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Caín No Quiso Firmar (episodio 3)

Cuando salí del baño comprobé mis redes sociales y vi un mensaje por chat en el que mi novia me solicitaba para pasar la noche del sábado en su casa. Nos habíamos visto poco esa semana, pese a que no había vuelto a salir de patrulla desde el rescate del anciano –que ni siquiera había trascendido en el periódico más que por una breve nota de sucesos- y que había tenido mucho tiempo libre, tras realizar un examen final con la odiosa profesora Valcárcel. Pero había hecho un viaje con una amiga por temas académicos y ahora, que estaba de vuelta, apenas podían traducirse en palabras las ganas que teníamos de vernos.
Fue tres calles y un callejón después de pasar por el Boulevard de Bucéfalo donde conocí a Thais. Aquel día daba lo mismo que se llamara como la montura de un rey macedonio, pues para mí llevaría el nombre de una canción, boulevard de los sueños rotos, porque si hubiera tomado otra ruta, tal vez nunca hubiera desatado el surgimiento del imbécil en el que me convertí.
Thais era una de esas mujeres que de putas, en realidad, solo tienen la apariencia, pero que son más astutas que el común de su género…aunque en el fondo no sean conscientes de ello. Pelo castaño, sonrisa que invitaba a más, cuerpo escultural; siempre sobrecargada de atractivo, y digo sobrecargada porque en muchas ocasiones era tan artificial como una muñeca de plástico. Quizá en connivencia con alguna marca de cosmética, el maquillaje era su piel, el perfume su olor y la lencería su ropa interior. Como signo de estilo, podría comentar sus ganas de comerse el mundo, aunque eso significara comer cualquier cosa por el camino. No era mala persona, después de todo, solo una mujer cuyas opciones eran tan limitadas como su habilidad para escoger la correcta. En esto nos parecemos.
Thais era algo más joven que yo, con la inteligencia sin domesticar, símbolo de una curiosidad extraordinaria. Siempre se interesó por lo que yo hacía o dejaba de hacer. Quizá esa fue una de las causas por las que me aprisionó en su tela de araña, como la embaucadora que nunca se propuso ser, dado que en mi heroísmo auto gestionado me gustaba –sí, lo confieso- que me prestaran atención. ¿Naufragó así mi intentona casi comiquera de ser un vigilante nocturno, una inspiración, un dechado de virtudes en el fondo? En realidad Thais no tuvo tanto que ver. Más bien lo que ella definió. Pero podía haber sido ella, o podría haber sido cualquier otra. Tal vez estaba destinado a caer en el primero de los retos, que no sería ningún ladrón o drogadicto, sino el saber negarme a recibir una recompensa, puesto que mis razones para hacer lo que hacía debían ser al mismo tiempo mi premio.

Voy a decirlo claramente: caí con todo el equipo en la primera mano…y continué con la partida de póker. La melancolía de un héroe farolero, eso estoy escribiendo. Que ni es melancolía, ni es de un héroe…pero menos aún es un farol. Después de todo, he aprendido a dejar atrás la mentira, excepto la que me involucre a mí. Eso llevará más tiempo.

La primera vez que vi a Thais fue acompañada. La escena era violenta: un hombre con pinta de dormir en el gimnasio la estaba zarandeando, gritando palabras que apenas entendí porque preferí centrar mis sentidos en si aquella muchacha requeriría mi ayuda inmediata. No había tenido ocasión de probar mi supuesta audacia rescatando a una mujer en la clásica jugada de la damisela en apuros, pero tal vez estaba a punto de averiguarlo. Iba escuchando con mi reproductor algo de música y en aquel preciso momento mis auriculares bañaron mis tímpanos con los primeros riffs de “Thunderstruck” de los AC/DC. Cobré fuerzas; un reluciente torrente de sinestesia había atravesado mi alma, y transformado cada nota de la canción en una cápsula de temeridad, fortaleza y velocidad digerida por lo más profundo de mis entrañas. Aquel era el momento de que la tormenta empezase.
Me acerqué a la pareja. La calle apenas estaba concurrida y solo yo parecía interesarme por un croissant con piernas de flamenco malhumorado y la campeona del torneo de faldas más cortas del hemisferio norte…pero aquel energúmeno estaba empezando a manosearla y pese a que ella hacía gestos de resistencia, no podía zafarse de él pues la había puesto contra la pared.
