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El DÍa de mi Muerte


PRÓLOGO
No sé si será normal que uno se avergüence de su propia muerte. Aunque tampoco creo que el hecho de que un fallecido escriba su biografía (o más bien, su morgrafía) se sitúe entre los límites de lo probable.
De manera que, teniendo en cuenta la inverosimilitud de las circunstancias en las que me hallo, no resulta extraño ni fuera de lo común que me queje a pierna tan suelta como estirada del incidente que me echó del tren.
Lo que más me abochorna del dichoso suceso es la cantidad de tiempo que tardé en darme cuenta de que estaba cadáver. Siempre he sido un poco lento. Lo decía mi madre, lo comentaban mis vecinas, lo decían los médicos e incluso se percataba de ello la limpiadora del turno de tarde cuando me encontraba solo en clase acabando un examen.
No fui un ente extraordinario en vida, y me temo que tampoco lo soy en muerte. No puedo traspasar paredes, no me han concedido el permiso de levitar y debido a la pésima cobertura de mi teléfono móvil ni siquiera puedo matar el rato haciendo psicofonías.
Podéis suponer la situación de monótona eternidad en la que me encontraba cuando tomé la decisión de contaros mi historia. No obstante, creo que la mejor manera de explicaros cómo fue mi muerte es empezando por el principio, por cómo fue mi vida.





CAPÍTULO 1
Fui el primero de cinco hermanos. Se ve que mis padres, lejos de conformarse con el resultado que habían obtenido en el primer intento, decidieron probar suerte cuatro veces más. Mi madre siempre decía que era como cuando hacía perrunillas, que la primera tanda era de prueba. También decía que pararía el día en que le salieran buenas. Pero en realidad paró en el último de mis hermanos porque se había quedado sin ingredientes para hacer más, no porque hubiera quedado conforme con el resultado.
Tal y como ella profetizó haciendo uso de su visionaria virtud para vaticinar futuras, a ninguno de nosotros nos fue demasiado bien en la vida, y ahora que estoy muerto y ya sí que no tiene remedio entiendo la desdicha de mis padres al engendrar a cinco personas tan mal hechas.
Crecí muy unido a mis hermanos, no nos quedaba otro remedio. Nos unía algo mucho más fuerte que los lazos de parentesco: la pobreza. Recuerdo con una vividez anómala para estar muerto mis primeros años de vida. Dormía en una habitación que incluso me permitía discriminar el color del suelo. Luego empezaron a llegar los demás, y con ellos las camas, y metieron tantas que aquello más que una casa parecía un hospital público tras haber sido víctima de los recortes gubernamentales. Había incluso un catre en el pasillo, que hacía las veces de sofá y que mi madre revestía de sabanas cuando mi abuelo venía a visitarnos. Yo, cuando necesitaba intimidad me iba a esa cama. Ser el mayor tenía que dotarte de algún que otro privilegio.
Sin embargo, dormir en el pasillo era una de las pocas ventajas que me concedía el ser el primogénito. De hecho, fui el primero en nacer, y el último en todo lo demás. Mi madre siempre decía que Dios me había puesto el primero para tener más tiempo de adaptación a la vida mundana. Mi padre alguna que otra vez se enfadaba, y le decía a mi madre que no podía hablarme de esa forma tan transcendental auto cumpliendo profecías que no existían, porque iba a acabar asumiendo el papel que ella me dada de una manera catastrófica e irremediable. Mi padre era escritor, y tendía al drama. Pero mi madre era más trágica aún. Cuando mi padre canturreaba su discurso literario ella rompía a insultos y demandas. El punto cúspide de la secuencia teatral lo vaticinaba la frase con la que daba por finalizado su monólogo “ya podrías usar esa pluma tuya para pintar unos cuantos billetes, que de los versos no se come”.
No defiendo los métodos de mi madre, pero mi padre pecaba de bohemio la mayor parte del día. Mi madre insistía en tener hijos hasta dar con uno que le agradase, y él aceptaba para mantenerla ocupada. Pretendía crear una sociedad autosuficiente ajena a las paredes de la habitación donde se pasó su vida pegado a la palabra escrita. Y fue este último hecho literal, pues de este mismo modo falleció. Mi madre dijo tiempo después que seguramente habría muerto buscando vanamente alguna palabra que rimara con responsabilidad. Y cuando digo tiempo después me refiero al velatorio. Siempre tuvo el humor negro curiosamente acentuado.
El negro lo llevó desde la muerte de mi padre si bien en el humor, también en la vestimenta. Ella era una mujer tradicional. Vivíamos en un pueblo pequeño, en el que si tus pasos vacilaban durante un preciso instante de la línea de lo humilde y cotidiano eras señalado por el resto de por vida como diferente. Mi madre era de las que señalaba, por eso no le disgustaba tanto que mi padre se pasase el día en la habitación, escondido de miradas querellantes. Y, por esa conservadora influencia materna fui criado en un lecho con altas dosis de religión católica y hostias consagradas; unas por el cura y otras por mi madre, que era dadivosa en eso de repartir.


CAPITULO 2
He de admitir que no llegué a entender durante mis años de firme afirmación y rendición católica el fin último de la religión. Sabía que había que adorar a Dios, a Cristo, a la Virgen, al Espíritu Santo y a otros tantos personajes secundarios. También se solía insistir mucho en eso de ser bueno. Ser bueno, según concluí tras un metódico y conciso sistema de observación, consistía en dejar dinero en la cestita de la Iglesia los domingos, y en cerrar de un portazo al primer mendicante que pasase pidiendo por tu casa. Al parecer recibía más puntos el que era bueno en público, más aún si el sitio en cuestión se trataba de la casa del Señor, de la Virgen, y del Espíritu Santo. Más de una vez me sentí tentado a preguntar a cerca de la relación entre rezar a todos esos unas tres horas diarias y ser bueno. Llamémoslo cobardía o sensatez, la cosa es que nunca pronuncié mis inquietudes en voz alta.
Eran tales mis tempranos años de inocencia e ignorancia adquirida, que acabé creyendo que había que ser bueno para conocer a Dios, y adorar a Dios para poder ser bueno.
Cuando al fin mis dudas yacían ahogadas en el cáliz de Cristo y vivía tranquilo apoyándome en la máxima que crepúsculos eternos e iguales de hostias consagradas habían grabado a fuego en mi frente, apareció Omar y todo se fue al traste.
Omar tenía un aspecto similar al de aquellos que muchas veces habían pasado pidiendo limosna por mi casa. A esos que en teoría y siguiendo las instrucciones de la Biblia había que tratar bien si entraban en casa, para así librarnos del infierno y aproximarnos a Dios. Sin embargo, como no se les dejaba pasar al hogar por miedo a ser atacados por un seguramente facineroso extraño, y técnicamente no estaban pisando territorio privado, no hacía falta regalarles bondad, a ver si no iba a quedar luego para otras acciones que te concedieran más puntos divinos.
Al principio la gente era reacia a acercarse a Omar y a su familia. Luego descubrieron que el padre de Omar era un empresario de un éxito considerable, dueño de una cadena de gasolineras que había estado plantando por toda la región. A Omar se le permitió entrar en mi humilde morada desde entonces. Entró dos veces. La primera me habló del Islam, y la segunda mi madre lo escuchó. Aunque escasas, fueron suficientes para que renaciera en mí la semilla de la duda espiritual, más fuerte y palpitante que nunca. De repente alguien me hablaba de otro dios, y a mí me dio por pensar que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de estar rezándole al tipo equivocado.
No sé si fue eso, o el hecho de que durante mi vida me fueron retirados un número excesivo de puntos de mi carnet celestial, el caso es, que, como habréis supuesto ya, no es desde el cielo desde dónde escribo. Rezaremos porque a Omar y a mi madre les haya ido mejor que a mí en eso de morirse.










