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Una Alianza

Vigo, 18 de mayo

Me desperté al sentir a Ana levantada. Faltaban unos minutos para la ocho, cuando oí la ducha. Luego, salió en silencio y me hice el dormido mientras se vestía. Sentí como cruzaba la habitación para sentarse en una silla cercana a la ventana que daba a la calle. Me removí en la cama y medio incorporado le pregunté: « ¿Ana, qué pasa?». Permaneció inmóvil dándome la espalda. Me acerqué a ella y al coger sus hombros me apartó las manos. Me di cuenta, cuando alzó sus ojos hacia mí, que estaba llorando.
«Por favor, no me preguntes nada ahora, —no sabría que decirte».
«Ana —dije —, si tu quieres me voy ahora». Permaneció callada mientras escondía su rostro entre las manos. Su silencio, era un sí que ya conocía de otras veces. Entré en el baño recorrido por un vértigo. Abrí la ducha con rabia contenida, sin afeitarme, ni esperar a que estuviera el agua más caliente. Con el pelo aún mojado me vestí y fui metiendo atropelladamente en mi bolsa lo que había traído para aquel viaje ahora interrumpido.
Apenas terminé: «Salgo—le dije—, más tarde te llamaré desde la calle.»
Levantó sus ojos, aún llorosos: —Perdóname, susurró en voz baja—perdóname, Santi.
«Santi…» Mi nombre sonaba como siempre.

No pude continuar allí más tiempo. Bajé las escaleras y en la recepción del hotel avisé que prepararan la cuenta mientras tomaba un café en la barra de la cafetería. Me estallaba la cabeza —las únicas pastillas para aliviar el dolor estaban con mis cosas— y no quería volver a la habitación de nuevo. En el hotel, solo tenían aspirinas que siempre me provocaban un rebote del dolor al tomarlas. Quedaba más de una hora para que abrieran las farmacias, a no ser que hubiera cerca una de guardia. Afortunadamente la recepcionista me indicó de una abierta unas dos calles más abajo.

Fuera, ese domingo golpeó con más fuerza mi cabeza dolorida, además de sentir un nudo en el estomago que iba y venía como una marea interminable. Encontré la farmacia enseguida. Pedí paracetamol y nada más salir a la calle me tomé dos cápsulas “a pelo”, que me costó tragarlas sin apenas saliva. Compré un periódico y me senté en la terraza de un café recién abierto. Una botella de agua mineral—y otra cápsula de paracetamol— me aplacaron la sequedad provocada por la angustia mantenida y mitigaron el dolor de cabeza, mientras recorría los titulares del periódico sin detenerme en ninguna noticia.
Me levanté para llamarla al hotel desde el teléfono del café, al haberse agotado la batería de mi móvil. Mientras marcaba pensé que todo había terminado. La misma escena repetida hacía menos de dos años, pero en otro escenario. Ana me respondió a la segunda llamada. Su voz salía como un hilo.
— ¿Qué vas a hacer por fin?—le dije.
Contestó tras una pausa: «Santi, no te mereces esto».
—Supongo que nadie lo merece—… La oí respirar.
«Voy a marcharme ahora, pero antes quiero verte»
—Entonces—iré hasta allí.

Tardé en colgar el teléfono. Pagué la cuenta y me dirigí despacio hacia el hotel. Al entrar la vi aguardándome en una mesa de la cafetería, con su bolsa de viaje encima de una silla contigua a la que ocupaba. Al verme, la quitó para que me sentara. Llevaba la misma ropa de la noche anterior. Ya no había lágrimas en sus ojos que parecían más claros. No quería ser distante, aunque su gesto, acentuado por la palidez de sus labios sin retocar, la delataba. Puse la silla que había dejado libre de modo que quedara sentado enfrente de ella, para no sentirla próxima. Me observó sin alterar su gesto: «Me marcho, Santi». «No quiero que me intentes localizar, ni me escribas al correo—aunque tardes en saber de mí». Fue entonces cuando me di cuenta de que llevaba una alianza de casada que nunca se la había visto puesta. No hice preguntas, sabía que lo esencial no me lo diría, si es que existía “lo esencial” en algo de su conducta, ni en el significado de aquella alianza que me había ocultado hasta esa mañana. Mi forma de ser hacía que en estas ocasiones respetara los silencios, “la intimidad del no”, inexplicable por su naturaleza como la sombra deambulante de Hamlet por nuestro corazón impenetrable. Romper al otro ese derecho, hacía aumentar el sabor, ya de por sí amargo, de las despedidas. Ana, me conocía y sabía que no haría preguntas.

« ¿Cómo vuelves a casa?»—me preguntó.
—Cogeré un autobús, no te preocupes—

Hice un breve gesto de adiós al levantarme. Al subir a la habitación me tendí de lado en la cama con las rodillas flexionadas sobre mí. Cerré los ojos. Pensaba en ella. No había pasado lo peor, el dolor de su ausencia y el de su engaño llegaría más tarde. Resonaba en mí lo que no me había dicho: —No te quiero, te oculté que estoy casada.

Carlos.

Sandor06 de mayo de 2014

6 Comentarios

  • Amiaire

    precioso y triste relato, me ha gustao mucho. Grande, como siempre,un abrazo amigo.

    06/05/14 02:05

  • Beth

    El engaño...siempre es cruel y doloroso saber que nos han engañado, pero quizá más el sentimiento de que nos hemos dejado engañar. Lo narras muy bien. Es la primera vez que leo una narración tuya y me gusta mucho

    06/05/14 06:05

  • Sandor

    AMIAIRE
    Gracias por esta larga lectura que aprecio hayas hecho.
    Un beso
    Carlos

    06/05/14 09:05

  • Sandor

    Beth
    Escribir muchas veces es transcribir y este es el caso. Gracias por tu bello comentario. Lo valoro mucho.
    Carlos

    06/05/14 09:05

  • Reinadelnorte

    Me ha transmitido lo vivido. Muy buen texto. Un saludo!

    07/05/14 01:05

  • Sandor

    Reinadelnorte
    No te conocia hasta ahora y es un placer saber que te ha gustado.
    Un placer.
    Carlos

    07/05/14 01:05

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