TusTextos

Infierno Cliché

La lluvia atesoraba los techos espasmódicos de mi querido Buenos Aires. El fervor de los amaneces en los suburbios, el excéntrico modo de las personas que al caminar dejan la huella abierta en los barrios atestados por el jubilo desenfreno de saber que un nuevo día comienza en mi querido Buenos Aires. Podía observar desde el aeropuerto la hostilidad de los automóviles que pasaban sugiriendo desvendar un secreto oculto, una antífona de sonetos que nunca fueron resueltos, que sólo quedaron en mi ingrata imaginación. Observaba desde la ventanilla mas grande del aeropuerto todo el esplendor decrepito y absorto de la ciudad. El infierno parecía suminístrale clisés a la lluvia, que incipiente resonaba sobre las manchadas calles de alcoholes divinos; incidía de una forma atónita y preocupante. La lluvia, de a pocos ratos, iba devorando la engría sagaz e indómita de mi querido Buenos Aires, en una forma tan cliché. Consumía su poder, lo mezclaba, lo hacia añicos. Trituraba su ira de desden presurizado y lo convertía en un sumiso y fenecido día, sobrio, aburrido, triste. El encanto de mi querida ciudad estaba adementado y finalizado para tantos, pero era perfecto para mí.
Me levanté, tenia esa opaca sensación de himnos perdidos en el oído (que se había dispuesto para soñar las múltiples opciones de la gira que mi cerebro realiza cada mañana); cada vez al levantarme tengo la tumultuosa alucinación de no saber cual es el discurso empleado para el día, ¿Cuál será mi personaje hoy?, ¿Cuál mi meta, mi definición?; este proceso tarda segundos, hasta que logro recomponer una imagen física, inundada con profusos pensamiento de estilo natural, que relatan, de forma simbiótica, cual será el comedido del día. Me visto, luego del periodo de pequeñas alucinaciones, y descubro un secreto paraíso entre el abismo que me separa del resto de los habitáculos de mi hogar, pero dicho paraíso esta prohibido por una serie de acondicionamientos que me estimulan para ponerme la camisa, luego la corbata y por último el saco. Saco mis predicciones embusteras, y me despejo, me abstengo de mí mismo. Pongo alguna presilla a mi cerebro que imposibilita su accionar pasional. Recuerdo a Peter.
Atesoré para mí la tarjetilla que me regaló, era un secreto, un temprano despertar para la motivación que póstumamente se consumiría en las propias limitaciones amorosas que cada uno de nosotros tenemos: nuestras esposas.
En Buenos Aires llovía, los cielos se columpiaban en las nubes, que con extraños remordimientos dibujaban esplendorosas y horrorosas figuras que me promulgaban del pecado, me exiliaban a un punto remoto, me desconcentraban, no podía, debía estar atento, no perder la fe, conservar la indolencia, nada podía salir mal en el terrible acto que cometeré esta tarde, en el que me involucro, de forma pasional, con una de las personas mas súbitas que haya conocido este ser, que recóndito en pos a los actos secretos que encarna, debe refugiarse en las luces que me guiarán a casa; me dibujarán la ruta del pecado, la ruta del placer. Mientras subía al avión que me llevaría a mi infierno de devoción, sentía la reestructuración corporal que él sufría en medida que yo me acercaba. Abría, él sus sentidos en un libro agonizante y sediento de los más extravagantes apetitos sexuales que deslumbraban a todas las criaturas que mi alma podía llegar a albergar. Y el avión salía, dibujaba la ruta del pecado, la ruta del amor. ¿Amor o placer? Llegué a Londres.
El clamor de la ciudad se desdibujaba con el intrépido sol, mientras la acabada luna, hacia temporales rayos de fraternidad. No podía someterme más al aberrante calor, era infernal. La potente y ambigua luz del sol hacia pequeños círculos a través de mis anteojos, y se vislumbraba poco a poco la conformación de cada uno de los colores de aquella magnifica forma arquitectónica. La religiosidad del momento se confundía con las cornisas de los edificios que ilustraban en mi mente un poderoso crayón de fuertes colores. Debía comprar unos lirios negros para adornar la mesa. Tal vez alguna orquídea azul o algún adorno de mezclilla. El soborno de mi espalda se conjeturaba con mi fobia. Un avión bajaba desde el hondonado cielo. Retraía su accionar. Mi intrépido modelo de perturbación se friccionaba perfectamente. Mi respiración era absorta y comenzaba a temblar. A desquiciarme. Era mi fobia, mi horror. Aristotélicas formas de terror inundaban mi modo mundano de batir el café que estaba tomando. Era té. No. Era café. No. Era Cristo.
Y nuevamente, la lluvia atesoraba los techos espasmódicos. El infierno parecía suminístrale clisés a la lluvia, que incipiente resonaba sobre las manchadas calles de alcoholes divinos; incidía de una forma atónita y preocupante. La lluvia, de a pocos ratos, iba devorando la engría sagaz e indómita de la ciudad, en una forma tan cliché. Recuerdo a Peter Y el avión salía, y dibujaba la ruta. ¿Amor o placer?
Debía comprar alguna orquídea azul o algún adorno de mezclilla. Un avión bajaba desde el hondonado cuelo. Mi respiración era absorta y comenzaba a temblar. A desquiciarme. Era mi fobia, mi horror. Y tomaba algo. Era té. No, no. Era café. No. Era el Demonio.
Misterf11 de mayo de 2009

1 Comentarios

  • Ittai

    Hola, Misterf, me ha encantado tu relato!
    Conforme llegaba al final me vino a la mente el mito de S?sifo, en el que el hombre, cegado y castigado por los dioses, se ve obligado a cargar con una roca gigante eternamente hasta la cima de una monta?a, porque al llegar arriba la roca cae rodando por su propio peso hasta la base, y vuelta a empezar...
    Un saludo! :-)

    11/05/09 11:05

Más de Misterf

Chat