Aquel lunar que envolvía su cuello a modo de portal hacia la felicidad, ese cuello de cisne tan dulce que le incitó a rozarlo, hasta el punto de hacerlo prender en un incendio en el cual ardieron juntos hasta convertirse en cenizas, las cuales calaron en el recoveco más recóndito que pudo hallar en su piel, un hondo tan profundo que ni el tiempo ni las tempestades consiguieron borrarle, un tatuaje que tenía impregnado en la piel de por vida, el cual en ocasiones todavía le quemaba, por más que se prendiese su piel y ésta mudase, de algún modo quedó ligado a ella para siempre.