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Morir a Medias

Todos los días muero a medias por motivos de indignación, malversación de sentimientos y radicalización de antipatías. En cierta ocasión fallecí enteramente: primero el cigarro cayó mansamente de entre mis dedos, luego mis ojos rotaron sobre sí mismos y enseguida mi corazón dejó de palpitar patochadas terrenales. Al instante escuché un griterío satisfecho que entonaba la canción “ya era hora, idiota”. No recuerdo hacer visto en el más allá ninguna luz encandiladora, ni vírgenes con senos sobresalientes, tampoco noté que mi cuerpo pesase menos, ni me vinieron a buscar media docena de querubines para guiarme por el sendero de la plácida perpetuidad. Fallecí como si tal cosa, sin encanto ni suspicacias, con frío en los dedos de los pies y humedades de ultratumba en la entrepierna. La palmé sin venir a cuento, con el estómago vacío y la garganta irritada, hasta que la voz de mi madre me reavivó indicando, “a cenar, que ya son horas”. Sospecho que las palabras turbulentas de una madre son mucho más contundentes que las manos metódicas de dos médicos y cinco enfermeras dejándose la piel en resurgir mi cuerpo, gritando, de paso, “¡por Dios, qué lo perdemos!”. Y desde que fallecí reconozco que muero todos los días un poquito, como si algo del otro lado me hubiera traído conmigo a este mundo de canela sin sabor específico y disimulos poco o nada encubiertos. Pudiera decirse que desde entonces las canas asedian mi cabello y los huesos de mi cuerpo se van debilitando a destiempo, sobre todo cuando me arriesgo a comprender las informaciones que salen de aquí y allá, esas que aseguran que la cosa está mal, o muy mal, o mucho peor de lo que nos imaginamos, ya que la honestidad se ha convertido en una muletilla incómoda, junto con la sinceridad, el trabajo bien hecho y las ansias de convertir este mundo en un lugar mejor. “La muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir”, decía César González-Ruano. Esto viene siendo lo que observo desde que retorné a la vida: que las personas han perdido la sana práctica de vivir, aunque aseguren que están vivas, han perdido el ansia de existir y de ser ellas mismas, algo que sucede desde que no sabemos distinguir entre el “ser” y el “tener”. Una pena, la mayor de las penas creíbles: nacer sin ser conscientes de que la vida es un regalo bilateral; vivir utilizando perfidias, bombas de fingimiento macizo y cuchilladas fortificadas gracias al egocentrismo, la vanagloria y el asesinato de la ingenuidad que ayer nos permitía ser libres.

Alexandervortice12 de junio de 2012

1 Comentarios

  • Danae

    Me ha gustado mucho leer tu texto, formalmente denso, pero de lectura fluída. Esa frase de C. González-Ruano encierra toda una filosofía de muerte en vida. Y "el asesinato de la ingenuidad" que, entre otras cosas, "ayer nos permitía ser libres", me ha llegado.
    Un gran abrazo.

    12/06/12 07:06

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