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Mientras Llega MaÑana 13

No sabía que contestarle, aunque lo más sencillo, como siempre, era decir la verdad. Pero temía no estar preparada. Me daba miedo su reacción, cómo me vería luego y de qué manera nos seguiríamos relacionando en el futuro. Pero como al fin y al cabo Diego se lo contaría si yo no lo hacía, decidí contarlo yo.
-Si me sirves otro café creo que encontraré fuerzas para contártelo.
Asintió, y se levantó a servirme otra taza de café con leche.
-No me he caído, te mentí. Cuando me abrazaste al llegar me dolió porque me han operado hace unos diez días, y estoy dolorida todavía. Por eso no puedo conducir, ni levantar pesos o hacer esfuerzos. Me han sacado un pecho y unos cuantos ganglios de la axila. Tengo cáncer. Bueno, según mi hermano, tengo que hablar ya en pasado; tenía cáncer; porque se supone que ya no está. Ahora queda que se cure la zona y empezar con quimioterapia.
Me quedé callada, esperando su reacción; espiando si cambiaba la expresión de su cara o si me miraba de manera distinta. Pero no vi nada de eso. Simplemente me cogió la mano y la tuvo un momento entre las suyas.
-¿Qué te puedo decir? Lo primero que se me ocurre es darte las gracias por la confianza de contármelo, y que estoy aquí para lo que necesites, para cualquier tipo de ayuda. Aunque en la cocina ya sabes que soy un desastre. Pero si me dices cómo, haré las cosas que requieran un esfuerzo.
Me eché a reír. Por lo menos estábamos hablando normalmente; no veía en sus ojos pena ni rechazo. Me hablaba igual que antes.
-Te usaré para dar la vuelta a las tortillas, por ejemplo; porque yo de momento no puedo. Y no me des las gracias por decírtelo; en realidad Diego me obligó. Me amenazó con contártelo si yo no lo hacía, porque le parecía arriesgado que si compartimos casa tú no supieses lo que me pasa. Por si me pongo mal, para avisarle. Pero eso no te convierte en mi niñera; y lo entenderé si quieres deshacer el trato de compartir la vivienda. En cierto modo te engañé cuando llegué aquí. Quizá debí contarte lo que me pasaba.
-Pero es que no cambia las cosas el que tú hayas tenido cáncer y ahora te estés recuperando. Yo no te veo de manera distinta ni creo que tenga que tratarte de forma diferente, excepto para ayudarte en lo que necesites. Por ejemplo, me ofrezco a llevarte a las sesiones de quimioterapia.
-No quiero ser un incordio. No se todavía con qué frecuencia serán, y tú tienes tu trabajo.
-Si, pero no tengo horarios. Escribo cuando me da la gana; a las seis de la mañana, a las cinco de la tarde, ¿Qué más da? El ofrecimiento es de verdad, ya te he dicho que no hago las cosas para quedar bien.
-Gracias entonces, lo tendré en cuenta. Diego tendrá que decirme cuando empiezo.
-Es médico, por lo que entiendo.
-Si, es uno de los mejores oncólogos de España, para mi fortuna.
-Os queréis mucho, ¿no?
-Si, a pesar de que somos hermanos desde hace poco tiempo, es una de las personas más importantes de mi vida.
Estaba recogiendo la mesa, y se volvió hacia mí, mirándome con los ojos como platos.
-¿Hermanos desde hace poco? Sois un poco raros en tu familia, ¿no?
Cuando me di cuenta de lo que había dicho estallé en carcajadas, y él me miró como si estuviese loca. Me gustaba hablar con este hombre, me hacía reír y sobre todo, con él no estaba pensando continuamente en mi enfermedad.