Intervine rápidamente para que la cosa no fuera a mayores: no me costó separarlos por el factor sorpresa, pero Mr. Olimpia decidió descargar su frustración contra mí y con una rabia palpable lanzó un derechazo que hubiera sido capaz de romperme la mandíbula de no haberme agachado. Supuse que eran mis reflejos, pero más bien se debió a la lentitud de aquella masa de músculos. Giré sobre mí mismo y en un movimiento de barrido traté de que sus piernas se doblaran con un golpe, y que cayera al suelo. Fue un esfuerzo inútil: era como mover una montaña. Aprovechó que ya no me estaba cubriendo para soltarme un puntapié, y habiéndose deshecho de mi presencia durante un instante, agarró del cuello a la chica y le siguió gritando estupideces. Sublevado, y acordándome de toda la familia –viva y muerta- de ese gilipollas, pues la cabeza me dolía por el golpe, conseguí que la soltara y le empujé para interponerme entre la chica y yo. Por su cara vi que quería seguramente estrangularme…pero se contentó con acercarme a él cogiéndome de la chaqueta. Aparté su cara con una mano y me solté con la otra. Un par de empellones más, y ante las amenazas de la chica de llamar a la policía (de hecho ya tenía el móvil en la mano) y mi impertinente resistencia, decidió marcharse a paso ligero.
Suspiré. Estaba sudando, temblando por la tensión y con la cabeza dolorida donde me había pateado, pero por lo demás, henchido de orgullo y satisfacción como un rey después de una cacería de elefantes. Cuando me di la vuelta para empezar con la segunda parte de mi heroica actuación, vi que la chica lloraba un poco. Después de mi innecesaria pregunta de “¿Estás bien?”, me contestó que sí, que gracias, que muchísimas gracias, y me abrazó. Me señaló la chaqueta, y vi que estaba rota por mi corta pelea con el aprendiz de Lou Ferrigno. Como vi que ella tiritaba, probablemente más por lo que acababa de pasar que de frío, me la quité y se la puse por encima. De camino a su casa, donde me ofrecí a acompañarla, volvió a agradecerme media docena de veces más que la hubiera ayudado. Por lo poco que me contó, aquel tío era un ex – novio o algo parecido, con el que había discutido y al cual no le había quedado muy claro que la relación se había acabado. Prescindí de obtener mayores explicaciones: al fin y al cabo, no era nada que no hubiera visto en otras rupturas. Solo se había pasado de la raya. Le pregunté a Thais si aquello no se repetiría, por aconsejarla más que por preocupación real, y me dijo que no, que no, que podía quedarme tranquilo, pero que por si acaso, toma, apunta mi número de teléfono. Guardé el nuevo contacto en la agenda, ella hizo lo mismo. Y me despedí, pues ya habíamos llegado a su casa. Se quitó y me entregó mi chaqueta, volvió a darme las gracias por enésima vez, me besó en la comisura de los labios y me guiñó un ojo, y se despidió con una radiante sonrisa en la que alcancé a ver más allá de la gratitud: pasión. Thais escondía algo, una actitud intermedia entre la candidez y la lascivia más desenfrenada. Era, indiscutiblemente, peligrosa.

Con el ánimo ligero y las manos en los bolsillos de mi rasgada chaqueta, hice un par de recados y fui hasta donde había aparcado el coche para acercarme a casa de mi novia. Mientras conducía, pensé en lo fácil que resultaba echar una mano y ser de verdad útil a la sociedad tan solo con poner un poco de valor y empeño en el asunto. Por carreteras secundarias, deambulando innecesariamente con un alud de sentimientos echando profundas raíces en mi cabeza, mientras sonaba “Hard Sun” de Eddie Vedder y seguidamente “You really got me” de Van Halen, pensaba en lo que mi nueva vida me estaba aportando. Veía el mundo de otra forma: podía sentir vibrar la esperanza de la gente, algo que fluía en el ambiente cada vez que un niño sonreía por una broma de su padre o un abuelo alimentando a los patos en el estanque de un parque. Mis manos guiaban el volante, pero me sentía tan bien como si estuviera entregando alimentos a gente muriéndose de hambre. Se me pasó por la cabeza que la reciprocidad de las cosas buenas realmente existía, y habitaba en el corazón del hombre. Aparcando el coche, mientras silenciaba, a mi pesar, a Bruce Springsteen cantando su “Waiting on a sunny day”, imaginé que todo aquel buenrollismo e ilusión deberían poder fabricarse y entregarse de forma material. Quería colmar a la gente de mi alrededor de todo aquello que estaba iluminando mi existencia. Pero sin contar nada de mi forma de obtenerlo, por el simple motivo de ahorrarles preocupación, y en base a mi idea de querer salvaguardar el secreto del héroe. Me parecía justo esconderme a la hora de regar el árbol si a cambio podía sorprender con nuevos y periódicos frutos del mismo a la gente que más quería. A mis padres, Rodrigo y Elena. A mis grandes amigos, Patri, Lewis y Gabi. Y por supuesto a ella, a mi novia, mi corazón azul, a la que nunca creí –ni creo a la hora de escribir esto- merecer.
