existe sin la otra, se complementan, se necesitan, se cruzan, inseparables¨.
Nuestro padre dejo de existir ya muy viejo, cuando Agatha y yo tuvimos 10 años y sus últimas palabras a mi oído claramente susurro; ¨desposa a tu hermana y hazla la mujer más llena de dicha que nunca se haya escuchado¨. Nuestras madres murieron poco después, en alguna de las pestes que azotaron la abadía.
Heredamos la casa, el huerto, y la tierra que nuestro padre alguna vez poseyó. El dinero con que contábamos era suficiente para comprar la ciudad si hubiésemos querido, ya que el negocio de papá; vender ganado, era muy redituable. Así pues a la edad de 15 años y preparándonos para lo más incierto; nos unimos en matrimonio, convirtiéndome en su vigilante y eterno adorador, y ella en mi musa y mi más hermosa posesión. Nunca dimos a los hombres la mucha importancia que una sociedad o seres sociales dan, por consiguiente esa unión fue sólo nuestra y con Dios. Fuimos a la playa, ambos vestíamos de blanco, nos tomamos de las manos como lo hicimos por 15 años anteriores, nos acariciamos y nos dimos afecto y ternura, nos hincamos a la orilla del agua y pedimos a Dios que nos uniera más aún, que nos cuidara siempre y sobre todo que nuestro amor se enardeciera como nunca lo había hecho. Yo aceptaba en ese momento ser su compañero siempre y ella se entregaba todavía más de lo que lo había venido haciendo siempre. Caminamos muchas horas en la costa, contemplando el sol y la majestuosa mar, sintiendo que el corazón se nos salía del pecho, bastaba con vernos para saberlo. Era tan perfecto todo, la miraba y veía en ella un ángel. Tuve tantos sentimientos por mi Agatha que creí pecado amarla tanto, y en eso recordaba que mi padre me pidió que la guardara de todo, me parecía absurda mi idea al instante.
¡Ah! Dulce mía, que llenaste los deseos de un espíritu gemelo.
Tú, que como ninguna otra mostró el amor por otro ser humano.
Y quién tan dichoso como yo ó como tú, llenos de plenitud y bonanza.
Dulce mía, entre mis brazos, los sentimientos se amontonan y el cúmulo de ellos no es ni siquiera comparado a los puñados de seres que viven en este mundo.
Agatha; siempre tú. Mi dicha, y la vida misma; sin mancha ni duda; siempre tú.
Visitamos a padre y a nuestras madres en sus respectivas tumbas, les contamos, como si estuvieran vivos nuestro feliz compromiso, y yo en especial le conté a padre que su encomienda estaba como la pidió.
Éramos tan jóvenes que no se había escuchado una unión de este tipo en años. Pero nuestro amor y devoción, incalculables, y un único amor sobrepasaba el nuestro; el amor al ser supremo. No me es posible entender lo perfecto, e inhumanamente posible que es este sentimiento por mi hermana. La cuido, la respeto, la amo sobretodo, velo por ella y por las noches paso horas viéndola dormida junto a mí. He sido tan congraciado en vivir a su lado.
Nuestra casa es grande, parece un castillo pequeño, está cerca de la playa. El pueblo queda a menos de 15 minutos a pie y las provisiones, si no las encontramos en nuestro huerto, las compramos en el mercado local. Seguimos vendiendo ganado y mi dulce niña me ayuda con los animales; dándoles de comer y cuidándolos cuando enferman. Nuestras labores terminan temprano por la tarde y nos encaminamos a caminar cerca, tomados de la mano, teniendo dicha el uno por el otro, sonrojados aún, con ese sentir en nuestros estómagos, fascinados ambos, mirándonos a los ojos y realizando los sueños que de chicos pensamos tener.
