Pintaba cuadros con la imagen de una muchacha que desconocía, que nunca soñó, que buscó donde y en cuanto pudo hacerlo y no encontró. Algunas veces decía que el no saber quien era lo atormentaba, y en otras, disfrutaba de ese misterio.
Vino un día de su adolescencia, en un pensamiento que hablaba de los amores eternos. Y no se fue más.
Apeló la ayuda de todas las artes y creencias, se hundió en mensajes del pasado, en castigos del universo, en caprichos de la mente, en llantos de la desesperación. Todo lo que pudiera explicar.
Preguntó a la gente, nadie la vió ni siquiera alguien parecida de parecidos y semejantes a un tal vez. Así como apareció un día, la dibujó, y la pintó, en cientos de cuadros y en papeles que se perderían en rincones inmundos de desolación. Murió pobre y abandonado, con la pena de no saber si existía.
Casi 100 años después, una muchacha se vería en un museo y juraría que era su retrato, sus amigas lo confirmaron. Ese hallazgo la dejó pasmada. La curiosidad pudo más y averiguó todo lo que pudo de esas pinturas, descubriendo que había cientos de otras dispersas por el mundo. Pero, esa fue la menor de sus sorpresas. La firma al pie de cada una de esas obras, la llevaron a una biografía de un pobre tipo que pasó a la galería de los grandes pintores tras su muerte. Y entre tantas letras, una imagen, una sola, suficiente para encontrar en ella, al que la enamoraba por las noches en cada uno de sus sueños.
Más tarde, el destino dijo en su defensa, que fue solo un error de cálculo.