Esa idea volvió cuando piqué a su puerta: el perro empezó a ladrar rubricando mi llegada, y ella, en el umbral de la puerta, me derritió con una sonrisa… antes de besarme, con lo que logró que levitara durante dieciséis segundos. Un record para alguien que se esforzaba por tener los pies en la tierra.
Fue tras la muy prolongada y apasionada bienvenida cuando mi identidad secreta comenzó a desmoronarse, mi vida de justiciero encapuccinado a derrumbarse y mi monstruo interior…a salir de su cueva. Mi novia reparó en mi chaqueta y me preguntó por lo que había pasado, a lo que puse una excusa tonta y desvié el tema. No suelo ponerme a escuchar a gente que trate de darme consejos desde el cómodo sillón de la condescendencia, y menos aún darles la razón, pero admito que quizá aquello fue manifestar mi total desconfianza hacia la gente que me rodeaba. Sea como sea, de nada sirve lamentarse ahora…mi historia ha de ser contada. No podía dejar que ella supiera que el motivo de venir con la ropa rota era el haberme dado de hostias en un incidente de gente que no conocía. Descifré por su mirada que no le convencía mi explicación aunque no le dio más importancia… hasta que colgó mi chaqueta con un gesto de extrañeza. Se marchó a la cocina, a terminar de preparar lo que me había prometido. Una cena, con toda la casa para nosotros. Y la abstinencia de varios días de postre.
Antes de sentarme en el sofá, decidí comprobar que era lo que había suscitado aquella expresión, y cogí la chaqueta del armario donde ella la había colocado, en el perchero para invitados. No detecté nada. Iba a cerrar la puerta y dirigirme al salón cuando, como un flash, mis fosas nasales recordaron el olor del perfume de la chica que había salvado ese día. Y Thais había llevado mi chaqueta puesta todo el camino hasta su casa…
Valoré varias posibilidades al mismo tiempo: la capacidad olfativa de mi novia, el grado de permeabilidad de la tela de una chaqueta respecto a fragancias no rociadas sobre ella, mi habilidad para la persuasión en caso de tener que excusarme por aquello y, de una manera empírica, cómo podía emperifollarse tanto una persona (teniendo en cuenta la relación calidad-precio de un perfume) como para que dejara su olor impregnado en las prendas. De tal modo que acerqué el cuello de la chaqueta a mi nariz. Efectivamente, el olor que desgranaba Thais en cada movimiento pervivía. Cerré el armario mientras consideraba lo que iba a hacer. La verdad que la excusa era uno de esos problemas cuya solución parece que está al alcance de la mano pero a la que no se llega de ninguna forma. Mi novia conocía a mis amigas y sabía que mi madre no estaba en la ciudad. Y, de cualquier forma, no albergaba ningún sentido que mi ropa oliera a ellas. La única explicación era, de hecho, la verdadera. Pero no podía contarla sin desvelar el altercado con el cabreado proyecto de culturista y su ex. Solo se me ocurrieron dos salidas: o me inventaba una poco convincente historia sobre mi caridad, no cristiana sino agnóstica, la cual me había hecho cubrir a una anciana mendiga del frío de la calle…o dejaba el tema correr y me olvidaba de la extrañeza inicial. Opté casi obligatoriamente por esta última, dado que nadie se hubiera creído que una vagabunda usara un perfume como aquel. Y he aquí cuando tuve uno de los pensamientos determinantes en la filosofía que Caín compartió conmigo: no importaba mentir un poco si podía compensarlo con creces de otra manera. No sabía que mi maquiavélico proceder me iba a causar tantas penurias en el futuro.
