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La Tragedia de Los Amantes

Era una fría mañana de invierno de mediados de febrero. No se movía el viento pero la nariz al aire se tornaba rojiza con el escozor de pequeñas agujas de hielo claveteándola. Embutido en su chaquetón Alaska, Marcel no dejaba reconocer su rostro. Había sido una mala noche de tos y dolores musculares que no le habían dejado pegar ojo. Su andar era lento y pausado, sin llegar a ser cansino. El trayecto al trabajo no era muy largo por lo que había calculado que los pies dentro de sus zapatos otoñales no se resentirían de los ocho grados bajo cero. Con el estómago vacío desde la cena del día anterior, caminaba absorto en una nebulosa de pensamientos inconexos, desde las obligaciones del día a los proyectos del futuro inmediato que se avecinaba, sin lograr fijar una idea que valiera la pena. No esperaba encontrar mucho trabajo en el unidad, por lo que el entusiasmo tampoco guíaba sus pasos.

No hacía mucho tiempo que residía allí pero desde luego la climatología no había hecho justicia a la leyenda que sobre la ciudad recaía. Cierto era, que el comportamiento del tiempo había sido atípico en todo el país. Se achacaba al cambio climático...al momento del ciclo...pero fuera cual fuese la razón, la realidad era que desde principios de junio las temperaturas medias habían subido media docena de grados, alcanzando récord histórico de máximas, manteniendo esa tónica en otoño y el invierno que hasta ese momento había acontecido. Así que la bajada anunciada y corroborada por el temporal que asolaba la península de Oeste a Este había llegado en las fechas que nunca fallaba por estas tierras, que no eran otras que el tercer fin de semana de febrero en torno al día de San Valentín, días de la representación teatral en las calles, de una bonita leyenda de amor acaecida en el medievo, allá por 1217, entre un caballero sin fortuna y una dama cuyo padre, consideraba precisa una dote de noble para ceder la mano de su hija.

La ciudad era un bullir de preparativos para las que se habían convertido ya con derecho propio en "fiestas de invierno", tanto por la entidad de los festejos en cuanto a actos programados y días de duración, que se reflejaba en unas mini-vacaciones escolares de cuatro días, como por la atracción creciente que ejercía sobre gran número de visitantes, que desde meses antes acaparaban el cien por cien de la oferta hotelera de la capital y de las poblaciones circundantes. La gente, durante cuatro días estrictos de calendario de jueves por la tarde a domingo al mediodía, cual Semana Santa se transformaba en habitantes del medievo, convirtiendo el casco histórico en una urbe del reinado de Jaime I, salpicada de puestos artesanos, jaimas y mercados donde recrear momentos de la vida cotidiana de aquellas gentes que vivieron en primera persona la leyenda Diego de Marcilla e Isabel de Segura. Desde las primeras semanas de enero gran cantidad de actores noveles, amateur o experimentados, ensayaban por grupos las escenas de la leyenda que posteriormente recrearían en la calle durante los festejos medievales. Durante esos últimos días previos, los distintos escenarios callejeros acogían ya con frío las llegado el momento efímeras actuaciones cada vez más depuradas, bajo la atenta mirada de los directores teatrales y la regidora, en una maratón por pulir hasta el último detalle que garantizase el deleite del público y la satisfacción del trabajo bien hecho.

Era miércoles y en veinticuatro horas todo aquel circo debía empezar a rodar. Juan, policía local, estaba hasta las narices de estar en la calle con el uniforme, la gorra calada sobre la frente, escuchando y tragándose las sugerencias, acaso las ocurrencias, de los viandantes que a esas horas transitaban curiosos y expectantes, por la plaza más popular de Teruel, la Plaza del Torico. Unos y otros opinaban sobre lo bien y mal que a cada uno le caía la celebración; quien deseaba unos días de divertimento y asueto, por los que ya antes de empezar se horrorizaban de la muchedumbre que durante cuatro días impregnarían con bullicio y humanidad sus recorridos diarios, o quién directamente ante esta última tesitura utilizaban este acueducto invernal entre Navidad y Semana Santa, para descansar unos días fuera de esta tormenta festiva. Sin embargo eran muchos los que ya planeaban y acordaban el momento de montar sus pequeños habitáculos medievales de lona a partir del mediodía del jueves.