CAPÍTULO 3
Dicen que las experiencias que vives en la infancia te marcan de por vida. También dicen que la escuela tiene un papel tremendamente importante en lo que a experiencias vividas en la infancia se refiere.
Según este razonamiento, cada uno es libre de sacar sus propias conclusiones.
A mí, personal e independientemente de si tuvo o no repercusiones negativas en mi futuro (que seguramente sí) la escuela no me hizo feliz. Al menos, y eso sí es algo que he de agradecerle, me alejó del hábito cancerígeno (y mortalmente caro) de fumar. Tan sólo recordar el aliento del Señor Eusebio cada mañana, apestando a tabaco al acercarse a mí para preguntarme la tabla del ocho, me provocaba una fría sensación nauseabunda cuando algún desaprensivo se encendía un cigarro junto a mí. Sensación que, me alivia decir, ya no tengo que experimentar. Estar muerto también tiene sus privilegios.
Recuerdo un día en concreto, era uno de los primeros días de escuela. El Señor Eusebio nos había mandado la lista de material que necesitábamos. Yo quería una libreta de colores, pero eran demasiado caras, así que mi madre me compró la marrón. Pasé la tarde ideando un dibujo que poco tendría que envidiarle a una obra del mismo Velázquez para pegarlo en la tapa a modo de portada. Aquella noche casi no pude dormir a causa de la agitación, mirando el reloj a cada cinco minutos, esperando por primera vez con avidez que amaneciera para ir al colegio y enseñarle al maestro mi creación, y que se sintiera orgulloso.
No hubo elogios ni sonrisas, ni si quiera gestos de aprobación, tal y como yo hubiese esperado. De hecho el Señor Eusebio no se lo tomó nada bien. Tuve que secarme una lágrima con la agilidad de un ninja coreano para que mis compañeros no me vieran llorar mientras aquél hombre arrancaba el dibujo de la pasta marrón. Además, a causa de la frustración por no poder hacerlo de un tirón seco ya que llevaba una cantidad considerable de pegamento, comenzó a arrancar el papel con tirones violentos, convirtiendo mi gran obra en pedazos lacerados de ilusión. Aquello era traumático. Parecía un verdugo que no había logrado cortar la cabeza del condenado de un tajo limpio, y que como consecuencia se afanaba a hachazos con el cuello aún no del todo inerte de la víctima.
No volví a intentar hacer nada fuera de lo común desde aquél día. Mi espíritu creativo fue asesinado por las estrictas normas del Señor Eusebio, y enterrado posteriormente por todas esas lecciones que nos hacía recitar de memoria, esas que me moría por aprender para así poder enterrar después.
Si he de ser sincero, la escuela de poco me sirvió. El Señor Eusebio casi no me veía, yo era ese niño siempre asustado, menudo, en la esquina de la última fila. Tenía demasiado miedo de dejar de ser invisible por un rato para protagonizar otro incidente como el de la libreta marrón.
Y de ese modo dejé volar las horas, desplazándome con ellas hasta la evaluación final de cada año, con su olor a calor y a sandía, a días eternos interrumpidos por noches calurosas en las que mi madre nos permitía a mí y a mis hermanos dormir en el patio, para evitar la muerte por asfixia que seguramente nos concedería el minúsculo cubículo donde yacíamos el resto del año.
Yo pensaba en las estrellas y en el canto de los grillos mientras el Señor Eusebio hablaba con mi madre, y era precisamente eso lo que le decía él. Que tenía la cabeza llena de grillos y que vivía en las estrellas. También decía que no era culpa de nadie, que no daba para más, algo de que no todos podíamos gobernar el mundo y que también hacía falta gente para arar los campos.
Mi madre ese veinticuatro de junio de cada verano, cuando salíamos del despacho del Señor Eusebio, me reñía un rato y me compraba un helado después. Yo era feliz mientras me lo comía, y dichoso lo era igualmente esa noche mirando las estrellas tumbado en un colchón en el patio, y escuchando el cantar de los grillos.
Ahora comprendo que lo que de verdad habría necesitado, era un maestro nuevo.

















CAPÍTULO 4
Como nunca fui un lumbreras, tal y cómo dejaron bien claro mi madre y el Señor Eusebio, mantuve la esperanza durante mis años de pubertad de acabar convirtiéndome en un hombre resultón, para poder vivir de mi físico. Pero eso tampoco pasó. Y mi carencia de atractivo fue otro de los motivos que me llevaron a morir de esa bochornosa forma que merece no menos que ser contada, pero ya llegaré a eso más tarde, pues todo el tiempo del mundo del que me proclamo poseedor me permite la demora.
No pasé gran parte de mi adolescencia en casa, así que no tuve demasiadas oportunidades de escuchar lo fracasado que iba a ser al alcanzar la edad adulta. Mi madre se acercaba todas las noches con un metro a mi cama para ver si había crecido un poco más. La noche en la que los pies asomaron un milímetro del colchón me echó de casa. Literalmente, eran las cuatro de la madrugada y me pasé vagando por el pueblo hasta bien entrado el día siguiente.
Suerte que tenía influencias en la ciudad. Hablo de un señor que, si bien llevaba el primer apellido de mi madre y el segundo mío, poco tenía que ver con nosotros. Nacido, madurado y casado en lo que era mi hogar, no conseguía entender su dinámica en absoluto. Y así fue que, asfixiado por las vidrieras de hipocresía que limitaban mi humilde pueblo, huyó despavorido en cuanto tuvo la menor oportunidad.
Mi abuelo era tan devoto que fue un ateo confirmado durante toda su vida. De hecho, era tal su bondad que, si algún cielo existiera, tendría más posibilidades de entrar en él que Omar, mi madre y yo. No digo que hiciera uso de métodos políticamente correctos para llevar a cabo sus actos de bienaventurado, de hecho su manera de hacer el bien era bastante cuestionable. Era un estafador. Elegía cuidadosamente a sus víctimas, burgueses capitalistas que no veían más allá de sus bolsillos. Su truco residía en conocer a muchos, y era tan minúscula e insignificante la cantidad que a cada uno de estos sujetos ambiciosos le era arrebatada que en su vida llegaban a notarlo. No obstante, por pequeño e intrascendente que pudiera ser el hurto, suficiente era para que mi abuelo comiera bien.
Solía decir que sus actos no estaban motivados por intereses monetarios, sino que lo suyo era una protesta social contra el poder de las altas clases sociales, y que no había cosa con la que se sintiese más realizado que provocando que el rico fuera un poco más pobre, y el pobre un poco menos; y con el pobre se refería a él. Intentó enseñarme el legendario arte del fraude, pero el rollo maestro y aprendiz no funcionó conmigo en absoluto. Me faltaba don de gentes, sutileza e inteligencia. Cuando se dio cuenta de esas tres carencias sugirió que me hiciera político. Pero eso tampoco pasó.
Era demasiado vago, y no más ambicioso, así que acabé ganándome la vida como funcionario del Estado.










