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Esencia de Selva

Me desperté nostálgico, un tanto reflexivo y pensativo conmigo mismo. Decidí tomar una caja en la que solía guardar recuerdos de cada lugar que conocía, en mi época de viajante. Sabía que el día de mañana, cuando quisiera volver a conectar, esa caja me devolvería, al menos por un instante, esa energía del lugar, su esencia y su propia vibra. Entre fotos, souvenirs, y demás recuerdos, encontré mi piedra n°3. Eso me robó una sonrisa, e inmediatamente, recordé con total precisión y emoción esa experiencia realmente mágica e inspiradora. Sosteniendo la piedra y apretándola de a ratos, iba reconstruyendo en mi interior cada detalle acontecido y vivido en ese entonces. A veces, uno debe presenciar momentos y situaciones realmente difíciles, duras de digerir, pero que en parte a uno lo coloca en otra posición, y lo hace entender las cosas de diferente manera.
En ese entonces yo había decidido viajar a Brasil, con el único fin de adentrarme en el Amazonas, y poder encontrar una pequeña tribu originaria de la zona, la cual había investigado y me atraía por su permanencia a lo largo de los siglos, y saber que aún conservaban antiguas costumbres y su verdadera esencia. Nunca habían dejado de ser lo que siempre habían sido. Esa genuinidad fue lo que me impulsó a querer llegar ahí, siempre y cuando se me permitiese, siendo consciente del respeto que tanto, ellos como el lugar donde habitaban, se merecían, y que cualquier extraño que ahí llegase, podría ser considerado una potencial amenaza para su comunidad.
Una vez arribado a Brasil, me encontré con un guía, originario del amazonas y perteneciente a la tribu, que al día de hoy, sigo considerando un amigo, y con el que mantenemos contacto. Joao. Desde el primer momento que nos encontramos, se mostró como una persona amigable y sumamente amable conmigo. Yo, de entrada me manifesté de manera honesta, logrando que entendiese que realmente quería ir ahí, sin cámaras, sin mochila, ni nada que pudiese incomodar a Los Yanomamis. Le expresé mi deseo de querer conocer sus hábitos, sus costumbres, y como llevaban el día a día, aislados del mundo moderno, pero sin envidiarle nada, porque al fin y al cabo, ellos aún conservaban esa pureza, y esa sana costumbre de coexistir entre ellos, más allá de cualquier diferencia física. Me fascinaba adentrarme a un nuevo y hermoso mundo de naturaleza, en donde no cabía lugar para los prejuicios y el exceso de violencia, como si lo había en el mundo de donde yo provenía. Esto, a Joao, le sentó bien y me confesó que amaba ser guía por esa misma razón. El tuvo la posibilidad de ingresar a lugares remotos y recónditos, donde pocos llegan, y me compartió de su sabiduría, y su respeto hacia la madre tierra. Mientras me relataba algunas vivencias, algunas lagrimas se desprendían de sus ojos y recorrían todo su pómulo , reencontrándose en su mentón. A Joao le dolía en el alma, ver como sus hermanos (Así llamaba a las personas), quebrantaban ese respeto para con la tierra, y con maquinas asesinas penetraban en la selva, para cazar, para talar, y para sembrar el mal, donde antes no existía. El me relató, numerosos episodios de confrontación, en los que decidió tomar partido por cuenta propia y situarse del lado de las tribus, para pelear por lo que ellos consideraban un bien preciado y sin dueño, ya que como me explicó Joao, para las tribus, nosotros simplemente somos huéspedes de la tierra, y como tales, debemos de cuidarla y preservarla, para generaciones futuras, y cerró con una frase que me tocó el corazón: “Acaso, como puedo creerme dueño, o sentir que es de mi propiedad, un milagro natural, como es un árbol, que ha estado