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Decisiones 39

Por fin llegó el temido día de las elecciones municipales. Laura se presentó en el colegio electoral a primera hora de la mañana. La noche anterior apenas había dormido con el enfado y la preocupación, a partes iguales. Tenía pánico a meter la patay equivocarse en algo. Elegir la ropa que llevaría al día siguiente la tuvo entretenida casi una hora. Como si fuese una quinceañera y no una mujer a punto de entrar en los setenta años, sacó medio armario y estuvo probando combinaciones varias hasta quedar medianamente, solo medianamente satisfecha. Al final se decidió por un traje sastre gris perla. Pero como le gustaba mucho el colorido y en el fondo lo que ella adoraba era llamar un poco la atención, decidió llevar debajo de la chaqueta una blusa rosa encendido que se ajustaba en el cuello con una lazada. Zapatos negros de tacón y bolso negro. Antes de salir se miró en el espejo. Tenía todo el aspecto de una respetable presidenta de mesa. Para imprimir más carácter y también porque las necesitaba, se puso las gafas de lejos. Las de color coral, claro; tenía que ir a tono con la blusa. En uno de los cajones de su tocador guardaba al menos cinco pares de gafas: negras, coral, rojas, azules, verdes…¿Por qué había de renunciar al placer de vestirse bien y combinar los colores del modo que a ella le parecía más armónico solo por cumplir años?
A pesar de todos sus miedos la mañana transcurrió con total normalidad, con bastante afluencia de gente. Por la tarde, hacia las cinco, todavía había más gente que acudía a depositar su voto, pero a partir de las seis la concurrencia empezó a ser menor. A las siete y media se acercó a votar Silverio González, que había sido alumno suyo cuando era apenas un mocoso y que ahora, además de ginecólogo de bastante renombre, también se presentaba a alcalde, según se había enterado Laura; y era imposible no hacerlo porque su cara empapelaba todo el pueblo. La saludó muy efusivamente e incluso un corresponsal del periodicucho local les hizo una foto mientras Silverio votaba y le daba un cariñoso beso en la mejilla. Laura puso cara de póker. No le gustaban esas pamplinas, pero allí no tenía escapatoria.
Después de hacer el recuento, al que también asistió Silverio, éste se ofreció a acompañarla a casa. Laura al principio se negó, pero ante la insistencia y por pereza de seguir discutiendo, se avino, aunque le impuso como condición ir caminando. Hacía una noche espléndida y ella necesitaba estirar las piernas.
Al salir del edificio Laura le miró con disimulo. Debía de tener unos cuarenta y cinco años, si la memoria no le fallaba. Se conservaba bien. Se mantenía delgado y no estaba calvo, como la mayoría de los hombres de su edad. Poblado de canas, eso sí, y también la barba; pero le daba mayor empaque. Y pensar que le había enseñado a leer y a escribir.
-No sabe usted lo que me alegra verla, seño.
-Hazme el favor, Silverio, que ya tenemos una edad los dos. No me llames de esa manera.
Él sonrió, con la misma sonrisa que ella recordaba cuando tenía siete años; pero ahora con todos los dientes, y apostaba algo a que blanqueados artificialmente.
-Para mí siempre será la seño. Y usted, ¿no se alegra de verme?
-Preferiría haberte visto en otras circunstancias. Menos mal que no has ganado. ¿Cómo se te ocurre meterte en política? ¿No tienes bastante con tu consulta y tus pacientes? ¿Te eduqué yo para ser un mentiroso y un zascandil?
-Vaya idea tiene usted de los políticos.
-Mejor de la que ellos se merecen. Una panda de ineptos y de cabrones, eso es lo que son.
Silverio estalló en una franca carcajada y pensó para sí que aquella mujer no había cambiado con los años, a no ser para hacerse todavía mucho más sincera y provocadora de lo que siempre había sido. La tuvo como profesora desde los cinco a los once años, y a ella le debía gran parte del hombre que era en la actualidad. Había aprendido muchas cosas a su lado y le estaba agradecido, a pesar de que le metiese en el mismo cesto que a todos los politicastros inútiles, como ella decía.
Cuando estaban llegando ya a la calle de Laura, ella se detuvo en la esquina y le pidió que le reservase una cita médica lo antes posible.
-Puede venir mañana a las seis de la tarde, si quiere-le confirmó después de consultar la agenda en el móvil. Pero la verdad es que me extraña que me requiera como médico. Usted nunca ha sido paciente mía.
-No es para mí, sino para una pariente. Yo ni muerta iría a tu consulta a espatarrarme delante de ti. Todavía me queda algo de vergüenza. No te olvides, jovencito-dijo, dándole un pequeño golpe en el brazo-que te he limpiado muchas veces los mocos, y creo que hasta un día que te measte en clase tuve que ponerte una muda limpia y verte como Dios te trajo al mundo. Todavía quedan clases. Y ahora que me has defraudado poniendo tu cara en cada esquina, como las putas, menos ganas tengo de ir. Pero bueno, sé que eres un buen ginecólogo y podrás ayudar a mi sobrina.
Silverio no se asombró del discurso que le había soltado; era más o menos lo que esperaba.
-No sabía que tuviese usted una sobrina.
-Sí-asintió Laura, muy seria. Sobrina nieta en realidad. De Matalascañas.
Y abrió la cancela del jardín, muy satisfecha consigo mismo. Cuando mentía, lo hacía a conciencia. Y echaba a volar la imaginación. Lo que no sabía era por qué se le había ocurrido ese lugar, cuando no tenía ni la más remota idea de dónde quedaba. Pero era un nombre sonoro y bonito.
Beth09 de noviembre de 2015

2 Comentarios

  • Sandor

    Beth...mucho me he reído con este texto y es que lo de Matalascañas me trae recuerdos de cuando hice el Servicio Militar en Sevilla y Matalascañas era la playa a dónde se dirigian todos los sevillanos...era un espanto!..
    Mil besos
    Carlos

    10/11/15 12:11

  • Beth

    Ya ves Carlos que Laura es genio y figura...Un beso

    10/11/15 11:11

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