Sin darle más vueltas, me puse a tararear “Light my fire” de The Doors y fui al salón. Me hubiera gustado entonces haber leído aquella frase de Scott Fitzgerald: “Enséñame un héroe y te escribiré una tragedia”. Quizá habría podido empezar a hacerlo yo, para ahorrar tiempo.

-Tengo una sorpresa-me susurró, sugerente.
La miré, tal como estaba: acurrucada entre mis brazos, con la cara tenuemente iluminada por el brillo de la televisión. La cena había estado bien: salmón y ensalada, todo preparado con esmero para agradecerme haber podido pasar la noche con ella. La película no estaba siendo tan fácil de tragar: una regular historia sobre un cómico fracasado. Pero, soltero irredento como había sido toda mi vida, le había decidido dar una oportunidad a todo lo que ella propusiera. Incluyendo esas sesiones de cine, un viernes en el que se podría hacer cualquier otra cosa mejor.
-¿Cuál?-musité, apenas una respuesta vaga, aletargada. El argumento era cada fotograma más aburrido.
Sin decir nada más, robándole tiempo a los diálogos cargados de ñoñería, ella se incorporó y acarició mi cara, besándome. Fue un contacto largo, ininterrumpido, cariñoso sin caer en el abismo de lo pasional, manteniendo ambos pares de labios unidos, solo separándolos para dar, a modo de intermedio, un beso más corto, como anticipo de lo que vendría después.
Respondí, perezoso al principio, con mi acostumbrada serie de besos estándar, destinados a simplemente cumplir el papel de novio formal en una noche romántica. Una muestra más, pensé, de cómo la rutina quemaba las ganas de todo, en una incesante pira de aburrimiento en la que hasta las ganas de aportar novedades eran solapadas por el día a día y la cotidianeidad. Pero ella contraatacó, jugando a recorrer mi cuello con la boca, sentándose encima de mis muslos, mientras entrelazaba las manos por detrás de mi cabeza.
Deseé entonces sumergirme, aunque estuviera realmente cómodo sin moverme, en el constante intercambio de caricias que ella había empezado. Recordaría muy bien esa noche con el tiempo, pues fue la última vez que haríamos el amor, aunque claro, ninguno de los dos lo sabíamos.
Ella me besaba, cada vez más rápido, el cuello, demostrando que estaba ansiosa de más. Mis manos recorrieron su cuerpo y fluyeron entre el vaporoso tacto de su vestido blanco y su piel. Podía sentir su sangre rugir, corriendo cada vez más veloz por sus venas. Acaricié su pecho mientras con mi lengua jugueteaba con el pendiente de su oreja izquierda. Su corazón latía en una progresión aritmética de pasión, con riesgo de desbocarse a no mucho tardar. En los fugaces instantes que nos separábamos, solo para volver a besarnos de otra manera, me miraba con ojos brillantes, comunicándose conmigo en un lenguaje que trascendía lo meramente hablado de una forma que solo ella había practicado para que le saliera bien. Ninguna de las mujeres con las que había estado antes sabía o habría sabido follarme tan bien como ella. Supe que se avecinaba un buen espectáculo.
Me arrebató la camiseta y acarició mi torso desnudo. Con la televisión como única fuente de luz, no reparó en la cicatriz de mi hombro. Siguió besándome mientras mi erección abandonaba la timidez y el bulto de mi pantalón empezaba a ser considerable. Con un suave ademán, me la quité de encima y la tumbé cómodamente a lo largo del sofá. Me miró con gesto de complicidad y sonrió, relamiéndose mientras se quitaba el vestido y se quedaba solo con el sujetador y el tanga, ambos de un elegante color negro. Ella sabía de sobra que adoraba cada uno de sus gestos, conocía de sobra como darme justo lo que necesitaba en cada momento.
Mientras yo me quitaba el cinturón, apagó la televisión. Daba igual que hubieran estado retransmitiendo aquella película o su serie favorita, no importaba nada más que la noche que teníamos por delante. Por un momento se me pasó por la cabeza poner música, pero no necesitábamos más soul que el nuestro. No era por desmerecer a Marvin Gaye o a Barry White, pero éramos más que un cliché. Estábamos un paso por delante.
Me quité los calcetines, más por evitar la imagen del sexo con algo de ropa que por necesidad. Iba a colocarme encima de ella para restregarme antes, como solíamos hacer. Pero se apartó a un lado.
-Túmbate-me ordenó.
