Hoy me duele París, como ayer me dolían Londres, Nueva York o Madrid. Es la misma agotadora tristeza que vuelve a visitarme de nuevo y se aloja como un amargo poso sobre mi conciencia. Una tristeza honda y profunda que me aprieta el corazón y el estómago y los empuja hacia la boca, donde un grito ahogado por la impotencia y la rabia queda suspendido entre lágrimas de desesperación.
Ayer hombres lobo se precipitaron sobre París con armas cargadas de un sueño de locos y golpearon con violencia la ciudad sembrándola de cadáveres e incomprensión ante un odio desmedido y atroz.
Ayer la noche parisina, la de Bogart y Bergman, la del Moulin Rouge, la que según Hemingway siempre era una fiesta, la de la luz y el amor eterno bajo el abrigo de su torre; se tiñó del rojo de la sangre inocente de sus ciudadanos y del negro de la cerrazón y la barbarie terrorista.
Hoy París vive bajo el desconcierto y la oscuridad de un duelo obligado y silencioso. La música y la alegría han desaparecido de sus calles y de sus gentes mientras el resto del mundo intenta arroparse con el azul, el blanco y el rojo; de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Hoy estamos heridos, pero siempre nos quedará París
Por si alguien se pregunta por ello, Siria, Palestina, Líbano, Irak, Afganistán, India, Israel..., dejaron ya de ser simples dolores para convertirse en larguísimas y penosas enfermedades con las que convivo y para las que no tengo vacuna posible. Espero y deseo que algún día no muy lejano pueda verlo de otro modo. Salud.