Y sus cabellos bañados del sol de octubre caían sobre su rostro como cortina de oro, el oro de mi amor. Y cada nota musical que salía de sus ojos poetas y las rosas de su exhalación hacían un edificio, un concierto, un jardín mientras las voces de la sabiduría le hablaban de ésta o aquélla teoría y mientras lanzaban al aire las anécdotas vividas y muchas falsas producto de la imaginación de aquel viejo lleno de arrugas y conocimientos; y su atención -mi atención, aclaro- se perdía -y aún no sé por qué- y la veía botar y rebotar en cada palabra, en cada concepto, en cada pared y botaba también entre mis recuerdos absortos y por más que quería atraparla no lo logré, dos segundos le bastaba para escapar de mis oídos, mis manos, mis ojos, mi lengua.
Y sólo a veces -muy pocas veces- el rosa -de niña- y el azul -de niño- que resguardaban mis letras y grafito captaban mi atención dispersa, loca, vaga, producto de qué sé yo.
Y cada bolita de mi blusa me hablaba de verde a más verde y de verde a más blanco, como burbujas que reflejan mis labios, todos gigantes y deformes -como tal vez son- y me decían mentiras y me decían verdades, entre risa y risa como quien me compara con España -conquistadora tal vez- por un sueño, por un deseo o por obseción; oh! que mi amigo ingeniero y poeta enamorado de su bella dama, como quien se enamora del amor -como tú o como yo- o como los viejos amores frustados y frustrantes donde el ayer para mí es antier.