Obedecí su petición y acto seguido desabrochó los tres botones de mi pantalón, facilitando así su movimiento continuado dentro de mi ropa interior. Como ella era ambidiestra, me había dejado el lado izquierdo del sofá a mí, así que bajé con mi mano derecha hasta su ingle, mientras continuábamos besándonos. Palpé poco a poco, sintiéndome cada vez más excitado al notar que su tanga estaba húmedo. La velocidad de su mano era el indicador, en gemidos por segundo, que necesitaba para saber su índice de placer.
Seguimos masturbándonos mutuamente, aunque ella cayó derrotada antes que yo. Noté cómo un gemido más largo que los anteriores, unido a su cuerpo en tensión repentina, auguraba que se iba a correr. Me miró, sucia, cada vez más atractiva, mientras su fluido manaba de su coño en sentido agradecimiento a la insistencia de mis dedos. Suspiró, y con una rápida y furiosa serie de movimientos, denostando la impaciencia propia del frenesí sexual, me arrebató mis pantalones, se deshizo de mis calzoncillos y empezó a chupármela.
¿A qué dios hay que rezarle para poder repetir aquella sesión de placer? Cada milímetro del torrente de energía exótica en el que se había convertido mi cuerpo echaba chispas. La habilidad de su lengua en mi glande demostraba verdadera destreza, mientras sus manos me acariciaban con maestría, alzando de vez en cuando la vista para deleitarse mirándome a los ojos. Comprensible. No sabía cuál sería mi expresión, pero debía transmitir, seguramente, todo el conjunto de sensaciones que me acribillaban por dentro, haciéndome alcanzar cotas cada vez más cercanas al irrefrenable paroxismo.
Debió de fijarse en mis cada vez más constantes gemidos ahogados, o en la firmeza con la que apretaba mis puños, porque bajó un poco el ritmo y, sin dejar de mantener mi imponente erección con su mano, me sugirió que si quería, podía correrme en su boca. La impresión casi me hizo eyacular en ese preciso momento, pero pude contenerme. Negué con la cabeza, jadeando. Me incorporé, con la herramienta enhiesta, y la tomé de la mano. La conduje a su habitación y allí dejé que se echara en la cama. Tras susurrarle que se relajara, como era mi costumbre (nunca una sugerencia tan tonta había sido tan repetida como ésa) repetí con ella la táctica del sexo oral por sorpresa. Ahora era mi turno. Aunque probablemente ella se había empleado a fondo esperando que yo hiciera lo mismo. Y opté por complacer su deseo a la mayor brevedad.
Pocas ciencias he aprendido en mi vida más útiles, complejas y al mismo tiempo provechosas como el arte de comerse bien un coño. En primer lugar, le quité el tanga, totalmente empapado, y contemplé mi objetivo, que volvía a destilar mi bebida favorita ante la perspectiva de ser devorado por mí. Pero empleé mucho más tiempo, demorándome, para que sintiera, a lo largo de su sensitiva ingle, la tela rozar su piel, mi respiración acelerada, mis manos acariciándola…todo era importante. La prisa en el sexo oral es el virus del egoísta, del neurótico, del que no sabe admirar la calidad de un trabajo bien hecho. Podría decirse que cualquiera que siguiera las teorías de la producción en cadena nunca sabría estimular correctamente un coño con la boca. La primera vez que pensé eso, una paradoja en mi mente planteó cómo era posible, teniendo en cuenta eso, que en “Un mundo feliz”, la novela de Huxley, se diera tanta importancia al sexo por gentes que adoraban a Henry Ford como un nuevo Mesías. Y ahí vi donde radicaba el error a corregir. Había que tratar cada cosa con el principal criterio de que era algo irremplazable y único.
Mi novia gemía y podía escuchar su respiración entrecortada, con ocasionales comentarios como “Sí, sí” o “Joder, Pelayo…” Usé la técnica indispensable del cunnilingus capitalista, es decir, trabajé hasta la saciedad para asegurarme que excitaba correctamente sus labios, y en algunos momentos señalados, indicados con precisión en el esquema mental que me había formado, su vagina recibió a mi lengua como al huésped más deseado. Invertí muchos esfuerzos en lubricar suficientemente toda su superficie, mientras ella se convulsionaba cada vez más. Con una mano me acariciaba el pelo, y con la otra, se agarraba fuertemente a la cabecera de su cama. Sus piernas estaban entrelazadas alrededor de mi cuello: lejos de ahogarme, ejercían una presión que me incentivaba a ir a más. Finalmente, con las cervicales ardiendo por la postura, pero sin intención de detenerme, ultimé el contacto, chupando algunas zonas elementales hasta que ataqué por fin con todas mis fuerzas su clítoris. Las escaramuzas de mi lengua contra esa zona habían sido solo avisos previos, pero nada comparado a esta última carga. La excitación subía a niveles inalcanzables en todos nuestros encuentros anteriores. Mi novia gritaba como loca, totalmente fuera de sí, y, como si fuera una fuente, bebí de ella hasta saciarme.