CAPÍTULO 5
Cómo conseguí el trabajo que aún me daba de comer cuando dejé de hacerlo para siempre es otra historia que, aunque común, mundana y carente de interés alguno, es a la par necesaria para entender mi muerte.
Hacía un año que había llegado a la gran ciudad. Trescientos sesenta y cinco días mamando de la rutinaria inexpresividad que caracterizaba a todos y cada uno de los habitantes que minaban las calles pavimentadas con un gris desgastado por un gas que olía a vanguardia.
Por lo visto esos doce meses no habían hecho suficiente mella en mí. No había dejado de ser ni un palmo de la persona que era. Mis ojos no corrían inertes y apagados de un sitio a otro, no evitaban contacto directo con lo desagradable, y es por eso que también podía disfrutar de las cosas buenas que aquél lugar tenía para ofrecerme.
Y así, yendo de aquí para allá con mi falta de don de gentes, con mi total carencia de sutileza e inteligencia, con mi evidente lacra de ambición, pero mirando y viendo, conocí a María.
María fue una de las pocas cosas que me dio algo de vida antes de morir. Se enamoró de mí tanto como yo de ella, aunque no al mismo tiempo. Su amor llegó tarde y se fue pronto. Pero el cómo María me abandonó es otra historia que ya pasó, y que aún está por llegar.
El primer día que la vi mi mente realizó una fotografía de lo que sería María durante todas y cada una de las veces que la sucedieran: Con el pelo oscuro y desaliñado, con ese rostro pálido, con esa mirada que, en su desesperada pretensión por aparentar seguridad, transmitía una desconfianza tan irresistible para mí que no pude evitar seguir cada torpe paso en su intento de cruzar la calle arrastrando una maleta rota.
No es por presumir de ser un caballero, bondadoso, desinteresado y humilde. Pero mis instintos de generosidad me acercaron a ella con el único fin de ofrecerle ayuda. Ella la aceptó, suspirando aliviada. Así que yo, enérgico y haciendo uso de la fuerza que las feromonas adolescentes me daban, cogí la maleta y se la puse en las manos.
Convencido de que había hecho lo correcto, y orgulloso de mi buena acción, me despedí de ella y continué con mi camino, en busca de algún otro necesitado al que ayudar.
Había andado ya cinco minutos con todos sus segundos y aún no se me había presentado la oportunidad de llevar a cabo otra acción desinteresada, así que me senté en un banco a descansar. Y en esa situación de ejercitada pasividad me hallaba cuando apareció de nuevo, ella, a lo lejos, con un gesto hosco que no vestía en absoluto con la suavidad de sus rasgos infantiles. Dejó la maleta en el banco de enfrente, y se sentó.
Por muchas veces que me repitiera durante los años venideros que aquello fue acto fortuito, y que sólo se sentó allí porque no podía más con el equipaje que, según ella, yo debería haberme ofrecido a llevar (una idea totalmente desmesurada a mi parecer), yo opté por la firme convicción de que eligió un lugar tal como ese para aproximarse a mí. Esos aires de egocentrismo fueron los que me empujaron a acercarme a ella por segunda vez esa mañana, y mi constante reafirmación durante las mañanas que vinieron después fue la que hizo que finalmente me creyera, como si de una máxima universal se tratase.





CAPITULO 6
Casi todo lo que me sucedió a partir de esa mañana gris estuvo relacionado con la chiquilla de la maleta rota. María era perspicaz, alegre y lista, sobre todo lista. Tenía esa vitalidad que poseen algunos, que hechiza y engancha. Su energía se contagiaba allá donde iba. Además su espíritu era de esas luchadores, con principios e ideales, a diferencia del mío. Yo prefería no posicionarme absolutamente con nada, ella en cambio tenía una opinión para todo. María creía en un mundo mejor, en las oportunidades y en la gente buena. Es por eso que me animó a estudiar desde nuestro primer café, y que se bebió litros conmigo en las noches que nos sobrevinieron para que no fracasara en el intento.
Ella quería ser escritora, y también maestra. Sus mayores lectores acabaron siendo sus alumnos, y sus más grandes textos las anotaciones que hacía en las libretas de los niños. Eso fue algo que siempre le frustró. Curiosamente, cuantas más aspiraciones tienes en la vida, cuanto más complejo es tu pensamiento y más interés te despierta lo no meramente superficial, mayor es tu congoja. Eso no me pasó a mí. Yo fui tan simple y lineal como lo fue mi vida, estudié para encontrar un trabajo, ni lo quise ni me gustaba. Nunca perdí nada que quisiera, y nunca quise conseguir nada.
Para mí María no fue una meta, ni algo a lo que aspirar, ni algo que tener. Para mí fue un regalo inesperado. Nuestros primeros años de casados fueron bien. La clave está en no tener la menor idea de todo lo que puede ir mal en un matrimonio. Éramos jóvenes, inocentes, y con la no visión de un posible futuro no tan rosa nos bastaba.
Pero las estaciones pasaron. Al igual que las mañanas desde aquella en la que María arrastraba una maleta rota. Yo estaba más viejo y más calvo, y ella más cansada. Su vitalidad se apagaba con cada sobremesa en el sofá. No había rastro de juventud, de risas, de inocencia. La cortina de humo se había esfumado. Y ya sólo quedábamos ella y yo, un individuo cualquiera, y una escritora frustrada. Para cualquier otra pareja habría sido suficiente, cómodo, e incluso necesario. Al fin y al cabo es lo que resulta de cualquier matrimonio, personas que se acostumbraron la una a la otra. No obstante, a María aún le quedaban sueños, y aliento para cumplirlos, y todo ese discurso de principios que me gustaba tanto cuando la conocí, y del que acabé tan harto durante los dos años que duró la separación.














