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La Chica de la Piscina

Cuando Elena entró en el territorio de la casa, el portón se abrió solo, sin que tuviera que oprimir una sola tecla de la pantalla de vigilancia.

Cerró los ojos y dejó que el carro avanzara solitario por entre el camino florido y dominado por los sapos. Uno de ellos, verde con pintas amarillas y ojos rojos saltó sobre el capó del carro primero y luego sobre el parabrisas. “¡Mierda, hijueputa!”.

Elena detuvo el carro y bajó. Miró al sapo y a su sangre amarillenta y a él mismo escurrirse sobre el vidrio hasta que sus patas alcanzaron el extremo interior del capó. “Malparido, ¡mire cómo me volvió el carro!”. Su voz retumbó entre la maleza que se avecinaba a cada extremo del camino. “Y esto nunca lo limpiarán, para colmo”. Eligió su lado izquierdo para internarse entre el prado y las hojas caídas de maple. No podía escoger una de esas para quitar al sapo. Se untaría las manos y además, desacreditaría al país. Aunque nadie lo supiera. Finalmente encontró una rama y junto con ella un chapuzón. Miró hacia el infinito de su pupila y vio agua salpicar. Una joven trigueña se zambulló como una anguila y después salió de la piscina. Divisó a Elena, que la miraba. La joven daba pasos lentos para acercarse hacia ella y cuando Elena quiso retroceder, sus piernas casi corrieron para alcanzarla.

-¿Qué busca?
-Un sapo. ¡No! Una hoja, es que se me pegó un sapo al parabrisas del carro.
-Pero la rama que tiene en la mano me parece una mejor elección, no sea que vaya a untar el maple.
Julia caminó hacia el carro. Una astilla se clavó en su pie izquierdo. Se recostó sobre el capó para mirarse, pero Elena tomó con rapidez el pie y quitó la astilla. La chica se quejó, de manera silenciosa.
-Para unas próximas oportunidades te recomiendo caminar con zapatillas. Y con ropa.
-Sí, quizá para la próxima.
-Soy Elena. Déjame te llevo hasta la casa.
-No voy para esa casa. Voy para mi casa, en el pueblo. Voy a recoger mi ropa.

“¿Y salió corriendo?”, “Sí, salió corriendo”. Elena no tenía más explicación. La voz en el teléfono era la de su hombre. El que pagaba las cuentas, el que le sugirió la idea de estudiar música, su todo.

Caminó hasta la cocina. Nada. Sacó las maletas del carro y caminó hasta la sala. Las dejó allí y subió hasta la que sería su habitación. Tenía las cortinas cerradas y olía a hongos, algunos de los cuales encontró atrapados en las esquinas de la cama y en general, de todo el cuarto. Una telaraña se alzaba dentro del cobertor que surcaba la cama de lado a lado. “Muy victoriano. Me voy a dormir a la sala. Que bueno que no se me ocurrió subir las maletas”.

Bajó. A su izquierda se encontró con el maravilloso piano de cola que se le había prometido. Abrió la tapa y unas teclas blanquísimas le sonrieron y ella retribuyó en reflejo. Rozó sus dedos sobre ellas y sintió el éxtasis recorrer su espalda hasta clavarse en su sexo y permanecer allí hasta que su propia mano la liberó con el orgasmo.

Caminó hacia el minibar, que se encontraba a su derecha. Nada. Se sentó en el sofá. “Por dios, aquí no voy a poder dormir. Qué voy a hacer”. Miró la hora. Cinco para las siete. Previó que pasaría la noche procurándose orgasmos.

II

El pueblo estaba repleto de mujeres y hombres vestidos para el festival. Un festival que Elena no sabía que existía hasta hoy. En secreto, hasta para sí misma, buscó a la chica de la piscina. Nada. Comió y cenó allá, con un vaso de sidra de vez en cuando y bailando también con un campesino muy simpático, al que invitó a su casa en la noche.