Con los labios aún mojados tras haberse corrido en mi boca, me agarró por el pelo, y traté de ignorar los calambres constantes que recorrían mi nuca. Me di cuenta, por si no lo había hecho antes, que el esfuerzo había valido la pena cuando acomodé la cabeza en la almohada. Cogió un preservativo del cajón de su escritorio y, reluciente de sudor, me lo puso mientras estimulaba mi erección con constante prestancia. Se sentó encima de mí. Aunque con el movimiento estaba a punto de caérsele, no me dejó desabrocharle el sostén, sino que se lo quitó, dejando sus tetas a la vista. Me cogió de las manos mientras marcaba el ritmo con su pelvis, y las llevó hacia su pecho para que lo masajeara. Me incorporé hasta quedar en una postura simétrica y chupé sus pezones mientras, agarrándola del culo, seguí con el movimiento de cadera más firme y potente que pude. Chilló “¡Me corro!” al tiempo que sus ojos se ponían en blanco, empujándome para que me volviera a tumbar. Noté las contracciones en su vagina y elevé, como si estuviera haciendo el puente, mi cadera de tal forma que podía penetrarla hasta el final. Llegó el punto que no contuve más mi llama y me corrí; ella me miraba satisfecha y su rostro reflejaba la misma concentración que yo había mostrado antes. Nos reímos con alegría post orgásmica, abrazados como si hubiéramos acabado de salvar el mundo.
Poco después, con la noche cubriendo lo que había sido campo de batalla, yacíamos exhaustos, mirándonos a los ojos a través de la negrura. Ella, acariciando mi hombro izquierdo, detectó por fin la cicatriz. Intranquila, me preguntó qué me había pasado. Farfullé un comentario acerca de un incidente en el taller por el que me había quemado trabajando, del que me arrepentí inmediatamente, pues había curado una vez a su amigo Raúl de un corte parecido y sabía que podría distinguir de qué se trataba. Tratando de evadir el tema, fui a por nuestros efectos personales al salón, y tras dejarle su móvil y el mío, me dirigí al baño con intención de asearme un poco. Medité sobre la posibilidad, cada vez más real, de que el karma existiese: una simple buena acción de tarde me había garantizado una explosión de ardiente placer por la noche. Me sentía como si mi semen fuera napalm, y mi novia una guerrera amazona dispuesta a complacer al fogoso conquistador del oeste.
Cuando regresé a la habitación, había encendido la luz y estaba de pie, esperándome. Me miraba con una expresión que tardé en clasificar como amenazadoramente inquisitiva. Me tendió mi móvil con una mano y me preguntó:
-¿Vas a contarme qué es lo que pasa?
Sin comprender, miré la pantalla. El chat estaba abierto por una conversación nueva. Era Thais quien me hablaba. El texto decía: “¡Hola, guapo! Gracias por lo de esta tarde, fue increíble. Espero que no te duela mucho. ¿Qué cuentas?”
-Pelayo, te estoy hablando.
Mi novia me observaba cada vez más inquieta, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. La situación era muy sencilla: Thais, probablemente la mujer más inoportuna del mundo, me había complicado la opción que había decidido tomar respecto a mi pequeño secreto, que no era otra que el silencio y el desvío de la conversación si salía el tema. Y mi novia acababa de leer un extraño mensaje que, unido a mi actitud de político de ignorar sus dudas, formaba una mezcla más peligrosa que la nitroglicerina.
-Es una amiga-contesté, tratando de ganar tiempo.
-Pues no la conozco. ¿Y qué pasó esta tarde?
La callada por respuesta.
-¡Pelayo! ¿Qué pasó esta tarde? ¿Y a qué se refiere con lo de “que no te duela mucho”?
Valoré mis opciones lo mejor que pude. Pero se la notaba ya furiosa. Mal presagio. No me daba tregua, por lo que contesté:
-Es que se enteró de lo del taller…
-Ya. ¿Y lo de esta tarde?