CAPÍTULO 7
Mi vida después de María fue una repetitiva sucesión de constantes rutinas cuya quieta tranquilidad superaba con creces a la propia muerte. De hecho, puedo alegar sin pretender que tachen mi afirmación de hipérbole y a mí de mentiroso, que mi vida disfrutó de mucha más acción una vez quedó dormida.
El despertador sonaba siempre media hora antes de la hora que debiera ser normal para llegar a tiempo a un trabajo en el que mi presencia era del todo innecesaria.
Me gustaría saber cuántos habréis imaginado que adelantaba la alarma para hacer deporte, para disfrutar del aire fresco, puro, inmaculado y virgen que nos regala las primeras horas de la mañana, cuando el amanecer no es más que un suspiro y nosotros somos un gran bostezo; y cuántos habréis dado con la verdad, porque no es menos cierta que la vuestra.
El placer de saber que podía yacer en posición horizontal ciento ochenta segundos más era tres mil veces más potente que lo que pudiera experimentar en la calle con un chándal que me hacía parecer ridículo a mi edad. De manera que no era de extrañar que yo, empedernido enamorado del sosiego como era, me abrazara a esa media hora cada mañana como si fuera la más valiosa del día.
Si bien no era de los que empezaba el día echando mano de las deportivas, tampoco fui partidario de tomar el desayuno en el bar de abajo, el de la esquina, mientras leía el periódico sentado al lado de otro hombre que también leía el periódico. He de decir que una vez lo intenté. El camarero me hizo tal cantidad de preguntas sobre mi vida en un intervalo de espacio-tiempo tan efímero que, mi mente, aún acurrucada en la cama tomándose la licencia de tornar esa media hora que le concedía en tres más, fue incapaz de procesar. Lo peor fue cuando el señor de mi derecha, el que, según pensaba yo (inocente de mí), también se encontraba allí para leer el periódico (a solas) decidió tomar parte en el cuestionario del dueño del bar. El desayuno se convirtió a partir de aquél día en otra cosa más que hacer en la solitaria privacidad del hogar.
Después venía lo del camino al trabajo, en el que aprovechaba para hacer una lista mental con todas las cosas que no haría al volver, como poner al día las facturas o arreglar de una vez la maldita cisterna. Tal vez podría haberme cruzado con otra María, o con algo mejor una de esas mañanas. Pero la Capital, al final, me había enseñado a mirar y no ver. Si el pueblo hubiese sido el corazón de un niño, iluso en su albedrío ficticio, la gran ciudad era la culminación de la madurez, ciega y gris.
La jornada laboral era una rutina que pasaba sin levantar la vista de mi mejor amigo, el reloj. Una vez de vuelta, sentado en el sofá, desnutriéndome con algún programa banal e insustancial de la televisión, solía llegar a la conclusión de que los únicos momentos que merecían la pena en mi vida era esa media hora en la cama antes de afrontar un nuevo día.
No estaba deprimido, ni tampoco era un hombre triste. Era solo un tipo común, cuya falta de aspiraciones le alejaba del camino del fracaso y la frustración por el que erraba gente como María. Estaba casado con la promesa de una vida lineal, sin curvas pronunciadas ni cuestas repentinas, sin negros profundos ni blancos cegadores. Al final, y sin buscarlo, había renunciado a la esperanza de pasarlo bien, a cambio de la certeza de no pasarlo mal.
Llegados a este punto, y evitando hacer más divagaciones en cuanto a lo que reflexiones filosóficas sobre a lo que la vida y la muerte se refiere, creo que ya estáis preparados para conocer a mi cadáver, sabedores como sois de una considerable cantidad de datos sobre mi persona.

CAPITULO 8
El día de mi muerte fue un día no diferente a otro cualquiera, si obviamos el hecho de que fue una mañana inusualmente fría y oscura para ser julio, y, ya que estamos, si soslayamos también todo el asunto de la defunción.
La alarma canturreó una de las suyas, como siempre, treinta minutos antes de la hora estipulada. Me costó salir de la cama más de lo normal, ahora entiendo por qué. Otro cualquiera habría captado la indirecta: “Estás muerto, quédate dónde estás, hoy no tienes que ir a trabajar”. Pero yo, siendo ese ambicioso y adicto al trabajo que era, me puse en pie para empezar otra rutina diaria más, dejando los restos de lo que algún día fui descansando en el colchón.
Cómo vivía solo, no había manera humana de que algún alma caritativa me avisase de que estaba muerto y me librase del ridículo de tener que salir a la calle en versión espiritual. Nunca me perdonaré ese último día de jornada laboral extra no remunerada, en el que podría haber permanecido en casa como si fuese nada menos que domingo. No es de extrañar que en el trabajo tampoco se dieran cuenta de que en realidad no estaba allí. Cuando afirmaba que era completamente imprescindible en mi puesto, lo decía en serio. Regresé a casa a eso de las cinco de la tarde, como siempre. Y la comida, a pesar de estar recién muerto y carecer por lo tanto de papilas gustativas, me supo exactamente a la misma insustancialidad de todos los días.
Al final, inevitablemente, llegó la hora de irse a dormir. Y entonces sucedió. Fue justo en ese momento en el que regresé al dormitorio, cuando encontré mi cadáver esperándome en la cama. Me percaté a la sazón de que había estado haciendo el imbécil durante un día entero. Igual llevaba más de veinticuatro horas sin vida, ¡y yo sin enterarme! Lo que más me ofendió al principio no fue que yo no me hubiese dado cuenta antes, fue que nadie había tenido el detalle de venir a decirme algo, no sé, cualquier cosa del tipo “oye, mira, que estás muerto, deja de hacer el idiota”.
Me senté un rato en la silla de la esquina de la habitación, la de debajo de la ventana. No sentía pena por mi muerte, ni miedo. Mi mente no buscaba respuestas ni tampoco se hacía preguntas sobre qué iba a ser de mi alma eterna ahora. A mí solo me preocupaba una cosa: cómo iba a llamar a la policía para explicarle que había fallecido esa mañana.













