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El Valle de Los Conejos 01 de agosto de 2012
por yacko79
¡Yacko! ¡Yacko!, me gritaba apurada Elbita desde la calle. Yo hacía mi tarea, pero ya la esperaba, sin embargo, siempre era emocionante el llamado del deber. Cerré mi cuaderno de matemáticas, pegué un brinco desde la cama hacia la ventana y le hice una seña de que ya iba. Antes de que lleguen mis papás terminaré la tarea, pensé al tiempo en que bajaba por las escaleras para dirigirme al baño y arreglarme el pelo un poco como el chavo de la película que me llevó a ver mi papá. Mi hermano Bernardo estaba impaciente porque me fuera, me decía que ya no la hiciera esperar, pero él no sospechaba que yo sabía, qué apenas pusiera un pie afuera, le llamaría a su novia para darse sus besos mientras ven la tele.
Salí al jardín, agarré mi Benotto roja de carreras de cinco velocidades, la cadena recién engrasada y saludé a Elbita chocando las palmas y luego deslizar nuestras manos hacia los dedos y hacer un chasquido. La tarde soleada, era mi hora favorita: las cinco de la tarde.
Elbita y yo dábamos paseos por todo Ojo de Agua en busca de incendios que apagar en los lotes baldíos. La gente no se ponía a pensar que era muy peligroso prender fuego al pasto seco cuando hay casas muy cerca. Ella siempre colgaba en su manubrio una cubeta que le ayudaba a acarrear tierra para apagar el fuego. A mi no me hacía falta algún instrumento, sólo usaba mis manos para lo de la tierra y mis pies para apagar llamas pequeñas. Las suelas de mis zapatos eran de goma resistente y rechinaban cuando los tallaba contra el suelo liso. Los de Elbita también eran de goma, pero ella utilizaba tácticas diferentes a las mías. A veces trataba de protegerla para que no saliera lastimada, pero ella no tenía miedo. Cuando localizábamos un incendio, ella se bajaba rapidísimo de la bici todavía en marcha, tomaba de inmediato su cubeta y cuando estaba por internarme en el lote, ella ya había echado un cubetazo de tierra, después yo hacía lo mío. Siempre trataba de quedar bien frente a ella y a veces pensaba que ella también quería lucirse conmigo. Las cosas habían cambiado, años atrás teníamos siete y queríamos ser hermanos, en ese momento estábamos por cumplir once y tenía muchas ganas de saludarla de beso como mis hermanos a sus amigas, pero me daba mucha vergüenza pedírselo.
Esa tarde no encontramos incendios.
Pasamos a la tienda del viejito a comprarnos un Orange Crush, nos sentamos en la banqueta a la sombra de un árbol de nísperos que en invierno se poblaba de color amarillo. De poco en poco el fruto comenzaba a asomarse de la flores de las hojas, pero aún estaba verde. Noté que Elbita se comportó de manera extraña esa tarde porque no habló mucho ni se aferró a buscar a como diera lugar un incendio, algo inusual en ella. -Vamos al Valle de los Conejos-, me dijo mientras me pasaba la botella. –Sí, deja terminármelo-. Bebí el resto del refresco, me paré y fui a regresar el envase. No tardé ni medio minuto en volver cuando ella ya se había puesto en marcha. Subí a mi bici, la puse en tercera y pedaleé fuerte, pero en cuanto me emparejaba, ella pedaleaba con más fuerza. Algo le sucedía, de inmediato sentí que no era un juego. Así nos fuimos por varias calles hasta llegar al camino de terracería que conducía al Valle de los Conejos. Elbita dejaba tras su paso una nube de polvo. --¡Oye, me estás llenando de tierra!-, le dije, pero ella estaba aferrada y no dejaba de hacer girar la cadena con fuerza.
En cuanto llegamos, Elbita aventó la bici sobre el pasto y subió sobre el tronco grande del ahuehuete caído, seco y duro como una piedra. Me bajé de la bici, desde abajo alcancé a ver sus lágrimas. La había visto llorar antes, solo que ahora no encontraba ningún raspón en las rodillas y cuando su hermano le hacía una broma pesada no le gustaba salir de su casa hasta que dejara de llorar. No encontraba otra razón a la vista, algo le dolía y yo era incapaz de deducir de que se trataba.
Subí al tronco y me senté junto a ella. Elbita tenía encogidas las rodillas hacia su rostro que escondía con sus brazos. El cielo era naranja con algunas nubes violetas que rondaban el semicírculo del sol rojo que parecía gigantesco en comparación del que se veía a medio día. Todo estaba quieto, las hojas de los demás árboles que rodeaban el verde valle no se inmutaban en lo mínimo, el viento se había olvidado de este lugar apartado dejándonos en completo silencio. Mi pensamiento no encontraba palabras que dictarle a mi boca y mi garganta la sentía cansada como si hubiera hablado mucho, pero sólo carraspeaba por el polvo que ingerí en la persecución. Sin más, puse mi mano sobre su espalda y comencé a sobarla. Elbita rompió el silencio, ahora sollozaba. Mi piel se erizó, la tierra que había tragado se había hecho lodo y sentía que bajaba a mi estomago acompañado de una sensación que nunca había sentido en mi vida. Era como tener veinte Miguelitos y siete Pulparindos en proceso de digestión, pero no sentía agruras ni me dolía el estomago, era como si a lo agridulce fuera posible quitarle lo agrio. Ese bienestar me confundía, Elbita lloraba, no era justo que me sintiera bien, pero era un sentimiento ineludible que me había invadido y tomado control de un momento a otro. Ante tal cosa estaba completamente desarmado, y a merced completa de las lágrimas de Ella. Entonces ella recargó su cabeza en mi pecho y me abrazó:
- Oye, Yacko, ¿has visto un conejo por aquí?
- No, nunca.
- ¿Entonces por qué se llama el Valle de los Conejos?
- Una vez mi papá me dijo que ya los cazaron a todos.
- ¿Te acuerdas que queríamos construir una casa en el árbol de allá?
- Pues todavía tengo los tablones…
Elbita volteó a verme, -mañana nos vamos de Ojo de Agua. El camión de la mudanza llega a las ocho-. Lo agrio se comió a lo dulce del momento. -A esa hora voy a estar en la escuela- le dije tragándome el tono de súplica para no quedar mal. Elbita me explicó que le ofrecieron un buen puesto a su papá en Guadalajara, que ella no quería irse.
Nos quedamos abrazados, contemplamos el Valle de los Conejos por última vez juntos. El viento seguía sin soplar, el silencio se mantenía firme, el sol estaba de poco en poco hundiéndose en el horizonte traspasando con sus rayos a las nubes ligeras que lo rodeaban y que parecían escoltar su partida. Esa tarde descubrí un sentimiento que había estado oculto para mí: la nostalgia.

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