desde hace mucho tiempo, décadas anteriores a que yo haya nacido. Como podría cortar un árbol que yo no cree, que yo no traje, ni que yo formé. No. Eso también es violencia para nosotros. Porqué también es un ser. Y por qué en todo caso, nosotros deberíamos pedirle permiso para tocarlo, treparlo, y hasta mirarlo. Los Yanomamis siempre entendimos, que la tierra es dueña de todo, nosotros tuvimos la suerte de nacer aquí, y aprender, gracias a las enseñanzas de los más sabios, que ese respeto es mutuo, por eso la tierra jamás nos hizo faltar nada.” Me quedé callado unos segundos, sin aliento y sin palabra alguna para poder expresarle a Joao, que lo que me dijo, había generado en mi, un mayor deseo de querer llegar ahí. Eso lo entusiasmó y empezamos el recorrido, ingresando por el Amazonas, lugar que conocía como la palma de su mano. Me sorprendía su sentido de la ubicación, donde yo posiblemente me habría perdido, no menos de 100 veces, por lo que deslicé, a modo de chiste: “Joao, conoces el camino de memoria, me sorprende realmente”, a lo que él, entendiendo y siendo cómplice, respondió: “Quédate tranquilo, nací aquí y camino como quien toma el camino para llegar a su casa, acaso tienes miedo que me olvide y terminemos perdidos?”, simplemente sonreí, y repliqué: “Después de lo que me contaste, quizás hasta te golpee la cabeza para que olvides el camino. Tanto verde ya me está haciendo bien”.
Caminamos no menos de 2 horas, entre la selva amazónica, en donde pude observar innumerables especies de plantas y animales que solo conocía gracias a Animal Planet. Realmente me encontraba a gusto, y sentía una sensación de placer que hacía mucho no experimentaba.
Joao me hiso una seña con la mano, como insinuando que estábamos cerca de llegar. Se acercó a mí, y me dijo en voz baja, que primero iba a ingresar el, para mostrar respeto y pedir permiso para poder entrar conmigo. Claramente accedí a esperarlo, rogando que nada saliese mal. Aguardé algunos minutos, entre ansiedad y nerviosismo. Pero ya estaba ahí. Lo que había proyectado, estaba a un paso de cumplirse, y de cierta forma yo podía sentir la conexión del lugar, esa energía renovadora, y un aire que penetraba por mis orificios nasales y acariciaba lo más profundo de mis entrañas. Me sentía a gusto, realmente, es por eso que decidí quitarme las zapatillas, conectar completamente con la tierra, cerrar los ojos y abrazar un árbol, terapia que había aprendido en otro viaje y que me había enseñado la magia del intercambio energético. En ese ínterin, sentí unos pasos aproximándose, por lo que volví a abrir los ojos, seguro de que era Joao que iba a confirmarme mi entrada a la comunidad Yanomami. No obstante, para mi sorpresa, no era él. Era un niño de no más de 10 años de edad. Muy curioso, que me rodeaba y me miraba de arriba abajo, observando mi pelo, mi barba, mis tatuajes, incluso, atraído por los colores de mis pulseras. Yo extendí mi mano, con la palma hacia arriba, intentando no asustarlo y aspirando a que interpretara que mi intención era saludarlo. El niño sonrío, y tocó mi mano, con vergüenza. Yo sonreí también, y toqué la suya. Se generó un clima de complicidad, y si bien, ninguno emitió palabra alguna, la comunicación visual y gestual prevaleció y fue muy fuerte. En ese momento, regresó Joao, se disculpó por la tardanza, y al ver al niño lo saludó. Nos tomó de las manos y decidió presentarnos, primero dirigiéndose a él, en su lengua nativa, incomprensible para mi, claro está. Luego, me miró a mí, y me presentó: “Joaquín, el es Miko, un joven amigo mío de la comunidad, pero veo que ya se conocieron”. Miko se acercó y por primera vez habló. No comprendí lo que me decía, por eso lo miraba a Joao para que