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Una Familia de Narices

Desde la noche de los tiempos, todos los miembros de la familia tenían una característica en común: una enorme nariz ganchuda, con una gran protuberancia en su parte media o «caballete». Éste, y no otro, era el signo distintivo de la saga de los «narigones» como despectivamente eran llamados por sus vecinos. No se trataba de una nariz que pudiese olvidarse fácilmente. En los pueblos de cien kilómetros a la redonda, todos reconocían a un miembro de aquella familia, nada más ver su extraño apéndice nasal…
Realmente, se diga lo que se diga, era tal el impacto visual que semejantes narices producían en los que por primera vez las veían, que resultaba imposible disimular el asombro ante el tamaño y forma de semejante apéndice. Además de su tamaño, existía una extraordinaria cualidad en todos los miembros de la saga de los «narigones», se trataba de su innata capacidad para detectar olores que a los demás mortales escapaban, incluso olores del pasado y del futuro… Me explicaré: los miembros de la familia en cuestión no solamente reconocían cualquier olor con los ojos cerrados, sino que podían detectar en él, episodios de la vida de cualquiera.
La fama de esta familia tan especial llegó a oídos del rey quien, deseoso de comprobar por sí mismo semejante fenómeno de la naturaleza, les ordenó acudir a palacio. El soberano, curioso y ocioso, deseaba ver con sus propios ojos semejante portento y comprobar que la realidad iba pareja con la fama que el pueblo llano concedía a la saga de los «narigones».
Allí, reunidos en el salón del trono, estaban todos los miembros de la famosa familia esperando la entrada de su majestad Fortunato III que se había perfumado, como era costumbre en él, con un carísimo perfume procedente de un lejano lugar de la India, solamente por él conocido.
La familia, tres generaciones de «narigones» allí presentes, esperaba nerviosa la llegada del rey. Era la primera vez que estaban en palacio… Sus ojos recorrían curiosos el salón lleno de grandes jarrones chinos y hermosas lámparas de cristal de Bohemia que pendían del artesonado techo.
El rey, rodeado por su guardia de alabarderos y precedido por los clarines que atronaban el salón anunciándole, hizo su entrada acompañado del resto de su familia. Nada más sentarse, se fijó en la familia de los «narigones» que, respetuosamente, parecían esperar sus palabras.
El monarca, que había viajado mucho, nunca había visto semejante portento. A pesar de intentarlo, no pudo contener una gran carcajada al ver la fila de grandes y curvadas narices apuntando hacia él. Su risotada fue el detonante para todos los demás y, en breves momentos, todo el salón del trono retumbó con las ruidosas carcajadas de los asistentes.
La familia de los «narigones», mirándose unos a otros, se sintió humillada. De pronto, todos los apéndices nasales se tornaron cerúleos, y como más curvados en la parte media de su longitud. El mayor de todos ellos, un anciano de unos ochenta años, se adelantó hacia el trono y con voz extrañamente potente para su edad exclamó visiblemente enojado:
––¡Majestad! Hemos acudido a palacio siguiendo vuestras regias órdenes, pero no esperábamos de vos ni de vuestra corte tan vejatorio recibimiento. Somos vuestros súbditos, pero no creemos ser merecedores de semejante burla. Solicitamos vuestro real permiso para retirarnos de inmediato.
Ante aquellas palabras, pronunciadas con voz firme y airada, las risas fueron cesando y un pesado silencio cayó sobre el salón del trono.
El rey, secándose las lágrimas, se dirigió al anciano:
––Tenéis mucha razón al quejaros de nuestro recibimiento, anciano. La verdad, nunca en nuestra vida, ni en las muchas lecturas sobre extraños fenómenos, hemos conocido semejantes narices. Os ruego comprendáis nuestro asombro y perdonéis las espontáneas risas, sin malicia alguna, que brotaron de los miembros de la corte al contemplaros.
El anciano, con rostro muy serio y mirando a todos los asistentes, con mirada un tanto retadora, dijo dirigiéndose al monarca:
––Estamos aquí para contestar a vuestras preguntas, majestad. Sabemos la gran curiosidad que despiertan nuestras narices y las extraordinarias cualidades de las mismas, pero no podemos admitir la burla.
––¿Es cierto ––preguntó el rey ya un poco más calmado––, que podéis reconocer cualquier olor, incluso el del futuro?
––Sí lo es ––el anciano se había acercado algo más al trono y ejercía de portavoz de toda la familia––. Podemos reconocer cualquier olor y ver el pasado o predecir el futuro por medio de él.
––¿Podríais decirme ––el rey se mostraba ahora muy interesado––, el perfume que uso, su procedencia y composición?
––Es muy fácil responder a lo que preguntáis –– el anciano se acercó un poco más al monarca para detectar mejor su olor––. El perfume procede de una región de la India llamada Cachemira y su composición, además del almizcle de castor que le sirve de fijador, es de finos extractos de jazmín y rosa. El regente de aquella región que os lo envía, regularmente, está muy enfermo y pronto recibiréis la noticia de su muerte.
––¡Portentoso! ––exclamó el monarca al comprobar la veracidad de lo dicho por el anciano, sobre la composición y procedencia del perfume.
––¿Podríais decirme algo sobre mi perfume, anciano? ––la que ahora preguntaba era la reina que, movida por la curiosidad, quería comprobar personalmente aquellos extraordinarios poderes.