-¿Y cómo te llamas?
-Me llamo Roger.
-Qué bueno que tú si hablas mi idioma. Odio el francés.
-Ja!. Mi hermana también lo odia. Bueno, no es mi hermana en realidad pero es como si lo fuera, se crió prácticamente con nosotros hasta que mató a sus papás.
-¡¿Qué?!
-Sí, de todos los dolores de cabeza que les daba, los pobres viejos no aguantaron más cuando ella se fue para Québec.
-Ah. ¿Y todavía sigue allá?
-No, ya volvió.
El joven levantó en un ángulo de quince grados su mano y empezó a acariciar el blue jean de Elena. Con quince grados más de inclinación, ya succionaba sobre su cuello, mientras su otra mano le acariciaba una nalga. Ella lo dejó hacer. Demasiada sidra.
-¿No me invitan a la fiesta?
La joven caminó desnuda hacia Elena y se sentó al lado contrario de su hermano, mientras besaba su boca sin sabor, sin olor, sin tacto.
-Ey, despierte.
-¿Qué?
-Se quedó dormida.
-¿Ah?
-Usted es demasiado frígida. Más frígida que las campesinas de por aquí. ¿Por qué no me lo mama?
-¡¿Qué?! Bueno, yo me lo busqué por creer que encontraría más acción en un campesino que en los insípidos coyotes de la ciudad. Pero si me quedé dormida significa que eres demasiado malo.

Roger se acercó a ella, despacio, puso las manos en su cuello y empezó a apretar. A Elena ya no le salía la voz. Sólo cuando su rostro pecoso se puso morado, él la soltó sobre el sofá, desabrochó ambos jeans y la penetró hasta que eyaculó y ella pudo respirar por fin tranquilamente.
-Dios, la raza humana es increíble. Gracias.
-Por nada. ¿Me puedo quedar aquí?
-No tengo nada para comer. Lo mejor será que te vayas.

III

A las ocho y treinta de la mañana del domingo sintió chapuzonzazos en la alberca. Caminó, con el sexo adolorido, hasta la puerta de la casa. La piscina estaba muy lejos de la entrada. Le dolía todavía demasiado para caminar con el jean puesto. Abrió la maleta y cambió la prenda por un short amarillo. También se cambió la blusa camionera por una camisilla blanca.
Corrió hasta la alberca, sólo para ver a Julia que salía, para lanzarse nuevamente, de espalda hacia ella.
-Mi dios.
Julia nadó hasta el otro lado. Aún dolía pero la placidez se instaló en su sexo, como una daga, cuando la joven salió de la alberca con la intensión de hacer lo mismo.
-Hola. Lo siento. Ya me iba.
-¿Porque yo me vine? De cualquier manera te estaba espiando desde la casa.
-No es cierto, desde la casa no se ve nada.
-Entonces ya estuviste adentro.
-Sí, con su papá.
-¿Ah?
-A veces él me llamaba.
-Ah. Entonces tú eres Julianita.
-No, señorita. Julia.
-Claro. Julia. Es que me imaginaba que tendrías cinco años o algo así. Mi papá siempre se refería a ti como si fueras una niña. ¡¿Él te veía nadar?!
-No. Su imaginación vuela muy rápido. Se parece mucho a su papá. Él me decía que existían las hadas.
-Hablaba en sentido figurado. Yo soy su Hada.
-Elena, la Hada.
-Algo así. ¿Ya desayunaste?
-Sí. Ya me voy.
-Ah, bueno.

IV

“Es agradable. Pero no habla mucho. O sí habla pero no se deja entablar conversación, ni invitar a nada. Con esta gente del pueblo no se pueden tener atenciones”. Su papá le explicó que a Julianita le encantaban las moras que crecían en el árbol trasero de la casa. Y que jamás la había visto bañarse desnuda y que cuando la llamaba, en efecto era una niña de unos diez años. Luego se marchó a Québec y finalmente, parece, ahora estaba en el pueblo otra vez. “Ella es el puro demonio”, le dijo antes de colgar.
“Por dios, cuál demonio… ojala fuera así, me lo dejaría todo más fácil”.