CAPITULO 9
Al final no fue tan complicado, ni tan bochornoso. Me alejé de la escena del crimen antes de que empezara a llegar gente. No quería verme envuelto en esa incómoda aura tensa y triste que nace cuando uno se muere.
Después de dos días recorriéndose la ciudad sin rumbo ni plan, empecé a pensar que igual estaba haciendo algo mal. Ya sabéis, empecé a hacerme preguntas ¿dónde estaba ese supuesto Reino Celestial? ¿Dónde estaba el ambiente del que tanto se hablaba? ¿Dónde estaban los otros difuntos? Tal vez la culpa era mía, por saltarme mi entierro. Igual ahí te lo explicaban todo y yo, como siempre, no me había enterado. Me había quedado fuera de la gran juerga eterna.
Más vale tarde que nunca, me dije. Si de verdad quería formar parte de la comunidad no-viva iba a tener que poner de mi parte. No me costó demasiado esfuerzo encontrarme en el cementerio. Mi tumba era esa, la pequeña y carente de grandilocuencias, la de la esquina. El mero hecho de su presencia ilustraba tan certeramente lo que había sido mi existencia que era del todo innecesaria la aparición de una frase bajo mi nombre que aclarase quién era yo. Me quedé un rato más mirando a esa insípida roca que ahora era mi hogar, plantada junto a otras que tampoco decían nada al ojo del observador. Pues, de hecho, la mirada más bien se sentía atraída por aquellas otras de mármol que nacían en la cima del recinto. Tan pulcras y bien pulidas, con ese acabado tan conseguido, con su brillo, con esa forma tan estilosa de morir. Es curioso, incluso dentro de la propia defunción existen jerarquías. Incluso la muerte tiene un precio. Incluso el modo de permanecer inerte durante la eternidad importa, ahogado en la absurda necesidad de demostrar que somos mejor que ese otro que yace pudriéndose a nuestro lado, dos nichos más allá.
Llevaba no sé ni cuánto tiempo apoyado sobre mi tumba, reflexionando sobre esto y algo más, esperando esperanzado al avión que me llevaría al paraíso en segunda clase, cuando vi acercarse a alguien a lo lejos. Corría hacia mi persona como si se le fuese a ir la vida en ello. Su aspecto hablaba por él: Apurado, sofocado y estresado, camisa blanca y corbata negra, un libro de tapa oscura en una mano y un bloc de notas en la otra; aquel hombre no podía ser otra cosa que un testigo de Jehová. Y lo peor era que no parecía estar interesado en otra cosa que no fuese yo. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que aquellos pobres ya habían agotado todos los recursos para intentar convencer a la población viva, viéndose obligados a desarrollar la habilidad de percibir a los muertos para probar suerte con ellos. Por si fuera poco, no lejos de conformarse con poder verme, comenzó a hablar. Lo hizo muy rápido, antes de que pudiera decirle que no estaba interesado, y luego ya no paró durante largo rato. No obstante, su relato, lejos de parecerme indiferente, me cambió la muerte.
Esa mañana de julio de no importa qué día, llegué a una conclusión basada en eso que estaba por pasar. En esos sucesos que me convirtieron en el protagonista de la historia más anómala de mi existencia. Un desenlace irónico, que se volvía más y más amargo con el transcurso de su digestión. Este muerto se dio cuenta entonces de que la muerte nunca había existido, de que la muerte no era más que una quimera disfrazada de personas, de que la muerte no éramos ni más ni menos, que nosotros. Hobbes y su “El hombre es un lobo para el hombre” nunca habían tenido tanto sentido para mí, como el que cobraron desde aquél preciso instante.



CAPITULO 10
Lo que ese señor me explicó, no fue otra cosa que el funcionamiento de la defunción. No era un esqueleto con capa negra y guadaña el que se presentaba en tu casa a media noche para pedirte amablemente que lo acompañaras al más allá. Eran otros, más escalofriantes si cabe, y estaban por todas partes: Testigos de Jehová, vendedores de seguros a todo riesgo, vendedores de enciclopedias, vendedores de enciclopedias aseguradas a todo riesgo… Esos que intentaban convencerte de que te unieses a su compañía telefónica o de que comprases un dinosaurio y terminaban colocándote un teléfono para llamar al dinosaurio a cero céntimos el minuto los fines de semana, o esos vendedores de cuchillos que acababas comprando para mantener alejados a todos los indeseados citados anteriormente. No obstante, no todos ellos llevaban el peso de la muerte sobre sus espalda, tan solo los excesivamente molestos.
Esa fría mañana de julio en la que dejé mi vida un testigo de Jehová tendría que haber llamado a mi puerta para avisarme de lo que se estaba cociendo. Pero se le pasó la hora, enfrascado como estaba en otros asuntos seguramente más trascendentes que mi muerte. No obstante, si venía a contarme todo esto no era para disculparse del trasiego que su despiste me había hecho pasar, sino para colocarme un trabajo altruista y no remunerado. Las reglas del juego eran factibles, pero practicarlo en sí no lo era tanto. Una muerte se tenía que cobrar una vida. Una muerte tenía que generar otra. Un lobo tenía que crear otro lobo. En mi caso tenían que ser dos aquellos que recibieran las malas futuras, porque el tiempo había corrido demasiado desde mi desafortunado incidente y ahora era yo y sólo yo el responsable.
El caso era que, puesto que las normas no se habían seguido tal y como la reina Muerte las pautaba, yo no me hallaba en un estado técnicamente “muerto” aún, y no había otra salida alguna que comerme enteramente aquél marrón para poder definirme de una vez como un “no vivo” y poder disfrutar del eterno sueño. Para ello, me tocaba disfrazarme de vendedor de seguros, ir a un par de casas y matar a esos pobres desafortunados de lo que probablemente sería un supino aburrimiento. Nunca me había imaginado siendo la muerte, pero, he de reconocerlo, fui invadido por una gélida sensación de fiasco. Me esperaba algo más, no sé, algo de espectáculo. Habría imaginado apariciones triunfales, precedido por niebla espesa y dando la noticia con una voz profunda y pavorosa. Sin embargo, fue mientras me ponía las ropas de vendedor ambulante cuando me hice a la idea de que eso no iba a pasar. El trascurso de los acontecimientos que tendrían lugar después de mi muerte no iba a ser ni por un palmo más atractivo ni glamuroso que mi vida misma.











CAPITULO 11
La confusión que en un primer momento me invadió se transformó poco a poco en una motivación alimentada por la sensación de que al fin me enfrentaba ante algo transcendente, tenía un objetivo, tenía una misión, tenía un motivo por el que estar muerto.
La primera alma que debía acompañarme pertenecía a un rico empresario de gran renombre. El plan consistía básicamente en aparecer en su casa con el pretexto de vender seguros de vida. Mi falta de don de palabras y mi absoluto desconocimiento a cerca del mundo del mercado me asustaba tanto que decidí ir completamente al grano. Y así fue como, una vez este señor me hubo abierto las puertas de su hogar, me apresuré a explicarle con el mayor tacto posible que tenía que concederme una firma para acompañarme al más allá.
La respuesta que este adinerado y renombrado empresario me dio me dejó (nótese la ironía) muerto. Y es que fue tal la rotunda indiferencia con la que aseguró estar demasiado ocupado para morir, que no me atreví a añadir nada más.
Tras su rechazo a firmar nada, decidí esperar. De todos modos, habían pasado tantos años por la vida de ese hombre que no tardaría en morir de manera natural. Y así transcurrieron los días. Él me lanzaba una fugaz mirada desde la ventana de su despacho cada mañana, y la suma de todos esos cafés matutinos acabó por crear en el anciano financiero ese angustioso augurio que capitaneaba el irrefutable final. La muerte nunca se iría de allí.
El día que al fin se decidió a dar la cara, ni por asomo se dejó olvidados en su despacho esos aires de elegancia y grandilocuencia que lo caracterizaban. Y así fue, con su porte, su presencia y su saber estar, con esa aura carismática que abanicaba su constante discurso, como me persuadió para abandonar la primera misión que alguna vez me había satisfecho a nivel personal. Fue entonces, mientras iniciaba contra mi voluntad la gran aventura de mi muerte de la mano de aquél hombre que se había negado a fallecer, cuando supe que no iba a conseguir que firmase nada. Había fracasado una vez más.


















