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DÍa de Difuntos

La daga infausta se muestra en noviembre: una cosa gris que aparece y desaparece a lo largo de las existencias que conmueven al hombre que está y al niño que ha de venir. Un soplo escueto que nos anima a vivir intensamente, que nos dice que la vida real está en los otros, no en nosotros mismos. Gris es el color de la confusión, el undécimo mes del año también es gris, junto con la lluvia, los velones colocados de manera cordial, las nubes indelebles y el viaje hacia el más allá de lo establecido. Stefan Zweig, escritor austriaco, nos dice sobre la levedad del ser: “No basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre”. Quizás uno de los mayores problemas presentes la aceptación de la muerte, quiero decir, el estado materialista en el cual vivimos nos ha hecho pensar que el fallecimiento no es más ni menos que una fantasía: nos intentan vender hipotecas a 50 años vista, nos marean con ilusiones ópticas inexistentes, somos absorbidos por un ambiente irreal que únicamente nos hace pensar en el “yo” interior, sin tener en cuenta a nuestros semejantes, personas que son, al fin y al cabo, las que le dan sentido a nuestros movimientos vitales, a nuestros actos. El día de difuntos nos hace recordar que somos poco más que polvo y sobras, que estamos de paso, que la vida es un viaje maravilloso e incomparable pero, asimismo, un viaje que posee fecha de caducidad. El gran Miguel Delibes también dejaba caer algo de esto cuando nos indicaba: “Al palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales”. Y banalidad es lo que sobra en estos tiempos de pan agrio, egocentrismo sádico y viajes hacia ninguna parte. Considero que el ser humano noble y medianamente sabio es sabedor de que todo es y que, de repente, como por arte de magia, nada es; y aquello que veíamos importante y realmente básico se convierte enseguida en la nada más absoluta y oscura. La ley de la vida es la ley de la muerte, y viceversa. No deberíamos olvidar que caminamos en mortalidad hacia lugares remotos, hacia un féretro indiferente, hacia la apariencia o, tal vez, hacia el “todo” que le da verdaderamente sentido a la existencia que comienza siendo quejido y termina siendo espiración imborrable.
Alexandervortice31 de octubre de 2011

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