Las teclas del piano le pedían más, pero ella no tenía más sexo que ofrecerles. Estaba adolorida. Intentó toda la tarde pero no pudo. Y al día siguiente. Al tercer día, el hambre le ganó y salió al pueblo. Tenía las mejillas enrojecidas y el ánimo febril. La buscaba. “Tal vez con los hombres del pueblo… donde los hombres… qué sensación. Debería dejar de comer más a menudo”.
Entró en una tienda. Estacionó el coche en la calle y preguntó por Julia.
-Allá, con Damián.
Un ángulo de noventa grados nubló los ojos de Elena. Hizo señas a su rostro y con los índices trató de aclararse la vista.
-¡Julia!
Ella volvió a verla y sonrió ampliamente. Luego se volvió hacia el chico rubio y le explicó algo con un gesto torcido de la boca.
-Señora.
-Venga.
-¿Para qué?
-Necesito que me ayude a… no sé, a bajar moritas del árbol trasero de la casa.
-Qué bien. Sí señora. Qué pena contigo, pero me tengo que ir.
-Pensé que ya no trabajabas.
-Sólo para las mujeres. Bueno, nos vemos, ¿sí?
Elena sonrió. Y luego sintió un fuego recorrerle el rostro al observar un rapidísimo beso en los labios.

V

El velocímetro marcaba ciento veinte kilómetros. Julia sonreía a la ventanilla y Elena la miraba de cuando en cuando por el espejo retrovisor.
“Maldita. Bueno, ella no, el muchacho. Maldito”.
Julia se zambullía de un lado a otro en el asiento del carro, de acuerdo a lo requerido por las curvas de la carretera y por la velocidad de Elena para recorrerlas. Una curva más. La pelirroja volvió a mirarla.
-Ya estamos en la casa.
-¿Puedo ir a la piscina?
-No. Vamos a bajar moritas del árbol.

Estacionó. La casa abrió furiosa su puerta delantera con un golpe de la mano de Elena.
-¿Nunca cierra con llave?
-No.
-¿Por qué?
-¿Por qué lo haría?
-La pueden robar mientras está fuera.
-Todos tenemos lo mismo, nada de valor podrían robarse y el camino es largo, como para sacar las cosas.
-Pueden tener carro, como usted.
-¿Entonces para qué querrían robar? Entra.
Julia entró. Elena se sentó en el sofá y le dio palmaditas al cojín a su derecha con la vista puesta en la morena. Julia se sentó con la mirada en el punto de fuga. Elena le acarició el cabello, tomó un extremo de pelo y acercó su nariz a él. Y así lo hizo con el resto de cabello. Julia aún seguía en el horizonte. Elena bajó su mano al cuello, para trazar círculos de sol y de luna. Julia se estremeció como si una ligera corriente eléctrica le hubiera penetrado el cuerpo. Elena sonrió y siguió. Bajó su mano hasta la mitad del pecho y la dejó allí, en busca de la desaprobación de Julia. Pero nada vino, así que corrió su mano hacia el seno derecho. Lo estrujó con los dedos pegados a la carne, con presión. Julia frunció el ceño y los ojos se le adormilaron. ¿Lo estaba disfrutando? Elena replegó sus dactilares hasta el pezón. Lo giró y estiro, quería sacarlo de su sitio. Un gemido. Elena abrió la mano de nuevo y repitió la acción de forma más rápida. Un gemido tras otro y tras uno primario, animal. Entonces vino la urgencia del beso. Elena estiró el rostro y Julia volvió su cara en sentido contrario. Esperó un momento. Intentó una segunda vez. Lo mismo. Se trepó sobre Julia y le forzó los labios hacia los suyos con sus dos manos pero Julia los envolvió hacia adentro y no los sacó en los tres intentos furtivos de la pelirroja. Elena se levantó y pateó el vidrio de la mesa de centro, de manera casual.
-¿Por qué no dejas que te bese? No tengo ninguna enfermedad. Me acosté con tu primo anoche pero no voy a enfermarte si él está contagiado –acercó su cara hasta los labios de Julia, que estaban plenos, entre abiertos-. Un beso no contagia nada. ¿No sabes eso? ¿O acaso te contagió algo a ti mi padre? Seguramente que fuiste la amante de mi padre.

Elena fustigó cualquier objeto quebradizo de la casa por más de media hora, acorde con el reloj de Julia. Hasta que la morena decidió levantarse y mantenerle los brazos pegados a su propio torso. Así, se quedó dormida la pelirroja, sobre el mismo sofá del beso fallido.

VI

-¡Tu no te vas!

Elena llegó hasta la puerta en dos zancadas. Se interpuso entre esta y Julia y estuvo sentada allí durante las dos horas siguientes. Julia durmió ese mismo lapso de tiempo, acostada en el sofá del beso fallido. No intentaba otra cosa diferente a respirar, a mantenerse viva. Cuando despertó, caminó hasta la alacena. Nada. Se acercó hasta el piano, tomó una de las partituras, la partió en dos y se llevó una a la boca. Elena, quien observaba con detenimiento, llegó hasta ella en tres zancadas.