hiciese de traductor: “Miko dice que le gustan tus pulseras, y que él te va acompañar en tu visita aquí adentro. Que no te preocupes”. Asentí con la cabeza y agradecí. Joao, brevemente me enseñó algunas palabras claves de su lenguaje, tales como “Marewa-Gracias; Fatá-Por favor; Daimbo- Buenos días; Noimbo-Buenas noches”. Ya no me sentía tan desnudo, y al menos eso, me iba a permitir agradecer y comunicarme de manera respetuosa con la gente de la comunidad. Comencé a seguir a Joao, mientras Miko caminaba a mi lado de la mano. Realmente un gran gesto. Nos topamos con unos árboles inmensos que marcaban la entrada. Decidí acariciar ambos a modo de respeto y generosidad. Continuamos con la caminata hasta situarnos en el centro de la comunidad, dónde lo perfectamente imperfecto se hiso presente. Chozas hechas de adobe y paja, pero con prolijas terminaciones y revoques que me dejaron perplejo, y pequeños huertos donde mujeres y hombres trabajaban a la par. A medida que seguíamos avanzando, la curiosidad de los Yanomami crecía, y dejaban de hacer lo que estaban haciendo para acercarse a mirarme y observarme de cerca. Al principio me sentí un tanto intimidado, pero luego me relajé y dejé que interactuaran conmigo. En ese entonces, la gente se abrió paso, y observé a un anciano, con un bastón y algunas plumas en su cabeza. Asumí que era una especie de cacique, por lo que me arrodillé sin pensarlo y vociferé: “Daimbo”, y agaché la cabeza. El anciano, tocó mi frente y deslizó la siguiente frase: “ferea main dulo fatá”, Joao se agachó a mi lado y me dijo: “El gran cacique dice que te pongas de pie por favor”. Cumplí sus ordenes y agradecí: “Marewa”. El gran cacique se colocó atrás mío, y apoyó una mano en cada hombro, y gritó a los 4 vientos:”et uoy ist daim ene naimbre dol mouadre terrá ete rencib ene nastra com” “Es en este día en el nombre de la madre tierra que te recibimos en nuestra comunidad”, replicó Joao, mientras yo no tenía palabras para emitir, y sólo me limitaba a dejarme llevar por su ritual. Yacía estupefacto, anonadado y absorbido por el momento. Nada más importaba que estar ahí, en ese momento, en ese lugar. El gran cacique tomó mi mano derecha y la colocó sobre la suya mientras tenía el puño cerrado. Extendió su mano, y posterior a ello me enseñó su palma. En ella había cinco piedras, enumeradas, I,II,III,IIII,IIIII. Me señaló las piedras y me dio a entender que escogiera una. Joao me explicó que cada piedra representaba un animal, que estaba pintado en su dorso, y que cada uno, simbolizaba algo único y particular para la comunidad. Entendiendo la esencia de esta oportunidad, sin titubear, escogí la número III. La tomé, la miré, percibiendo el material de una piedra rara, que jamás había visto. Le di la vuelta para ver que animal representaba, y en ella, estaba pintada una hermosa águila. Cuando le dí la piedra al gran cacique, el sonrío, y dijo: “ eresgra al mouadre terrá coum al ansaná dol estrani viagón, uaq enne daim ereflé sparatuilia dol avea an, cuandeor dol selváe ostre, uin fialeda minsejor dol terrá uin al celó”
“Regresa la madre tierra con la enseñanza del extraño viajero, que en este día, refleja la espiritualidad del gran ave, cuidador de nuestra selva y fiel mensajero de los cielos y la tierra”. A partir de esas palabras, me sentí tocado desde el interior espiritual y entendí, que ciertas cosas deben suceder en determinado momento, en determinado lugar, para hacernos entender, que la vida es eso intangible que tan bien nos hace al alma. Y que quizás no es primordial lo que uno tiene, sino, realmente, lo esencial es priorizar lo que uno siente. Siempre.
Rama2320 de noviembre de 2015

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