Al llegar, Marcel franqueó la puerta principal del hospital, construcción que amenazaba con caerse en cualquier momento sobre trabajadores, pacientes y visitantes. Tras años de promesas electorales, éstas habían quedado en agua de borrajas y nadie en la ciudad creía ya que algún día existiera uno nuevo. Múltiples primeras piedras inauguradas después de diecisiete años, muchas fotografías en periódicos regionales con compromisos adquiridos que se llevaba el aire, y por si fuera poco en plena época de crisis económica con la recesión cerniéndose sobre la administración pública el colmo de la ironía; en el momento de resolverse los pliegos del concurso se posponía la realización de la obra a la espera de una nueva valoración del terreno por el alto riesgo de actividad sísmica en la zona elegida. Para elevarlo a la categoría de broma en pleno apogeo de discusiones políticas en las que finalmente se desestimaba temporalmente continuar con el proyecto, un terremoto 2.3 de la escala Richter sacude la zona sureste de Teruel por la noche, recordando el hecho de que cabía la posibilidad de que no todo fuera un pretexto para no realizarlo. De todas formas al margen de lo económico y lo político, lo sangrante era la banalización que sobre la necesidad de realizar un nuevo hospital se hacía, aduciendo que por área de influencia, de población y servicio especializado a ofertar no se precisaba uno nuevo. Se demostraba de esta forma la miopía supina de nuestros gobernantes ante lo que el deterioro progresivo de una vieja estructura con sus canalizaciones, tuberías y desagües, circuitos eléctricos y de refrigeración, podría ocasionar a sus enfermos necesitados de tratamiento, ante una rotura o avería eventual. "¿Quién podía preverlo?"- se diría desde alguna voz autorizada.

Tras atravesar el vestíbulo, como cada mañana saludó a Marina, mujer de unos sesenta años que regentaba el quiosco de la institución. Era enjuta, de rasgos marcados por el carácter y arrugas adornándolos con los años, envuelto el conjunto en un pelo sedoso azabache de dudosa originalidad que acariciaba suavemente sus hombros, y que como de costumbre le correspondió con una mirada cálida y llena de paz como le tenía acostumbrado. Poco le iba a durar la calma transmitida.
Accedió por una puerta plateada de aluminio con vidrios traslúcidos a un largo pasillo, que conducía sin dar muchos pasos al otro extremo del hospital por el que se accedía a la rampa de urgencias, que en ese momento estaba desierta. El frío hacía mella y ni siquiera los adictos más recalcitrantes habían osado desafiar la temperatura con su pequeña antorcha humeante entre los labios. De hecho, las caras de muchos curiosos se agolpaban en ese momento cubriendo de vaho los cristales de las viejas ventanas, celebrando, con la típica expresión infantil de entusiasmo, la caída de los primeros copos de nieve en la ciudad ese año, que humedecieron rápidamente la calzada aunque sin llegar a cuajar de momento. Todo iba a ser cuestión de tiempo.

Antes de llegar a urgencias accedió a la escalera lateral que lo conducía a los quirófanos situados en la primera planta y al acceso a los laboratorios, y una planta más arriba a la UCI y la planta de traumatología. Como cada mañana tecleó la clave de acceso y entró en la unidad de cuidados intensivos. El panorama que encontró era sobrecogedor. Ni rastro de la jovialidad habitual del cambio de turno de enfermería: el que salía porque tenía ganas de irse a su casa después de pasar allí la noche y el que entraba porque si tenía que estar hasta las tres, ¿para qué amargarse? Sin embargo, el ambiente más recordaba al velatorio previo a un funeral. Tristeza y pesar inundaban los ojos de sus compañeras. Cuerpos derrotados tras una dura noche, sin ánimo de fiesta.

Javier hijo de la supervisora, que este año iba a interpretar el papel de Diego, en el ensayo general subiendo por la "Cuesta de la Andaquilla" a caballo, cayó al suelo desvanecido sufriendo un severo politraumatismo. Tratado inicialmente en el hospital de Teruel, había sido trasladado muy grave y en coma a Zaragoza al centro de referencia. Se da la circunstancia de que Constanza, su novia que interpretaría el papel de Isabel este año, poco antes de empezar la escena había discutido acaloradamente con él por lo que resulto ser una tontería, pero que motivó un gran enfado en su novio. Al conocer lo sucedido, Constanza en un ataque de nervios, presentó una crisis hipertensiva desarrollando un ictus por el que acabó ella misma ingresada en la misma unidad de cuidados intensivos que Javier. En circunstancias distintas. Sí. Pero la leyenda se repetía de nuevo, ochocientos años después.
Clopezn16 de febrero de 2018

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6 Comentarios

  • Voltereta

    Los amantes de Teruel, pero en tu texto, ha habido momentos, en que me has recordado a Robin Cook y te digo, no estoy hablando de un escritor cualquiera.

    Tienes una forma de narrar que atrapa, sin duda, con el tiempo te dedicarás a la escritura y yo estare ahí para leer tus novelas.

    Un saludo.

    16/02/18 06:02

  • Clopezn

    Muchas gracias. Nunca se puede decir de esta agua no vas a beber pero lo veo difícil. No obstante el cumplido me halaga. Un saludo

    16/02/18 09:02

  • Diegozami

    Una excelente narración.
    Saludos.

    17/02/18 01:02

  • Clopezn

    Muchas gracias. Un saludo.

    17/02/18 02:02

  • Remi

    Lo tuyo es la narración desde luego, engancha leerte, me meto en la historia fácilmente, te felicito.
    Un saludo.

    17/02/18 11:02

  • Clopezn

    Muchas gracias. Un saludo

    18/02/18 12:02

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