Aquella mañana me arreglé cuidadosamente, como si fuese al encuentro de un amante; me puse perfume, mi anillo y los pendientes de brillantes. No olvidé ni el sombrero ni los guantes; porque aprendí de mi madre que cuanto peores sean las noticias que esperamos, más preparados debemos de estar para enfrentarlas. Y yo no esperaba buenas nuevas; es más, la visita al médico era un puro formalismo, porque sobradamente sabía el resultado de las pruebas.
Cuando aquel joven con una edad como para ser mi hijo se azaró al darme el diagnóstico; sentí una profunda pena, pero no por mí, sino por él; porque probablemente era la primera vez en su vida que estaba comunicando a alguien su sentencia de muerte. Le sonreí, y el se quedó sorprendido. Supongo que esperaba llantos, desconsuelo. No, no iba a ver eso en mí. Por el contrario, le dí las gracias, le dije que era lo que yo esperaba y me despedí estrechando su mano. No quise escucharle cuando me hablaba de tratamientos, de una nueva medicina. No, aquello no era para mí. Había vivido, quizá no demasiado, pero si lo suficiente. Mucha gente con más edad que yo no había visto tantas cosas ni conocido tantas sensaciones distintas; unas buenas y otras muy malas. No me iba de vacío; mis alforjas estaban llenas de sentimientos, de amor, de odio a veces, pero sobre todo, había conocido la esperanza, la alegría, y en los últimos tiempos, cuando aprendí a desprenderme de todo lo que no era importante; había conocido la paz. Estaba lista para emprender el último viaje