De la misma manera que antes había procedido con el monarca, el anciano se acercó respetuosamente a la reina, para poder captar mejor su olor. Después de mover su nariz en varias direcciones, dijo:
––Vuestro perfume, majestad, ha sido usado por muchas mujeres antes de vos. Vuestra abuela materna y vuestra madre lo usaron toda su vida. Está elaborado con almizcle, esencia de azucena y extracto purísimo de rosas rojas de Persia. Solamente lo elabora una familia de artesanos perfumistas de la ciudad de Shiraz, en aquel remoto país.
El anciano se acercó de nuevo a la reina para olerla mejor y prosiguió:
––¡Por cierto! ––añadió después de quedar pensativo un momento––. Una de vuestras doncellas lo ha usado en una de sus últimas citas amorosas, sin vuestro permiso.
La reina apenas pudo dar crédito a lo que escuchaba. Todo, punto por punto, excepto el atrevimiento de una de sus doncellas, coincidía con lo que ella sabía del perfume.
Durante un buen rato, varios ministros y cortesanos quisieron comprobar la veracidad de aquel portento. El anciano, uno a uno, fue adivinando la composición de sus perfumes, su procedencia y algunas incidencias más relacionadas con la vida de los artesanos que los elaboraban. Todos quedaron muy impresionados.
––¿Podríais ––el monarca estaba cada vez más excitado con aquel asunto––, adivinar la fecha de mi muerte por mi olor?
El anciano intercambiando una mirada con el resto de sus familiares, pareció pensar la respuesta por unos momentos…
––Podría ––contestó muy serio y con voz grave––, pero nos está terminantemente prohibido hacerlo, por la caridad que debemos a nuestros semejantes y el respeto a los designios de la Providencia.
––¡Os ordeno que lo hagáis de inmediato! ––el rey parecía fuera de sí y se comportaba como un niño caprichoso que era bruscamente interrumpido en sus juegos.
––¡No puedo, majestad! ––el anciano le miraba fijamente mostrando la firmeza de su respuesta––. Hacerlo sería ir contra los designios divinos.
––¡Os pesará no acceder a nuestra petición, anciano! ––el monarca estaba muy enfadado por la negativa––. Permaneceréis en las mazmorras de palacio hasta que accedáis a lo que os pide vuestro soberano.
Los demás miembros de la familia de los «narigones» pudieron marcharse libremente de palacio, excepto el anciano que fue conducido a las oscuras y húmedas mazmorras por las que pululaban enormes ratas. Allí, acudía cada mañana el rey, obcecado en obtener respuesta a su pregunta. El anciano, cada día más débil, se mantenía firme en la negativa...
Pasaron casi dos años y el anciano, debido a las extremas condiciones de la prisión y a su avanzada edad, apareció muerto una mañana. El rey, enfurecido por no haber obtenido la deseada respuesta, ordenó quemar su cadáver y aventar las cenizas en el cercano río.
Obsesionado por obtener la respuesta, ordenó buscar a los demás miembros de la familia de los «narigones» por todo el reino. Deseaba una respuesta y la tendría… «¡Faltaría más!», pensaba mientras su cólera iba en aumento.
Después de varios meses batiendo todo el reino, los soldados pudieron localizar a una mujer escondida en una lejana aldea. Su nariz, tan característica e inconfundible, la había delatado.
––Sabéis lo sucedido con vuestro pariente ––el rey miraba fijamente a la mujer de unos treinta años––. ¿Me daréis vos la respuesta?
––Os la daré, pero con una condición ––la mujer miraba al soberano un tanto desafiante––. Tenéis que jurar por vuestro honor, delante de la corte que una vez obtenida la respuesta me dejareis en libertad a mí y a los míos para abandonar vuestro reino.
El rey, ansioso por conocer la respuesta que tanto deseaba, asintió y juró solemnemente ante la corte lo que la mujer pedía.
Ella, se acercó lentamente a él. Moviendo ligeramente la gran nariz muy cerca del trono, pareció a punto de dar la respuesta. Cerró los ojos por un momento... Con rápido movimiento extrajo de los pliegues de su larga túnica un puñal, cuya hoja brilló fugazmente bajo las luces del salón del trono. El arma, trazó varias parábolas en el aire para introducirse, una y otra vez, en el corazón del soberano. Cuando los guardias pudieron sujetarla ya el monarca expiraba entre fuertes estertores y algunas palabras inteligibles.
––¡Mi padre ha sido vengado! ––los gritos de la mujer retumbaron en el gran salón––. ¡Vuestra estúpida pregunta ha obtenido respuesta, majestad! Y mirando desafiante a los soldados que la querían prender, dijo: ¡Cumplid la palabra dada por el rey!
La reina y los cortesanos, alelados por lo visto, no se opusieron a la marcha de la mujer quien, a lomos de un caballo blanco, se perdió muy pronto en el cercano bosque.
Desde entonces, en aquel lejano país, nadie ha vuelto a interesarse por conocer el día de su muerte… ¿Importa realmente?
La familia de los «narigones», cuyos miembros buscaron asilo en los reinos vecinos, vive desde entonces respetada y tranquila. Sus miembros se dedican a la elaboración de caros perfumes de los que solamente ellos conocen la formulación exacta. Sus narices, si bien igual de grandes y extrañamente curvadas que antes de los sucesos aquí narrados, ya no son motivo de mofa, sino de admiración…



© 2009 – Fernando J. M. Domínguez González









Canteiro20 de diciembre de 2009

1 Comentarios

  • Artalia

    muy bueno. Da gusto leer cosas así. Salud.

    20/12/09 01:12

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