Cuando los ojos callan podemos darnos a entender que nos acercamos al crepúsculo del límite donde todo, en el fondo, es una ausencia de sentires... y el poner las manos en medio de ese instante (para palpar sus sensaciones) es reconocer valientemente que se irrumpe una concatenación de los momentos instantáneos. Las manos naturales de lo carnal imponen en el alma esos pensamientos... pero aún queda, todavía, una luz brillando en lo oculto de los ojos silenciosos y fugitivos a donde acuden éstos para saber si aún permanecen vivos.
Todo el calor y el color de la vida se comienzan en ese cruzamiento con el cosmos de las horas largas, allí donde el dolor de lo ausente se hace olvido. Y silencio de nácar. Y hoja de libro que se cierra porque ha llegado su final.
Entonces, cuando del pecho abierto surgen las olas del mundo oscuro y mudo, el brazo extendido busca alcanzar lo ya vivido para hacer un regreso a la memoria. Y ese abrazo va haciendo que, poco a poco, los ojos vuelvan a mirar y recuperarse de su mundo silencioso haciendo un descubrimiento nuevo; una nueva manera de mirar el mundo hasta poder impregnarlo de nuevo calor y color.
Como ocurre con el manantial seco de las horas apagadas en el reloj de arena, un rayo de luz (como equipaje del ayer) nos hace girar hacia lo que estamos viviendo y pensando como nuevo camino para reivindicar el ardor hacia el mañana.