-¡¿Qué te pasa; estás loca?!
Julia la miró con las cejas levantadas y luego se dio una vuelta con sus ojos azules oscuros alrededor de la sala.
-Sí, claro.
-¡Te estás comiendo mis partituras! ¡¿Qué te pasa?!
-¿Yo no tengo derecho a estar loca?
-¡No!
Pero no la detuvo. Elena se quedó quieta, con los ojos puestos en la partitura.

VII

Condujo el automóvil con la misma velocidad con la cual acostumbraba a hacerlo. Miró hacia la casa, que ya se perdía entre las hojas de maple para cerciorarse de que las ventanas del primero y el segundo piso estuvieran cerradas. Se detuvo en mitad de una plaza y caminó hasta el mercado.
-Déme toda la fruta que tenga. Y también quiero algo de…carne o lo que tenga, me da igual. Pollo… lo que sea.
-Tenemos carne.
-Pues entonces déme carne, hombre.

Después de vivir en Europa del Este durante su adolescencia y su veintena, Elena había vuelto con su padre, a su país natal. No esperaba ser una gran compositora. No esperaba nada. A los 28 años sólo quería retirarse a la casa de campo.

VIII

Elena estacionó el carro frente a la piscina. Caminó hasta la casa, sacó su llave y abrió. Subió hasta el segundo piso. Abrió la puerta de su habitación y observó a Julia, encadenada con un grillete a una de las patas de madera de la cama.
-Creo que una viuda negra está colada en el techo de la habitación. Su veneno es mortal. ¿Quiere que me muera?
-El veneno de la viuda negra no es mortal.
-Se me olvidaba que estudió botánica.
Elena sonrió y le tiró una fruta. Julia la cogió al vuelo y se la llevó a la boca.
-No me gusta la manzana.
-Tengo otras frutas. Si quieres no te comas esa, ven, te voy a dar otra. ¿Cuál quieres?
-Quiero ésta.
-¿Entonces de qué te quejas?
-Tengo derecho a quejarme de lo que no me gusta, aunque me lo vaya a comer de todas maneras.

Elena la miró. Se la comería. Se sentó en la cama y palmeó un lugar a su lado. Julia miró el grillete. Elena se acercó más hacia la esquina de la cama y volvió a palmear un lugar. Julia subió. Elena se acercó para besarla pero Julia volvió su rostro de nuevo. Elena se quitó la blusa y la de Julia y la recostó en la cama. Se trepó sobre ella con todo el peso de su cuerpo y lo restregó de arriba hacia abajo, para que sus pezones se tocaran. Los levantó hasta la boca de Julia, que los recibió con la lengua. Tomó lo que alcanzó de carne con su boca y luego la apretó con un movimiento hacia fuera, hasta pellizcar el pezón. Elena gimió, alejó sus senos de esa boca caliente y resbaló hasta tener los de ella en su boca. Trató de hacer lo mismo, el mismo movimiento, hasta que Julia gimió. De manera muy leve. Elena juntó sus pelvis e hizo presión. Un minuto o quizá dos después, tuvo un orgasmo. Se separó de la joven, se acosó a su lado, sobre su brazo, y la miró. Julia le acarició las cejas. Y le dio un beso en la mejilla. Elena se levantó, se vistió, vistió a Julia, tomó las bolsas del mercado y bajó hasta la alacena. Puso allí las compras y caminó hasta el piano. Abrió la tapa en cámara lenta y acarició las teclas. Y lloró.