Habiendo salvado ya el obstáculo de no contarle a mi novia que un forzudo me había pateado la cabeza, le dije que era porque la había acompañado a hacer un recado.
-¿Y le prestas tu chaqueta, no? Y esa cicatriz no es una quemadura. Parece un corte. ¿Vas a decirme la verdad o no?
-Pero nena- musité – eso es todo, no hay más…
-Pelayo, por favor, dime qué pasa.
Su continuo interrogatorio, al que solo le faltaba añadir humo de cigarrillo barato, me estaba sacando de quicio, pues la sensación de estar entre la espada y la pared confraternizaba con la facilidad con la que podía resolverse todo, simplemente contando la verdad y dejando de jugar al héroe solitario. Pero la confianza en mí mismo y en mi supuesta causa, que había iniciado por ella y por la cual debía de protegerla, tomó su lugar gobernando mi voluntad. Volví a callar, a pesar de que todas mis excusas se habían desmontado de golpe: el olor de la chaqueta, la cicatriz engañosa, el whatsapp de Thais…Caí entonces que había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos habíamos visto, y que podía generar muchísima perspicacia en ella el hecho de estar tan misterioso de repente. Cuando repitió su súplica de que le contase algo, tras la que yo sabía que se camuflaba hábilmente una discusión de horas, estallé y le contesté:
-Que no pasa nada, joder, no seas pesada.
Castillo de naipes. Juego, set y partido. Muy bien jugado, imbécil. A tomar por el culo la mascarada: mi novia se transformó de repente en una mantícora con tetas dispuesta a sonsacarme la mayor muestra de sinceridad que pudiera, aunque aniquilándome en el proceso…y en caso de que fallara, a ignorarme y a cauterizar la herida de la discusión sin efectuar en la más estricta soledad.
-Pelayo, creo que es mejor que te vayas.
-¿Por qué? – (Sí, fui tan capullo de preguntarlo).
-Porque no me encuentro bien – dijo, sin mirarme.
-Bueno, pero puedo cuidarte, no te preocupes…
A veces no sabía quedarme callado y acatar ya no órdenes, sino sugerencias.
-Pelayo, vete, por favor. Vete de mi casa.
Aunque, en mi fuero interno, era consciente de que la culpa era mía y que la sensatez recomendaba quedarse y no estropearlo todo por una imbecilidad como aquella, el amor propio pudo más y, con una expresión en la que traté de aparentar la mayor incomprensión y decepción posibles, recogí mi móvil, me vestí y me fui de su casa sin despedirme, ni de ella ni de su perro, que ladró fuertemente tras oír el portazo.
Volví frustrado a mi hogar, con “Wonderman” de Tinie Tempah en la radio para tratar de recomponerme tras aquella carga de profundidad en la que se convierten todas las peleas de pareja que arden en el hangar. El remordimiento y la culpa eran mayores en mí, sabedor de que no tenía argumentos en mi defensa y que el delito era simplemente no decir la verdad en pos de salvaguardar un secreto… ¡que no necesitaba ocultarse!
Pero una vez más, cuando llegué a casa, algo dentro de mí me impidió hablar con mi novia, a pesar de que estaba conectada al chat y obviamente merecía, como mínimo, unas disculpas. Caín. Entonces no le puse nombre, pero más adelante, cuando se presentó, supe que había sido propuesta suya, y que venía escuchándole desde hacía tiempo.
La fuerza del héroe en el que quería convertirme cobró fuerzas, sin saber que llevaba dentro la semilla de su propia corrupción. Mi cerebro bloqueó totalmente la motivación (mi novia y su bienestar) que me había llevado a salir a la calle con bienhechora determinación, al no haber recibido comprensión por su parte. Como si de un mecanismo de autodefensa se tratase, mi mente me proponía que el sexo que había tenido con ella no había sido suficiente recompensa, y que, en vista de tal ofensa –sí, ofensa, así pensé en ese momento- era mejor centrarse en las personas que de verdad se interesasen sin reservas por mis actos heroicos.
Y así fue como abrí el chat con Thais y tuve mi primera conversación con ella. De la que más adelante me arrepentiría. Se ofreció a agradecerme con una cerveza el haberla sacado de aquel apuro. No sé qué me impulsó a aceptarla.
Luko179127 de julio de 2014

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