-Si, debes de pensar que estoy como una cabra. Somos hermanos desde siempre, como es lógico. Lo que pasa es que nos hemos enterado hace poco tiempo.
-¿Hermanos separados al nacer, o algo así?
-Peor. A mi me crió un hombre al que adoraba y llamaba papá, pero cuando se murió descubrí que no podía ser mi padre. Se había quedado paralizado antes de que yo naciese. Mi madre nunca quiso decirme quien me había engendrado, se llevó el secreto a la tumba. Y Diego llegó a esta casa hace poco más de un año, contándome que éramos hermanos. Su padre, nuestro padre, había muerto poco antes y le había dicho la verdad, además de pedirle que me buscase. El lo hizo, y ya ves, aquí estamos.
Daniel se había quedado callado, supongo que asombrado. Reconozco que no es una historia al uso, aunque a mí ya me parecía de lo más normal.
-¿Y os aceptasteis mutuamente enseguida?
-Si, puede decirse que si. Por supuesto, le agradecí que tuviese la valentía de venir a buscarme y contarme la verdad. No tenía por qué hacerlo.
-Depende como lo mires. Había empeñado su palabra con vuestro padre.
-Pero es que además-continué- venía para entregarme una parte de la herencia que nuestro padre le había pedido que me diese. No es que me ciegue el cariño, pero es un hombre muy especial.
-Si, debe de serlo. La verdad es que os parecéis mucho físicamente. Viéndoos juntos, se nota que sois hermanos.
No me pareció raro que lo hubiese notado, porque era verdad.
-Si, cuando era pequeña me preguntaba porque no me parecía a mi padre y casi nada a mi madre, pero claro, nunca sospeché que me hubiesen engañado.
No me dejó recoger la mesa, lo hizo él; y yo aproveché para acostarme un rato. La herida me dolía cada vez menos, pero seguía estando muy cansada. Me daba la sensación de que las piernas y los brazos me pesaban una tonelada. Arrebujada entre las mantas, mientras oía la lluvia que golpeaba mansamente en los cristales, me sentía arropada y protegida como dentro del claustro materno. Era agradable, por un momento, dejar de pensar en los problemas, en la vida, en la muerte, en todo. Simplemente vaciar la mente, dejar el cuerpo flotando y evadirse. Recordé una frase de mi abuela, “cada puente hay que cruzarlo al llegar a él”, y pensé que tenía, como siempre, mucha razón. Mañana le escribiría a mi hija un correo contándole todo lo referente a mi enfermedad. No quería secretos entre nosotras; al menos por mi parte haría todo lo posible para tener una buena relación. No deseaba que acabásemos pareciéndonos a mi madre y a mí, que sólo al final, cuando ya quedaba poco tiempo, nos reconciliamos. Sólo me quedaban Ursula y Diego; ellos eran mi familia. No se por qué motivo, me acordé de Daniel; pero al instante deseché el pensamiento. Era solo alguien que estaba temporalmente, y de manera accidental, cerca de mí. No debería dejar volar mi imaginación. Las atenciones que tenía conmigo se debían tan solo a la pura cortesía y esperaba que no le moviese también la pena, porque nunca me gustó que la gente me mirase con lástima.

