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PropÓsito de Enmienda


Hace al menos un lustro que no me impongo nada obsesivo al inicio de cada año, más que nada porque sé hasta qué punto llega mi estoicismo, y porque las promesas que me pueda hacer a mí mismo valen tanto como el ofrecimiento que nos hace el diablo 59 segundos antes de morir. Cabe decir que yo soy más de prometer con la boca pequeña y la mano abierta, a oscuras, mascando chicle, incluso semidesnudo y quitándome la pelusilla del ombligo, y a muy contadas personas, sólo a individuos que considero aptos para recibir una cosa tan donairosa (prometemos según nuestras esperanzas y cumplimos según nuestros temores). Ahora únicamente gusto de llevar a cabo un propósito de enmienda el primer viernes del mes de enero: como cristiano heterodoxo desafilo mis uñas, rumio varios mantras positivos, engancho una estampita de San Judas Tadeo, coloco mi ego en la báscula de los pecados cometidos con cierto dulzor y reúso volver a hacer el mal. Lo malo es cuando mi cabeza se tiñe de realidad y me muestra los caretos harapientos de ciertos individuos a los que, según mi fe, debería amar, y eso me puede, oiga, se me agrieta el ánimo sólo de pensar en ello (mi consideración hacia mis contrarios no puedo ni debo narrarla en este artículo, ya que a más de un lector le daría un ictus a causa del cúmulo de palabras groseras que pudiera utilizar, a continuación el bueno de Anxo Lourido me preguntaría: “Vórtice, ¿qué te está pasando? ¿Ya ha cambiado el ciclo de la luna?”, y luego tendría que disculparme ante el alud de maldiciones recibidas, disculparme, acaso, en la plaza mayor del pueblo, acompañado por el gruñido de un garrote vil, y esto sería muy costoso para mí, ya que a un enemigo se le puede prestar dinero falsificado o llevarle flores a su nicho séptico, pero jamás chocarle las cinco, pedirle perdón en público, comprar su último libro y decirle a qué hora exacta regresas a casa los domingos). Aunque yo a mis enemigos –lo confieso- sí que les tengo algo de apego, el mismo que se le tiene a un niño tonto que no sabe hacer la “o” con un canuto, y porque triste cosa es no tener amigos, pero más triste ha de ser no tener enemigos porque quién no tenga enemigos señal es de que no tiene talento que haga sombra, ni carácter que impresione, ni valor temido, ni honra de la que se murmure, ni bienes que se le codicien, ni cosa alguna que se le envidie. Pasan los años y yo mantengo mi propósito de enmienda, continúo creyendo que haciendo esto amaestro el ardor de mis entrañas, entrañas casi siempre roídas por el impulso barriobajero de la sociedad en la que malamente perduramos, puesto que es necesario que de vez en cuando el ser humano agarre de modo crítico su conciencia, se desconecte del mundo y se adentre con cautela en su interior, allí donde habita la verdad sobre uno mismo, donde se avasalla año tras año nuestras ganas de soñar y mejorar, ya que el universo es muy largo y ancha es Castilla.
Alexandervortice04 de enero de 2013

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