CAPÍTULO 12
Durante mi vida, había estado en cuantiosas salas de espera. De hecho, mi misma existencia había consistido en una. Pero mi escasa imaginación nunca me habría brindado la ocasión de contemplarme no solo envuelto, sino protagonista de una situación tal como esa que mi muerte me ofrecía. El escenario en sí mismo era kafkiano. Yo, sentado en un banco acolchado. A mi derecha, un joven medio dormido que, si bien aún permanecía con vida, presentaba un aspecto que daba indicios de todo lo contrario. A mi izquierda, un pobre hombre vestido de testigo de Jehová, y seguramente el único que no deseaba la llegada de su turno. Y, finalmente, frente a mí, caminando agitado, recorriendo sistemáticamente de una punta a otra de la sala, como si eso fuera a acelerar de algún modo el proceso de aguardo, un longevo aristócrata cuyo inmaculado traje parecía ser incluso más arcaico que su portador.
Pero no es mi intención adelantar acontecimientos ni destripar finales que seguramente acabarían con vuestro interés (si es que aún existiera alguno) por conocer el desenlace de esto que os cuento. Por tanto, y por muy devoto que pueda parecer de los flashback, relataré los hechos tal y como sucedieron en el eje cronológico de la historia.
La partida de la mansión de este gran maestro de las finanzas fue guiada por un discurso ininterrumpido adornado con preguntas que, si bien a mí se me antojaban retóricas, tenían el designio de ser respondidas. Como mi intención es haceros pensar y que leáis entre líneas para así derivar en conclusiones que no cabe duda serán más interesantes que las barbaridades que digo yo, está de más aclarar que no era mi boca la que pronunciaba ese monólogo tan bien estructurado.
“Así que esto es lo que vamos a hacer,” me dijo al terminar “vamos a ir a buscar a ese otro al que te han mandado liquidar, luego vamos a ir a por el que te dio las instrucciones, y después hablaremos con la misma Muerte.”
Dejé que acabara, pensando que igual mi mudez pudiera confundirse con respeto, y no con ignorancia. Pero a este señor no le gustaba el silencio. Este señor me acababa de decir que él no tenía pensado morir de esa manera, que qué era eso de mandar a un mensajero cualquiera, que se requerían al menos veinte días de antelación para avisar con algo así seguidos de una indemnización que compensara los daños causados, y que todo aquello era abuso del poder, que él no firmaba nada sin antes leer las condiciones y los términos. Y después de tal disertación, este señor aún pretendía que yo respondiese con algo sustancialmente congruente.
La verdad es que mi silencio estaba más que justificado, por no dar crédito a la ironía del asunto. Conocía a los hombres como él, pues ya sabéis que mi abuelo había intentado erradamente enseñarme a arrebatarles sus fortunas. Y ahora resulta que, en mi fallido intento por quitarle también la vida, descubría que este hombre era un sindicalista empedernido atrapado en la representación del capitalismo en estado puro. Tristemente, las personas, más allá de la moral, de la hipocresía, del civismo y de la solidaridad, son lo que son dependiendo de las circunstancias a las que un día se exponen, y de manera proporcional a la medida en que esto les afecte. Y todo lo demás no son más que cortinas de humo que se descorren en un desvanecimiento mudo cuando llama a tu puerta la cruda realidad.






CAPITULO 13
Desde el precioso instante en el que mi querido Karl Marx tomó el timón del barco que surcaba la agitada marea que mi muerte estaba siendo, todo pareció precipitarse de un modo impredeciblemente preciso. Y, precisamente, fue así como me encontré de nuevo con el que lo había empezado todo.
No es de extrañar la angustia que sus gestos, premiosos e inquietos, denotaron al escuchar las crónicas de la revolución que estaba por venir. No pude evitar sentir algo así como una pena empática por la desazón que le debía de estar causando todo este embrollo. Él, que venía solo a comprobar si ya había cumplido con mi cometido, y descubría que lejos de eso nos había, como poco, metido en un enredo mortal.
De cualquier modo, la compasión se tornó rápido en ese alivio tan sano que el mal ajeno te provoca, al comprobar que no fui yo el único incapaz de convencer al anciano empresario de dejar a un lado su espíritu reivindicativo para morir como una persona normal. Hay que reconocer que tenía un indudable talento para la dialéctica. Empezó preguntándole su nombre. Enrique, el testigo de Jehová se llamaba Enrique. El tema es, que mientras Enrique estaba aún respondiendo a la primera pregunta del cuestionario, el otro ya había enriquecido su alegato de tal manera que en cuestión de minutos había conseguido noquear su sentido de la voluntad hasta tornarla obsoleta. Tal es así que, como si empujados estuviéramos por una fuerza externa y sobrenatural, acabamos contemplando al cuarto y último eslabón de la cadena desde un cristal tan transparente como lo eran mis nerviosas ganas por descansar en paz.
El complejo plan para encarar a la Muerte comenzaba con la búsqueda de ese segundo sujeto cuya muerte debía serle notificada por mi persona. Llegar a su paradero no fue complicado, puesto que, a pesar de encontrarse no cerca de donde nos hallábamos nosotros, contábamos con una sofisticada red de transporte privado a nuestra total disposición, por cortesía de aquél que trazó el desorbitado designio. En cuestión de horas pisábamos la ciudad natal de mi última víctima. Sin más demora, nos dirigimos como es lógico a su hogar. La puerta estaba abierta, lo que nos permitió introducirnos sin problema alguno en lo que parecía la casa de un Diógenes que acababa de ser desmantelada por una banda de violentos delincuentes. Lo buscamos durante largo rato y, tras cerciorarnos de que no se encontraba bajo ese gran montón de desordenada basura que era su hogar, decidimos probar suerte echando un vistazo en los locales cercanos a su vivienda. No dimos con el endemoniado hasta después de haber visitado cuatro centros comerciales, dieciséis garitos y un par de contenedores. De hecho, justo me disponía a mirar en el interior del tercer contenedor, pensando que igual nuestro hombre podría estar allí, recolectando más deshechos para llevarse a casa, cuando Enrique lo encontró tras las ventanas de un restaurante de comida rápida que hacía esquina al final de la calle.
Automáticamente, supe que este otro tampoco iba a firmar nada. De hecho, cuestionaba enormemente su comprensión de la palabra escrita. Mis sospechas estaban fundadas por los patrones de comportamiento tan sumamente estereotipados de los que el tipo hacía alarde. Para empezar, él habría sido, sin lugar a duda, el personaje más veloz de aquél restaurante si la escena se hubiese tratado de una competición. Digo esto porque, mientras lo observábamos, adelantó (dicho sea de paso, no con maneras demasiado afables) a un considerable grupo de personas que esperaban pacientes su turno. Deduzco que lo hizo para pavonearse frente a su grupo de iguales, demostrando que él no estaba a la par, sino en un par de escalones por encima de ellos en la pirámide jerárquica de la arrogancia.
Como nada de lo que había hecho desde el momento de mi muerte había sido en absoluto de mi agrado, ya ni si quiera contemplé la posibilidad de negarme cuando mis compañeros de infortunios se dispusieron a entrar en el local para intentar mantener una conversación civilizada con aquél delincuente en potencia. Se encontraba engullendo su menú cuando nos abalanzamos sobre él. Como pudimos comprobar más tarde, establecer una sosegada conversación con un joven problemático no es fácil para un anciano, un vendedor de seguros y un testigo de Jehová, los cuales, como valor añadido utilizan las palabras muerte y derechos ciudadanos como principales temas para el diálogo.
La reacción del chaval no fue otra que echar a correr. Vislumbré atónito cómo se alejaba a una velocidad extraordinaria teniendo en cuenta que acababa de ingerir una hamburguesa nada ligera. Restaurante de comida rápida, y tanto, esa comida parecía hacer milagros en el metabolismo. Corrió tanto, que llegué a pensar que, al fin y al cabo, no haría falta explicarle nada más. Irónicamente ese pobre, en su exasperado intento por rehuir a la Muerte, estaba dirigiéndose vertiginosamente hacia un inminente infarto cardíaco.









