Jueves, el reloj marca las nueve cuarentaicinco, hace exactamente cuarenta y seis primaveras Amador vio la luz por primera vez a través de la misma ventana que distrae su mente del hastío y de unos eternos puntos suspensivos que, a pesar de los intentos, no desaparecen de su vacía cabeza. Concentrado, se sienta cada mañana delante de su vieja máquina de escribir, temeroso y a la vez decidido espera que Erató y su lira amainen las nubes y le retornen la inspiración, una inspiración a la que muchos analfabetos y faltos de gracia lírica daban vida sacando de sus bolsillos algunos pesos. Era precioso, me sentía como Cupido, capaz de hacer del más frío y vulgar de los hombres alguien cuyos sentimientos solo brotan al exterior por medio de palabras, de cartas, preciosas cartas de amor. Era todo una ilusión, un espejismo, y yo era el ilusionista que unía las cuerdas sin precisar de nudos, aunque no recibiera a cambio ningún aplauso, pues fui el único mago que desveló su truco: papel y tinta; pero para quienes sabían de mis habilidades por el contrario de admirarlas las detestaban.
Ha llovido mucho desde aquel jueves de 1965, y al igual que Amador aprendió a escribir en su juventud lo hacen ahora todos los jóvenes de su barriada. Ya nadie recurre a aquel hombre cuyas palabras engendraron más vida que la propia cópula de aquellos a quienes otorgó la magia del amor. Ahora todos escribimos en nuestro blog y nos creemos escritores.
Un oficio nacido en el Siglo XIX: los evangelistas que escribían cartas de amor por encargo.
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