IX

Sobre la parrilla, Elena cocinaba el filete mientras veía a Julia nadar. Iba de un extremo de la piscina hasta el otro, completamente desnuda. La carne sobre el fuego soltó una chispa que la picó en el brazo derecho. La limpió con un trapo blanco y sucio y apagó el artefacto. Se acercó hasta el borde de la piscina y una vez Julia tuvo su rostro fuera del agua, la llamó. Con dos o tres pausas, Julia llegó hasta su extremo. La miró. Elena le pidió con la mano que saliera del agua y se sentara a su lado. Tomó el grillete que tenía junto a la pata de la parrilla y lo puso alrededor de su tobillo. Se levantó y se desvistió, sin prisa, ante la mirada vigilante de Julia. Se lanzó al agua, nadó de manera ondulante hasta el otro extremo. Salió de él y se lanzó, frente al rostro de Julia, de nuevo al agua. Nadó hasta el extremo contrario. Salió, se agachó para sacudir su cabellera pelirroja y se sentó a un lado de Julia, quien ya no la miraba. Estiró el brazo derecho y tocó sus labios menores. Humedad. Elena sonrió, se levantó, se visitó por segunda vez en el día y sirvió carne para ella y fruta para Julia.
-¿Quieres carne?
-No como carne.

X

-¿De dónde sacó el grillete?
Elena se levantó del piano, lo había observado durante dos horas y media. Tocaba de vez en cuando las teclas blancas y acariciaba las negras con el dedo corazón. Se levantó y rodeó la cola del instrumento, puso su mejilla sobre la tapa negra y acaparó cuanto pudo con sus brazos blanquísimos y pecosos. De vez en cuando, también, miraba a Julia, que parecía embebida en sus acciones. Se sonrojaba ante la mirada de la morena y volvía la vista nuevamente hacia la cola del piano. Cuando el reloj marcó las doce de la medianoche y finalmente Julia abrió la boca para emitir aquella pregunta, Elena caminó a su lado y le soltó el grillete.
-¿Te vas a ir?
-Sólo los tontos contestan una pregunta con otra.
-¿Entonces soy una tonta?
-Yo no lo dije.
-Ya no quiero discutir. Estoy agotada.
“Pero necesito componer”, pensó. “Necesito componer”. Volvió la vista hacia Julia y sonrió. Subió hasta el segundo piso, abrió el primer cajón de la mesita de noche y sacó la llave. Bajó hacia el primer piso y liberó a Julia.
-Por favor, desvístete y siéntate sobre el piano. Julia la miró sin gestos en su rostro. Caminó hacia el piano, levantó los brazos para sacarse el vestido y se agachó para quitarse la ropa interior. Subió la pierna derecha al asiento del piano para impulsarse en el ascenso. Se sostuvo de una de sus extremidades para evitar caerse y dio un giro rapidísimo para aterrizar sus nalgas sobre la fría caja negra. Abrió las piernas hasta ponerlas de extremo a extremo de las teclas, lo más amplio que pudo. “Me ha leído la mente”, pensó Elena. Se acercó hasta ella y se sentó en el banco. Organizó una partitura en blanco.
-No te muevas de aquí -caminó hasta sus maletas en la sala y regresó con un lapicero-. Abre las piernas de nuevo, por favor.
Julia descruzó las piernas y las ubicó alrededor de las partituras vacías. Se apoyaba en sus brazos para mantener su posición. Elena tocó finalmente, algunas teclas primero, ninguna melodía conocida. Luego, tomó el lapicero y escribió algunas corcheas, blancas y un silencio. Dejó el lapicero a un lado y miró hacia el frente. Con uno de sus dedos exploró los alrededores del sexo de Julia. Abrió hacia la derecha, abrió hacia la izquierda, una y otra vez. Se inclinó para ver el clítoris crecer, no sabía que eso sucediera. Lo tocó hacia arriba y hacia abajo, sin ejercer presión.
-No sabía que crecía – Y volvió la vista a los ojos de Julia.
La joven asintió con los ojos cerrados y apenas un suspiro. Elena volvió su rostro hacia el frente y con el mismo dedo penetró la abertura, quizá un poco más grande de lo que hubiera pensado.
-¿Te duele cuando hago esto?
Julia negó con la cabeza de un lado a otro. Continuó con su trabajo algunas veces más hasta que vio un ligero sudor que se le escapaba. Se llevó una muestra a la boca con el dedo.
-Pensé que sabría a algo.
Julia levantó la cabeza y abrió los ojos sin ninguna prisa.
-Usualmente sabe… tal vez más adelante, si sigue en lo que está.
Elena sonrió hacia un lado pero sin malicia, con tristeza. Dejó caer la cabeza sobre el piano ante su propia excitación mental.
“Tal vez pueda escribir sobre esto, alguna alegoría con las frutas…”
-¿Qué fruta te gusta, Julia?
-La mora.
Elena abandonó la sonrisa. Se levantó de repente y tomó a la morena de los hombros, para acercarla hacia ella.
-¿Por qué? ¿Por qué las moras?
-No lo sé.
-¿Hay en el árbol trasero de esta casa?
Julia se puso lívida. Leyó la mente de Elena. No contestó. No tenía la menor idea de lo que estaba hablando. Elena la dejó allí y corrió hasta el patio trasero de la casa. Un árbol se abrió solitario entre el jardín, que se extendía un par de acres hasta que su vista dejó de percibirlo. “No hay ningunas moras”.
Regresó corriendo hasta la sala. Julia se había levantado ya y se vestía rápidamente, con el rostro pálido y sudando. Elena la tomó por los hombros y con su fuerza, la sentó sobre el sofá.
-No hay ningún árbol de moritas. Bajar moritas significa tener sexo, ¿verdad? ¡¿Verdad?! Fue mi padre, no es así, él te violó. Te violó cuando eras niña y cuando él te llamaba. Entonces huiste a Québec, ¿no es así? ¡Y ahora regresaste! Y yo estoy haciendo lo mismo contigo –Elena bajó el rostro. Se limpió el dedo en su pantalón hasta que se rasgó la cutícula-. ¡¿Por qué no hablas?! ¡¿Por qué no dices nada?!
-Es que no tengo nada qué decir –Iba a agregar que no entendía una sola palabra pero Elena se lo impidió-.
-¡No lo defiendas! ¡Ese bastardo maldito, lo mataré! -Elena tomó el grillete y lo puso de nuevo en el pie de Julia. Se miraron. En los ojos de ambas había angustia y desconcierto-. Es por tu seguridad.
Elena arrancó el cable del teléfono con violencia y se llevó el aparato hasta el segundo piso. Entró a la habitación de la Viuda Negra y cerró con llave. La miró. La arañita colgaba posesiva de su tela sobre el cobertor de la cama. Conectó el cable, marcó y dejó el teléfono repicar.


