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Sueños (primera Parte)

Yo de chico, como la mayoría de los hombres nacidos dentro del siglo veinte, soñaba con ser jugador de fútbol. Fantaseaba con la idea de jugar en el club de mis amores. Imaginaba estar en el vestuario, poniéndome la camiseta antes de salir a la cancha, escuchando el murmullo de la gente. Los bombos, la expectativa, los cantitos.
Soñaba que era el diez. El habilidoso que sale de las inferiores y debuta en un partido importante. Y hace una actuación magistral. La clava en un ángulo de tiro libre, contra el rival de todos los tiempos. Ese era mi sueño absoluto. Y era un gran vendedor de humo en el sueño. Porque luego del gol me sacaba la camiseta, lo iba a gritar a la tribuna, me tocaba el corazón, besaba el escudo, hasta lloraba de emoción. Y cuando terminaba el partido, me entrevistaban y yo decía frases como: “esto es para la gente, la gente que amo, y el club que amo desde chico”.
No sé bien cuando fue que empecé levemente, a construir imaginariamente la posibilidad de que tal vez, quizás, era posible hacer realidad el sueño. No sé bien cuando fue que se me cruzó por la cabeza semejante estupidez. Pero un día esa construcción ficticia, que se fue formando ladrillo a ladrillo, ya era una casa, y tenía forma. Y yo empecé a creer que sí podía. Que con mucho esfuerzo y mucha práctica, y mucha suerte, y con otras muchas cosas, lo podía conseguir. Además, “yo soy zurdo”, me decía a mí mismo, “y los zurdos, han sido siempre los mejores jugadores de fútbol. Los mágicos, los que tienen algo diferente al resto. Maradona sin ir más lejos, el mejor de todos los tiempos, era zurdo.”
Esos eran los pensamientos que me empezaron a invadir a los once años, desplazando a la realidad. Mi cerebro a esa edad, comenzó un proceso de transformación, de mutación. Era como una licuadora, que licuaba los hechos reales: lo mal que le pegaba a la pelota, por ejemplo, y los transformaba: le pego mal porque la pelota no es buena, no tengo los botines adecuados, y el terreno esta desnivelado. Entonces esta mutación que experimentaba la realidad dentro de mí, hacía que yo creyera en la irrisoria e inocente idea, de que podía dedicarme al fútbol.
Y una vez que uno ya lo cree, empieza el desastre. Porque mientras que lo sueñes, y sepas que es un sueño, que no tiene más validez que la hermosa sensación de soñar, de hacer del patio de tu casa un estadio, y de las columnas del quincho los postes del arco, y de las paredes tribunas, y escuchar el grito de la gente coreando tu nombre imaginariamente, no hay problemas. Mientras que seas consciente que es solo fantasía, no pasa absolutamente nada. Pero una vez que crees que podes, comenzas a intentarlo. Y ahí vienen las catástrofes.


Erodoto17 de noviembre de 2015

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