Al día siguiente, domingo, me levanté temprano porque ahora hacer las cosas cotidianas me llevaba más tiempo. Sólo ducharme y vestirme seguían siendo una pequeña hazaña; todavía no podía moverme con soltura, y me encontraba extrañamente cansada y débil. Hacía mucho frío, pero después de desayunar decidí ir a la misa que cada domingo se celebraba en el monasterio. No necesitaba conducir, era un paseo corto que pensé que me vendría bien. La iglesia del monasterio me había encantado desde que era pequeña; me traía buenos recuerdos, de los veranos pasados con mis abuelos; y también malos, porque allí se celebraron los funerales de toda mi familia: mis abuelos, mi padre, o al que yo quise como tal, y mi madre. El cura ya no era el mismo; este era un muchacho joven, como de unos treinta años, de apariencia simpática, y que al acabar la misa, se acercó a saludarme. Supongo que no sería normal, al menos en invierno, que acudiesen forasteros.
Todavía no sentía deseos de volver a casa y a través de la puerta de la iglesia que comunicaba con el monasterio entré en aquel lugar donde hacía tantos años ya que no había estado. Comprobé, con pena, que todo seguía en el mismo ruinoso estado que yo recordaba. La fuente del patio más grande estaba llena de maleza; las hermosas piedras de los muros llenas de musgo y verdín. Recorrí todas las dependencias que recordaba de mis correrías infantiles, hasta llegar, en la segunda planta, a una de las celdas de los monjes. Era mi lugar preferido. Al lado de la pequeña ventana había un alfeizar en donde solía sentarme, cuando era niña, para ver las montañas, a lo lejos. Aquel era mi escondite secreto y muchas tardes de verano, cuando mi abuela me daba el trozo de pan con chocolate de la merienda, me escondía en este lugar y pasaba mucho tiempo allí, sentada, mirando las montañas o viendo como el cielo iba cambiando de color a medida que el sol se iba. Algunas veces llegaba a casa demasiado tarde, y entonces mi abuela no dudaba en darme una colleja o castigarme sin cenar. De la colleja nadie podía librarme, pero sin cenar nunca me quedé, porque mi abuelo me subía algo a la cama, a escondidas.
El paisaje seguía siendo el mismo. En este lugar las cosas no cambiaban, o lo hacían a un ritmo tan lento que apenas se apreciaba. Volví a sentarme donde lo había hecho tantas veces y sentí nostalgia de aquellos tiempos de la niñez en donde las cosas parecían tan sencillas. Siempre había alguien en quien descargar las penas o los problemas; una mano que prodigaba caricias o palabras de ánimo. Ahora me pesaba la soledad. Mi hija era ya una mujer, tenía su vida, su mundo, y no quería agobiarla con sus problemas. Mi hermano, aunque me había dado más que nadie de mi familia, no se merecía que le agobiase con mis miedos; ya estaba haciendo todo lo que podía y más. Arturo ni siquiera me había llamado por teléfono. Se había limitado a mandarme un mail hacía un par de días, preguntando como había ido la operación y anunciando que por correo me llegarían papeles sobre el divorcio que tenía que firmar. Ni siquiera me molesté en contestarle. Ya no formaba parte de mi vida, y si en algún momento pensé que podríamos ser amigos, ahora sabía que eso era imposible. Carlos y Elia si me llamaron, prácticamente todos los días.
Cuando ya me iba a marchar oí pasos en las escaleras de piedra, y me asusté. Aunque era un lugar tranquilo me encontraba completamente sola, y me preocupaba quien pudiese estar subiendo.
Me levanté y me acerqué a la entrada, y casi tropiezo con el intruso. Sentí alivio cuando me di de narices con un barbudo pelirrojo, que me sujetó por los hombros para que no fuese a parar al suelo.
-Menudo susto me has dado-le reproché.
-¿Y tú me hablas de susto? Te he estado llamando al móvil mil veces. Estaba como loco buscándote. ¿Por qué no me has avisado de que salías?
Me enfadó un poco escuchar sus protestas. Se me dio por preguntarme si antes de conocer mi enfermedad estaría igual de preocupado.
-El móvil se me quedó en casa; de todos modos en la iglesia tendría que desconectarlo. Pero no veo el porqué de tanta preocupación.
-¿Te parece suficiente ver tu coche en el garaje y saber que no hay nadie en varios kilómetros a la redonda?
Moví la mano, quitándole importancia.
-No seas exagerado. Este es el lugar más tranquilo del mundo. Nadie me haría daño. Además, ¿acaso eres mi guardaespaldas?
Se encogió de hombros, algo confuso.
-Claro que no. Pero me preocupé, eso es todo. Además, es que quería verte simplemente para invitarte a comer.
-¿A mi?
-¿Ves a alguien más a quien pueda invitar? Abajo en la iglesia hay dos caballeros yacentes que supongo que estarán enterrados allí, pero no creo que sean una compañía muy divertida.
Me eché a reír.
-Lo que quiero decir es que no deseo que te sientas obligado a invitarme.
-Ya te dije una vez, Elena, que no soy un hipócrita social. No suelo hacer las cosas por quedar bien. Si te invito es porque me apetece. Ahora, si quieres, al salir, presentarme a esos caballeros.
-Si, con mucho gusto lo haré.
Fuimos bajando y cuando llegamos a la iglesia nos paramos un rato a mirar las estatuas yacentes.
-Son Nuño Freire de Andrade y su hijo Pedro. Los dos de la familia de los condes de Andrade, que eran los señores de Pontedeume. Este monasterio estaba bajo su protección y por eso pidieron ser enterrados aquí, en el altar. Era el privilegio que les correspondía por ser condes.
-¿Y qué hacías allá arriba, con el frío que hace?
-Hacía muchos años que no estaba aquí. Pero el lugar donde me encontraste era mi escondite secreto cuando era pequeña. Me pasé aquí muchas tardes de verano, comiendo manzanas, leyendo algún libro o simplemente mirando hacia la montaña e imaginándome historias fantásticas.
-¿No había niños con quien jugar?
-Si, algunas veces jugaba con los niños de los alrededores. Solíamos coger ranas en las charcas o bañarnos en el río. Pero como en aquel entonces yo era hija única, también me gustaba estar sola de vez en cuando. Es algo que todavía sigo necesitando.
-Ya me he dado cuenta-dijo entre dientes.
Fingí que no le había oído y dimos juntos el corto paseo hasta la casa. Era consciente de que estaba adaptando su paso al mío, más lento. No quise reconocer que estaba agotándome, pero creo me mi respiración me delató, porque Daniel me ofreció su brazo para que me apoyase. Dudé; me fastidiaba depender de los demás, pero estaba cansada y por más que me doliese necesitaba ayuda. Me apoyé en su brazo y todo fue más fácil. El no dijo nada, y se lo agradecí. Solo hizo un comentario cuando estábamos ya atravesando la cancela de la finca.
-No hay nada vergonzoso en pedir ayuda cuando la necesitas.
Me separé el pelo de los ojos. Hacía mucho viento y la melena me cegaba. Pensé que ese problema dejaría de serlo en apenas un mes; el tratamiento se encargaría de ello. No sabía qué podía contestarle. Pero él siguió hablando.
-Creo que te cuesta pedir ayuda porque no estás acostumbrada a que te la presten. ¿Me equivoco? No entiendo como tu marido te ha dejado sola en todo esto, por más que os estéis separando. Una cosa no tiene qué ver con la otra.
-Se ofreció a quedarse conmigo. Fui yo quien me negué.
-¿Por qué? Ya es duro estar enfermo, pero en solitario más todavía.
-No estoy sola. Tengo a mi hermano. Y no quiero a mi lado a Arturo porque lo peor del mundo es cuidar de alguien por mero sentido del deber. Ya veremos como van las cosas. Si veo que necesito mucha ayuda, contrataré a una enfermera. Pero espero no necesitarla.





