Navidad.
Nunca me ha gustado la navidad, siempre la he odiado, he odiado los belenes, los villancicos, comer las uvas, la gente que sólo se acuerda de ti por esas fechas, la gran falsedad de algunas personas, los típicos mensajitos de texto nada originales... Pero sobretodo, lo que más odio de la navidad son algunos detallitos de las reuniones familiares. Sí, eso mismo. Y no porque no me guste estar con mi gente, todo lo contrario... Me encanta, me encanta ver a las enanas de la casa toquiteando todos los regalos e intentando descubrir qué habrá dentro de cada uno y cuál será el suyo. Me encanta también ver a gente que hace tiempo que no veo, que por motivos de trabajo o de distancia es casi imposible quedar. Me encanta que nos reunamos todos y nos pongamos a cantar, a bailar, a reír, a llorar de la risa, a hacer un poquito el tonto y olvidar toda esa mierda de fuera que nos atormenta o nos preocupa. Pero lo que no me gusta es ver esas sillas vacías, esas risas que ya no están, esas voces que hace tiempo dejaron de retumbar, esos recuerdos de las personas que se fueron sin avisar, cosas que nadie esperaba que fueran a pasar. Y no solo en navidad, también el resto del año, pero qué queréis que os diga... El momento de abrir los regalos para mí no es nada fácil, porque ya no hay regalos que necesite o que quiera tener, ya no escribo una carta ni pongo el más mínimo interés en hacer saber cuál sería el regalo perfecto para mí, pues ya no lo hay. O lo hay, pero es imposible tener. Ojalá alguien me diera una caja, un paquete, un envoltorio, lo abriera y dentro estuvieran ellos, ese sería el mejor regalo que me podrían hacer jamás.