CAPÍTULO 14
No hicimos otra cosa que esperar en el mismo lugar, sabedores como éramos de que el regreso de nuestro esquivo compañero había de ser inminente, pues, con las prisas, se había dejado olvidado su órgano vital en la mesa del restaurante. Me explico: el cerebro de las nuevas generaciones se encuentra hoy día conectado a un dispositivo móvil comúnmente conocido como android. Ésta relación máquina-mente sucede de un modo tal que si el “sujeto x” se aleja más de una distancia determinada del cacharro su cerebro explota.
No es de extrañar, tal que así, que a cosa de cinco minutos de aguardo el joven apareciera acongojado.
Como la primera vez nuestro intento de persuasión no había tenido demasiado éxito, dejamos que en esta ocasión sólo hablase el empresario. El caso es que el joven parecía habernos visto pintas de camellos encrespados, pues no paraba de insistir en que si lo que queríamos era el estupefaciente que le había prometido a nuestro jefe no necesitábamos escondernos tras redundancias ni mensajes ocultos.
En esas andábamos los cuatro, con un poco de toma y daca seguido por otros cuantos de tira y afloja, cuando al maldito delincuente se le ocurrió la brillante idea de exigir una demostración de nuestra muerte, prometiendo que si lo veía con sus propios ojos nos acompañaría en nuestras andanzas.
Y claro, como era de esperar, pringué yo. Lo más injusto fue que nadie me preguntó nada acerca de qué escenario hubiese preferido para morir por segunda vez. Yo me habría decantado por la caída libre, así a bote pronto. Pero el animal del financiero, poseído por su reciente manía de dominar el imperio de la Muerte, me empujó contra un autobús que casualmente pasaba por allí. Y oye, fue curioso experimentar eso de no sentir absolutamente nada. Algo así como cuando vas a beber agua fría y luego resulta estar caliente. Bueno, o no, o simplemente resulta no haber agua. Mejor olvidemos mi fallido intento por establecer un símil coherente y prosigamos con el relato.
En cuanto a acontecimientos y hechos representativos de la historia que os cuento, he de decir que el lado positivo de ser atropellado por un vehículo fue, que a partir de ese instante el joven macarra desarrolló un poderoso respeto por mí. Por lo visto yo era lo que él consideraba “un jodido inmortal de la hostia”. Deseoso de sacar ventaja de todos esos poderes sobrenaturales que la muerte alcanzaba a ofrecernos, decidió unirse en nuestro viaje sin mediar palabra. Un poco después, comenzó a animarse. En parte guiado por el espíritu joven y vital del cansado anciano. Y, dicho sea de paso, también un poco obligado a mantener relación humana directa, pues no le dejamos traer su dispositivo móvil consigo, no fuera que la Muerte no lo viera con buenos ojos. Aquél desvergonzado delincuente empezó a quejarse de las infracciones legales con la que se estaban llevando a cabo las gestiones fúnebres. El empresario lo acompañaba acalorado en la protesta. Enrique no decía nada. Y yo sonreía, pues ya era más risa que sorpresa la ironía de ver cómo dos individuos que habían jugado sucio toda su vida despotricaban ahora sobre ilegalidad. Una vida y dos muertes habían sido suficientes para entender de qué iba la función.






CAPÍTULO 15
Llegamos a la sala de espera de la Muerte sin la más remota idea de a qué nos enfrentábamos, esperando respuestas que no acababan de pronunciarse, pues aquello estaba literalmente muerto. Ni había aglomeraciones guardando turno para ser atendidas, ni parecía haber empleado alguno que pudiera indicarnos el protocolo a seguir. Y tras más de media hora de creciente nerviosismo, el anciano empresario interrumpió su constante y frenético ir y venir en el interior del cubículo para explotar en cólera. El estallido provocó una onda expansiva que nos envolvió a todos en un aura que prometía ser el punto clave de nuestra extraña peripecia “Como que me llamo Luis Pereiro” y así fue como al fin fui sabedor de su nombre “que lo haremos o por las buenas o por las malas” y prosiguió de la siguiente manera: “Si la Muerte no quiere negociar con cuatro tendrá que enfrentarse a todo el que se le antoje llevarse por delante.”
Desearía poder incluir un glosario de imágenes multimedia donde apreciarais la escena que yo pude contemplar con mis ojos. Aquél hombre parecía estar rodeado de una incandescente luz divina que hacía de su discurso un argumento irrefutable. Algo más añadió, sobre que el sistema que la Muerte había generado era defectivo, por ser dependiente, pues no podía funcionar de manera autónoma, y que necesitaba a los vivos para generar más muertos. Deduje así que nosotros éramos el eslabón por el que se iba a romper la cadena del poder de nuestra esquiva tirana.
Salimos de allí escopetados, por el apremio de todo el trabajo que había de hacerse. Tarea que a mí no me acababa de quedar del todo clara, ya que tampoco me atrevía a preguntar porque no quería que mi muerte quedara manchada con la reputación de lento que la vida me había dado. Al final me aventuré a acercarme a Enrique, que parecía estar tan perdido como yo, y le pregunté si tenía alguna pista sobre el meollo del asunto en cuestión. Yo esperaba un “tampoco tengo ni pajolera” solidario, pero no. Enrique estaba al tanto de todo. La cosa, por lo que me explicó, quedaba de la siguiente manera: Puesto que la Muerte se había negado a atender nuestras demandas, íbamos a tomarnos la justicia por nuestra mano montando una huelga de muertes, es decir, no más defunciones hasta que se aceptaran nuestras peticiones. Si bien para eso necesitábamos en primer lugar premisas, Luis Pereiro, el empresario, y el joven del cual todavía desconocía el nombre parecían estar solventando el problema de manera increíblemente eficaz. Enzarzados en debates continuos, llegaron en poco tiempo a conclusiones que eran ciertamente razonables. En cuestión de días tuvimos nuestro programa de quejas y sugerencias finiquitado. Las primeras exigencias fueron derecho a voto para la toma de decisiones del poder mortífero que afectasen directamente a dichos sujetos y un aviso previo que contase con veinte días de antelación antes de marchar al más allá. Las posteriores reivindicaciones vinieron de la mano del segundo factor indispensable dentro de nuestras pretensiones: El resto de individuos que tenían que dejar de morir para acompañarnos en nuestra lucha. Y este crucial punto fue posible gracias a los perseverantes actos del más joven miembro de nuestra organización.







