- Vayamos a casa, papá, por favor. Tengo miedo, mucho miedo. Allá a lo lejos hay más barcos cargados de niños que gritan pidiendo auxilio.
-Tranquilo pequeño, es solo otra pesadilla. No temas, cariño, yo estoy a tu lado. Pronto volverán a desaparecer en la oscuridad de la noche, de todas las noches
Y vuelven a ser invisibles,
aunque sigan ahí,
debatiéndose entre las olas,
aferrándose a una frágil silueta
acunada por los brazos del agua,
rompiéndose obstinadamente contra los acantilados,
varados como peces muertos
sobre la arena de la playa.
No puedo verlos,
pero puedo oír sus alaridos
retumbando en mi pecho,
procedentes del fondo de este mar
que me ahoga,
que me inunda de espanto y amargura
hasta hacerme llorar lágrimas negras
sobre la cabecita angustiada de mi hijo,
en el silencio de otra noche
quebrada por el rumor helado
de un fatídico viento de invierno,
que los hace visibles una vez más.
Siento que no soy capaz de quitarme este dolor de encima. Comienza a ser un tema recurrente en mis textos, pero no quiero apagar los gritos, no quiero que estos niños se hagan invisibles al resto del mundo, no debemos permitírnoslo.