Una tarde-noche en la oscuridad de la playa, con las olas de testigos y la luna resplandeciendo con alegría, Agatha me confesó un deseo que yacía en lo más superficial de su alma; - Fénix, la juventud nos favorece y ante todo el porvenir es grato, nuestra vida ha sido tan feliz, y no atino a pensar que cambie, pero si pasare y una desgracia de la que no estamos exentos ocurriera, hazme digna compañera tuya sabiendo que nuestro semblante no decaerá y nuestro Dios no será maldecido por esta causa, que tu alma no se manchará de dolor y sobre todas las cosas no dejarás de amarme, haciendo esto seré todavía más afortunada que tu y yo juntos en este momento; y si aconteciere mi muerte, o señales de esta, una sola cosa he de pedirte mi amado del alma; conozco que en otros sitios la lluvia cae en forma de copos de nieve, y quiero verlo y morir de esta forma, a tu lado, admirando la excelsa grandeza de este mundo, promete pues a esta hora con tu corazón, que harás cuanto te he dicho y viviré en paz y sublime ante tus ojos-. Caminamos juntos de regreso al hogar y mientras reflexionaba en todas las cosas que salieron de sus labios, ella me miraba con quietud, me tomaba más fuerte de la mano y sonreía de la hermosura de esa escena. –Lo prometo por el amor que tengo hacia ti Agatha, desde que nací he cumplido ser tu protector y no te he de dar desconsuelo en tiempos difíciles, y si esto es para ti causa de alegría en tristezas, por mi gran volcán de sentimientos, puros, hermosos e inimaginables, lo haré fielmente; querida mía.
Pasaban los días con enormes gracias. En cada momento que la miraba mi sonrisa se encontraba con la suya, sentía ese estremecimiento hermoso y cálido en mí ser, sus pecas me irrigaban satisfacción en todo sentido. En las tardes de otoño, cuando las hojas caen silenciosamente y el mar pierde esa tranquilidad propia, en el balcón de nuestra habitación, tomábamos algún libro, el que fuera, y leía para ella, actuaba si era necesario, declamaba y si el momento ameritaba, seducía con mis encantos su frágil humanidad para entregarnos a una pasión desbordada. Siempre he tenido el gusto por la pintura al óleo, y cuando me era permitido por mis labores, pintaba incluso la imagen más fresca que tenía de mi amada. Recorría mi mente, me recostaba en la cama, miraba el techo, y el ver las imágenes en mi mente; verla a ella en cualquier tipo acción, era para mí el momento ideal, la mirada ideal, el rostro perfecto, el instante perfecto para consagrar mis manos y mi don en ella. Nunca y por ningún motivo deje que ella supiera de esto, no por el hecho de que pensara que mi obsesión comenzaba, sino porque quería regalarle, en una ocasión especial mis pinturas, y verla sucumbir a la alegría.
A pesar de vivir solos, alejados ciertamente de los seres humanos, sin más compañía que nosotros dos, nunca me desesperé ni necesité de alguien más. Raras ocasiones discutíamos pero el conocernos toda la vida mitigaba las penas. No diré con verdad que ella nunca necesito alguien más porque nunca le he preguntado pero si me preguntarás diría que sí, ella necesitaba de alguien más, dadas las numerosas veces que recorría la costa sola y sin necesitarme, diciendo condescendientemente; descansa querido mío, yo iré a encontrar a madre. No con ello me sentí mal, entendía demasiado que fuera así pero lo extraño era que no pasaba lo mismo conmigo; su sola presencia consumía el hedor del hastío.
Llegado el invierno nos refugiábamos en la casa y pocas veces salíamos. No había tristeza en nuestros corazones, no estábamos turbados, reíamos a carcajadas con mis malas actuaciones, no nos aburríamos, no tomábamos tiempo para discutir, pensábamos demasiado en nuestro futuro, nos entregábamos, dormíamos juntos por días enteros, contemplábamos la mar asediada de vientos atroces, la luna mirábamos reflejada en el agua, escribíamos cartas a familiares lejanos, nos escondíamos en las habitaciones, tocaba ella el violín, cantaba yo una canción que padre me enseño; le dedicaba todos mis suspiros a mi Agatha y ella exponía en su mirada, en sus ojos, en su semblante; en su llorar de alegría que no podía necesitar, amar y respetar tanto a un ser vivo como a mí; su inspiración, su mejor amigo, su vida y su compañía; era yo perfecto, cierto que lo era para ella.
Todo en completa magnitud, placentero y benditos entre muchos hombres. Las pocas veces que enfermábamos, los cuidados y el amor se convertían en extremo abundantes. En el caso de ella, esas ocasiones no trabajaba y me dedicaba enteramente a cuidar su recuperación; hacía comida especial para mi hermosa Agatha, le traía las más hermosa y perfumantes rosas de la abadía, le cantaba para distraer su dolencia, y con todo ello no conforme con mi propio actuar; abría las ventanas que daban al mar, la cargaba en brazos y la acurrucaba cual niña para conciliar el sueño; hasta que dormía contemplando la magnificencia de la costa. Cuando hube estado enfermo, sus ropas cambiaban, de ser un vestido rosa casi siempre, a un vestido más corto y femenino, articulando que se ponía hermosa y provocativa la enfermedad cedería rápido, y por más tonto que pareciera me animaba mucho ver a mi mujer tratando inútilmente de ser más hermosa; era un ángel cuya esplendor no puede mejorarse. Me llevaba a la comida cerca, apagaba las velas y continuábamos mi recuperación en oscuridad como tanto me gustaba. Bailaba para mí y colocaba aún más perfume en su cuerpo, la sensualidad de ella entonces era rota y brotaba de ella un águila blanca, que poseía el don de curar y ser enormemente bella.
