El Sol todavía dormía mientras tú aún te desperezabas,
la mente permanecía estática sintiendo la brisa mañanera
que entraba por la ventana mezclada con el canto de las aves.
Tu boca entreabierta deseando tomar mi primer suspiro
y tus brazos apretándome contra tu regazo reteniéndome
manifestaban el deseo y el pecado en tus movimientos.
El alba estaba llegando mientras enlazábamos nuestros cuerpos
bajo el baile de los besos y las caricias entregadas sin descanso
comenzando a perder el sentido y la noción del tiempo juntos.
Solo tú y yo fuimos los culpables de hacer ese momento efímero
a la vez tan intenso y eterno como la misma vida humana
respirando con la profundidad de una tormenta veraniega.
El viento incluso soplaba más rápido que nuestros corazones
y las nubes se deslizaban por el cielo como tú lo hacías sobre mi
resbalando lujuriosamente semejando el sudor de nuestro cuerpo
con un placentero roce que hacía que disfrutáramos moviéndonos
dulce y serenamente, mientras me mirabas fijamente a los ojos
sosteniendo tu mirada en la mía hasta hacerme sonreir contigo.
La mañana iba alcanzando su fin, fundiéndose con el mediodía
mientras tú y yo seguíamos viviendo el sentirnos el uno al otro,
mi pelo suelto caia por mi espalda haciendote enloquecer de nuevo
pidiendote sutilmente a través del lenguaje que llaman no verbal
que nunca te fueras de allí, que te quedaras conmigo para siempre
y tus caderas tomaron un ritmo más veloz que cualquier tornado.
De esa forma todo volvió a su sitio, tu recostado sobre mi pecho
llegaste a pronunciar dos palabras que me hicieron volver en mí,
y en ese momento, la naturaleza murió para mí, todo se detuvo,
los pájaros abandonaron su canto, el río no siguió avanzando,
las hormigas abandonaron su faena, y la llama dejó de arder
dejando lugar a ese te quiero susurrado entre el placer y el amor.