XI

“Viejo miserable, desgraciado, maldito. ¡Tú la violaste! ¿Querías hacer lo mismo conmigo? ¿Cómo pudiste, papá? Tú eras mi ídolo, te adoraba. ¿Cómo has podido hacerle eso a una niña? ¿Papá, cómo has podido? ¡Te odio, papá, te odio! ¡Te odio viejo maldito!”.

La máquina contestadora soltó un ruidito, una especie de pito grave. Piii. No queda espacio para más insultos. El hombre no había contestado en los veinticinco intentos que Elena hizo desde la madrugada hasta las siete de la mañana, cuando el sueño la desvencijó a los pies de la cama.

XII

Julia despertó a las ocho. Soñó que Susana la besaba, con apenas piquitos absurdos, pero que la abrazaba a su cintura con la fuerza de incrustarle las uñas. Se tocó el pecho, con la mano un poco inclinada hacia el lado izquierdo. Uno, dos, uno, dos, uno, uno, uno, en segundos. Se miró la mano que antes había tenido en el pecho. No se movían, pero a ella le parecía que así era.

El estómago hacia el lado izquierdo empezó a dolerle. Los jugos gástricos le ronronearon el estómago y la urgencia de lo inevitable de la naturaleza la tomó por sorpresa y la ensució a los pies del piano, donde había dormido.

Había viajado a Québec cuando tenía 15 años, cansada de los manoseos interminables de un hombre al que conocía más bien poco, pero con quien su madre hablaba mucho. Ejerció como trabajadora sexual durante 3 años, hasta que harta, regresó al pueblo. Viajaba a Québec cuando el dinero escaseaba. Y entonces, contestó una llamada que le ofrecía un contrato importante. Un contrato sexual permanente, durante días. Una joven. “¿No te importa que sea una mujer?” Muy al contrario, pensó ella, me cansé de los penes flácidos y duros, me cansé de su entrada y su salida. En su cuerpo y en su corazón.

Y ahora, la locura. No tenía idea que de las mujeres también pudieran lastimar el cuerpo y el alma, el cuerpo y el alma de sí mismas. Como Elena lo hacía. Sin embargo, lo que más la entristecía, era su ignorancia imposible. No tenía la más mínima idea de lo que la pelirroja hablaba. Y no podía arrancarla de su mal.
Paola07 de febrero de 2008

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