Casi por lo regular no recibíamos visitas más que los compradores, y siendo nuestra casa una difícil morada casi impenetrable a pie, todavía menos las visitas deseables o indeseables abundaban, a no ser de alguien perdido a caballo. No obstante recuerdo bien la noche, ella de las más frías que pude ver en toda mi vida, a eso de la media noche, la mano de hierro que pende de la puerta sonó con brutalidad, escuchase por toda la casa y me despertó a mí y a mi Agatha. Prendimos velas cuantas pudimos pero el viento aplacaba toda llama. Una lámpara de aceite entonces tomé y acompañado de mi hermosa, bajamos las amplias escaleras casi a oscuras, preguntándonos al tiempo quién sería tan desdichado que toca sin importar hora ni lugar, pero siendo esta reflexión bastarda, sabiendo el tan mal tiempo y las altas horas de la noche, bastante aceptable sería refugiarse incluso en aquella casa tan inalcanzable, y con ello en mente me detuve en la cocina, dejé a mi esposa con la lámpara y fui a oscuras en la ya no tan alejada puerta principal. Miré a través de una pequeña rendija, no alcanzaba a ver nada ya que la lluvia arreciaba, y el viento penetraba fuertemente en mi ojo. Un relámpago me cegó la vista y un instante después un trueno hizo temblar la mansión. Cuando la ceguera cedió volví a mirar pretendiendo abrir la puerta y allí estaba; una niña de unos 10 años máximo, con una capa negra solamente cubriéndola, desnuda al parecer, muriéndose de frio, y con sangre en la boca, en extremo delgada era. Al momento me sobresalté pero entre en razón rápidamente, quité los varios seguros que resguardaban mi casa y le grite con apremio a Agatha; trae agua caliente, o té, una pedazo de pan, una frazada, corre, corre mi amor. La niña se desplomo a mis pies, me asuste bastante pues pensé que había muerto. Al llegar Agatha casi se desmaya de la escena. Metimos a la criatura y ella la cubrió con sabanas después de haberla secado, yo no quería ver su desnudes. A la mañana siguiente luego de tantos cuidados despertó pasado el medio día. La pusimos en la habitación de visitas que nunca se uso antes. La niña era hermosa y fatalmente sola. No habló sino hasta que estuvimos ambos preguntándole sus razones para tal destierro, en lo aparente por supuesto, dijo con voz muy intrínseca, con una dificultad muy grande, como si algo le cortara las fuerzas para articular una minúscula sílaba; ¨Déjenme ir¨. Agatha y yo no atinamos que hacer al momento pero en contra de su voluntad, viendo su mal estado, la cuidaríamos hasta ver indicio de recuperación, mínima incluso. Era todo como ella nos contó muy difícil de entender, pero simple cuando se conoce que su familia murió relativamente poco, a unos 30 kilómetros de nuestra casa. Todos murieron, su padre, madre y hermano lenta y dolorosamente, y ella creyó que tendría el mismo fin pues en 6 meses su familia murió sin cura alguna y el pueblo al saber de esto y su posible enfermedad, la desterró; de ahí sus escazas ropas rotas por la intemperie, su tan mal estado de salud pero en cuanto nuestros cuidados fueron en progreso notamos que estaba completamente sana y que la sangre que encontré en su boca la vez que la aceptamos era de una caída al intentar penetrar en las murallas de mi casa, cayó y se abrió el labio. Permaneció unas semanas con nosotros y Agatha cuidaba mucho más que yo de ella, siendo ambas mujeres y no tan alejadas en edad. Nunca mencionó su nombre pero le llamábamos Sofie, el nombre que un brazalete en su mano izquierda tenía. ¡Oh cuan desdichado fui por amar a ese mujercita! Agatha se sintió al cabo de unas semanas muy encariñada con la niña y no preguntamos más acerca de su pasado, mitigando así su alma. Pasaron muchas semanas, tal vez 5 o 7, tal vez más pero Sofie permanecía y ya la estimábamos bastante, casi como a una hija propia. Señas de enfermedad nulas y su gratitud al igual que su habla no menguaban día con día. Su cara era blanca, pero con texturas africanas. Su pelo no era más blanco que su rostro y su cuerpo parecía el de una mujer no el de una niña y al lado de Agatha era hermanas muy amadas. Por supuesto que amé a esa niña, pasados 6 meses claro que sentí un gran afecto por ella.