Beth26 de febrero de 2011

8 Comentarios

  • Alumine74

    Beth comence por el cap. 13 :D
    Vieras lo que me sucede es como si hubiera abierto un libro azarosamente y me encontrara con una página que me invita a comenzar desde el principio.
    Describes al punto de generar las imagenes en mi, de traerme recuerdos de personas cercanas a mi, diálogos certeros, y solo te digo que comienzo a leer lo que me perdí por falta de tiempo.
    Saludos
    Placer para mi leerte!!!

    27/02/11 12:02

  • Beth

    Querida Alu: muchas gracias por tus palabras, porque el mejor elogio que se le puede hacer a un "contador de historias" es que quien lo lee sienta curiosidad de saber. Me alegra que te haya gustado conocer a Elena y Daniel, que para mi son más que personajes. Creo que en realidad les he puesto un poco de mi alma a cada uno. Un abrazo

    27/02/11 12:02

  • Norah

    Me eché a reír. Por lo menos estábamos hablando normalmente; no veía en sus ojos pena ni rechazo. Me hablaba igual que antes...y como no va a ser especial ese Daniel, es un ser pleno de luz, beso inmenso.

    27/02/11 07:02

  • Beth

    Y que lo digas Norah. Yo con mis amigas hablo de "Mi Daniel" como si fuese de carne y hueso. Y ellas se ríen. Besos

    27/02/11 08:02

  • Vocesdelibertad

    Beth: te entregas en las letras y lo que nos regalas es el fruto de ese trabajo que realizas con tanta pasión y amor, estas páginas las calificaría de valientes y oxigenadas en un nuevo vivir, combinas perfectamente delicadeza y fuerza, cualidades siembre te acompañan.
    Abrazos

    01/03/11 05:03

  • Beth

    Voces, muchas gracias. probablemente no merezca esos elogios, pero me quedo con ellos. Besos

    01/03/11 06:03

  • Endlesslove

    "Me gustaba hablar con este hombre, me hacía reír" a mi teambién me encanta escuchar a este hombre ( jaja)
    Beth, hay tantos recuerdos en estas letras, ternura, valor, generosidad, ¡ Muchos sentimirentos, bien expresados y transmitidos !

    08/09/11 08:09

  • Beth

    Muchas gracias por tu paciente lectura, es más importante para mi de lo que te imaginas

    08/09/11 09:09

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