CAPÍTULO 16
Descubrí que su nombre era Fernando por su pertinaz insistencia en patentar cada una de las pancartas que hizo. De hecho, firmaba con el pseudónimo de Nandosniker, The boss. Él pedía que lo llamásemos así, cosa a la que me negué desde un primer momento, en parte porque me parecía ordinario, y en parte porque no sabía qué significaba aquello. Pero si algo tengo que decir a su favor es que a pesar de su cutre gusto para elegir sobrenombres, el tipo tenía un talento creativo impresionante. Los eslóganes fueron todos suyos, y aunque al principio hubo más de una discusión sobre la intensidad del mensaje, que podía ser interpretada con rechazo por aquellos a los que intentábamos convencer, el resultado fue bastante positivo una vez que se hubieron modificado los carteles que básicamente consistían en representaciones obscenas de nuestra contrincante.
La labor de reclutar seguidores fue una plácida tarea que en momento alguno presentó dificultades. Cualquiera habría estado dispuesto a unirse a nuestro club, teniendo en cuenta que el único requisito exigido era burlar a la misma Muerte siguiendo con vida un poco más. Si a esto además, le sumábamos el gancho de los eslóganes de Fernando, el talento discursivo de Luis Pereiro, la tranquilidad que transmitía Enrique y mi evidente atractivo físico, estaba claro que le teníamos el pulso ganado a esa que nos quería dejar sin pulso.
Las voces que gritaban “Por una muerte digna” y que se aunaban para clamar en una sola eslóganes como “Nosotros morimos, nosotros decidimos” continuaron su acrecentamiento incesante y veloces, tanto en número como en intensidad. Hasta que un buen día, cuando ya éramos tantos en nuestro purgatorio improvisado que los déspotas del reino de los vivos habían comenzado a retrasar la edad de jubilación a los ciento cincuenta años por “insostenibilidad demográfica”, la Muerte cedió.
Enrique fue el primero en desaparecer. Fue sardónico como, súbitamente, al marchar la única persona que se había mantenido callada durante todo el proceso, se produjo alto y claro un sigilo absoluto. Bien porque nadie sabía muy bien qué decir ni de qué manera tomarse aquello, o bien por el miedo a no ser convocados por la Muerte jamás si seguíamos parloteando como locos, el caso fue que la totalidad de los que habíamos participado en la revuelta acordamos en un convenio mudo seguir el ejemplo de Enrique, y guardar silencio.












CAPÍTULO FINAL
No mucho después llegó mi turno.
Sinceramente, esperaba que después de todo el embrollo que se había montado la Muerte se dignara a dar la cara, pero no fue así.
Me encontraba sólo, rodeado de nada y frente a un extenso pliegue de condiciones que debía firmar. Por mi cabeza pasó fugaz, mientras calculaba la longitud del documento y el tiempo que me llevaría tan sólo ojearlo conforme a su tamaño, la tentativa idea de garabatear mi nombre sin leerlo, al fin y al cabo, es lo que llevaba haciendo toda mi vida. Pero luego pensé que no, que aquí empezaba una muerte nueva, y una nueva oportunidad para ser mejor persona. Además, no sería bonito después de la que se había montado por ese manuscrito que yo, una de las cabezas de la revolución, fuera ahora a dar tan deplorable ejemplo como el que rondaba por la haragana de mi mente.
Me llevó algo más de una hora leerme el texto que nosotros mismos habíamos escrito, y, tras comprobar que todas las solicitudes estaban en orden, desde unas pensiones mínimas hasta una muerte igualitaria para todos los ciudadanos, firmé. Paulatinamente, todos murieron conmigo. Mis camaradas se unieron a la ceremonia primero, y luego vinieron todos los demás, enormemente satisfechos por las nuevas de su victoria. Fue una batalla callada y un triunfo anónimo. Logramos hazañas que no serían reconocidas ni en el mundo de los vivos, ni en el de los muertos, pues aquellos que en un futuro llegaran tras nosotros recorrerían una plana travesía ignorando los nombres de los que una vez pulieron el camino. Pero no era la fama o la gloria lo que nos permitía descansar en paz, sino el hecho de que la palabra viva había luchado contra la inflexible Muerte, y había vencido.
Y así fue, de manera común y mundana, sin grandilocuencias, sin devastadores ejércitos ni potentes armas, sin fortunas ni falsas promesas, como conseguimos derrotar a la verdad más absoluta y universal que irónicamente jamás vivió, por haberse hallado y existir de todos los modos contrarios y antagonistas a la vida.
















EPÍLOGO
Si bien algunos pensaréis que el relato que acabo de contar parece el broche final de una serie de sorprendentes acontecimientos inesperados que desembocarán en una aburrida y monótona eternidad, no podríais estar más equivocados. Tras firmar el acuerdo de condiciones y fallecer del todo, y aún con el resquemor de no haber tenido la oportunidad de conocer a la Muerte en persona en algún tipo de acto ceremonioso oficial, me fue entregada una carta que explicaba detalladamente qué iba a ser a partir de aquél momento de mi muerte, así como los pasos a seguir para que esto fuera posible.
El sobre incluía una llave, que abría una puerta. Dicha puerta se hallaba esperando paciente a ser traspasada junto con otras doce más. Era decisión mía elegir una de ellas para pasar la eternidad al otro lado, pues todas serían la correcta en potencia hasta que yo me decantase por una y la hiciese mía, así como a todos los misterios que se escondiesen tras ella.
Os preguntaréis entonces qué hago aquí, sentado, quejándome de una monótona perpetuidad tal que me ha llevado a contar mis andanzas. Pues tengo que decir que, si bien me avergüenza confesarlo, fue mayor el bochorno que pasé cuando tuve que escribirle a la Muerte pidiéndole otra llave, ya que la original la perdí poco después de que me fuese entregada, y antes de poder iniciar mi nueva historia. De tal modo que, mientras espero a que me llegue la copia de mi segundo pasaporte a los misterios de la existencia ancestral, aprovecho para lanzar un alentador mensaje de esperanza, pues basándome en mis vecinas experiencias puedo abiertamente afirmar que todo en esta vida tiene solución, incluso la muerte.
Violetarubio28 de noviembre de 2015

4 Recomendaciones

3 Comentarios

  • Polaris

    Me encanta como escribes.


    Pol.

    19/06/16 02:06

  • Violetarubio

    Mil gracias :)

    20/06/16 03:06

  • Antigona76

    Lei hasta el fin, sos magnifica.

    26/07/16 11:07

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