El más funesto de nuestros días tuvo que llegar. Agatha y yo platicamos acerca de engrandecer nuestro amor por esa chiquilla y pensamos adoptarla. Llegó la noche y caminamos los tres a la playa. El invierno nos abrigaba y a esa linda noche, fría y solitaria nos ofrecimos ser los seres más amados de todo el mundo, inseparables, insuperables en gozo y alegría. Nos hincamos en la tierra y el viento nos soplo gélidamente. Miré a los ojos a mi esposa y a mi entonces hija, les tomé las manos a ambas, olí sus perfumes, sentí la calidez de sus almas, contemple su semblante benigno y fugaz, respiré su aliento, oí sus latidos, sentí su piel, saboreé su felicidad, abrasé a la pequeña y hermosa Sofie, volví mi mirada a mi esposa Agatha, tosió un poco debido al frío y la intemperie, humedecí mis labios para demostrarle una vez más como desde los 8 años, mi afecto y devoción con un beso, sentí la piel tersa y tierna de sus labios y la besé. Al momento un sabor metálico se dejó sentir en mi boca. Agatha escupió sangre poco después al toser con violencia y palideció entonces. Regresamos a la casa. La poca atención que tuve con Sofie y los muchos cuidados que Agatha mi esposa tuvo con ella, firmaron sentencia a nuestras vidas.
Al día siguiente Agatha estuvo en cama con mucha tos y sangre en el esputo. Todo el día velé por ella y me afligí en sobremanera. Nada supe de Sofie durante ese día hasta la noche cuando otra llamada tan inusual como la de mi hija tocó mi puerta, dejé un segundo a mi esposa que dormía, bajé presuroso pero con cautela. En la puerta encontré a un casi anciano, le pregunté desde dentro que quería, contestó que buscaba a una niña que llevaba meses perdida y que era muy necesario verla. Le comenté que había adoptado a una niña con tales y cuales señas particulares, a lo que él respondió;- ¨señor, ¿es usted está consciente de que tiene a la misma muerte en su casa?¨ Me extrañó mucho aquellas palabras y lo dejé pasar. Sin perder tiempo preguntó donde dormía la niña, le conduje rápido a la habitación y el horror me invadió como nunca lo hizo antes. Es imposible expresar el desvanecimiento en que cayó mi alma, no me convenzo yo mismo de cómo no inquirí más cuidado y atención a Sofie, y a que Agatha haría lo que fuera por permanecer con está dulce criatura que estaba sola en el mundo. Al entrar a la habitación encontré una carta llena de sangre que decía casi ilegiblemente;
¨Lo siento desde lo profundo de mi alma. La señorita Agatha no tiene culpa en esto y cargo con la responsabilidad de mis actos. La desgracia de vivir sola y angustiada de por vida, muriendo en las peores condiciones me hizo callar y cuando hube hablado, Agatha mi madre, me tomó en sus manos y me abrazó con solemne asombro. Ella guardó mis incontables paños con sangre, limpiaba mi cuerpo y me bañaba. Intentaba darme de comer en exceso para combatir mi flaqueza, y con sus maquillajes aparentaba salud a mi desequilibrado cuerpo.
Nunca encontraré más amor que el que ustedes me brindaron. No me atrevo a verlo a la cara señor Fénix, sin embargo le amo como a padre. Eterno será mi gozo e igual mi agradecimiento. Infinita es mi disculpa. Sé que siempre estuve enferma y ahora es muy tarde, no hay cura ni remedio y por causa de sus tantos cuidados conmigo, mi madre Agatha enfermó.
Hoy me ha tocado morir. Grande es mi dolor tanto físico como espiritual y una última palabra tengo por decirle padre mío; su esposa, mi madre, es la mujer más bondadosa y feliz en la faz de la tierra, más ahora tiene mi mismo destino. La plaga blanca es sobre nosotras…¨
Sofie yacía muerta en el balcón de su habitación, totalmente pálida, con mucho maquillaje en su rostro, muy delgada, con sangre en sus vestidos y guardando entre sus manos, bajando por fuera de la mansión, un enorme paño con sangre que terminaba dos pisos abajo, con el nombre de Agatha M. F. bordado.

1 Comentarios

Increíble

17/06/13 12:06

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