TusTextos

Llamada al Más Allá

«Es terrible saber que tenemos que morir, pero aún más lo es desconocer cómo y cuándo.» (Stefany Sting, condenada a la horca por asesinatos en serie, 1876, Nevada, EEUU).

Se suele decir que existen personas que presienten su propia muerte de una manera especial. Desconocen cuándo y cómo morirán, pero saben que no será como consecuencia de la edad o la enfermedad; sino de una manera extraña e inesperada…. ¡Alicia era una de ellas!
Desde hacía meses presentía que algo terrible le iba a suceder. Era como una premonición obsesiva, una profecía por cumplir… Pensaba angustiada: «¿qué sucederá?»
Su carácter pusilánime y aprensivo, le hacía sentirse siempre al borde de la desgracia, esperando un suceso que ella siempre imaginaba inminente y trágico.
Todos los días, a las siete de la mañana, cogía aquel tren que la conducía hasta la cercana ciudad en donde trabajaba… «¿Sería un choque de trenes?», se preguntaba.
Al llegar a la ciudad, el autobús la llevaba durante media hora por congestionadas calles repletas de vehículos con conductores enloquecidos por llegar a tiempo a sus trabajos… «¿Sería atropellada?»
Nunca había sido una persona afortunada en casi nada. Cuando niña, apenas con seis años, sus padres desaparecieron de su vida ––¡ella creyó hasta casi cumplir los 17 que habían muerto!––. Se crío en un orfelinato estatal, rodeada de severas matronas que ejercían una dura disciplina militar sobre las asustadas huérfanas.
Cuando cumplió los dieciocho, después de haber estudiado lo justo para emplearse en una oficina como mecanógrafa, se sintió libre, pero, al mismo tiempo, con un gran temor por tener que enfrentarse a un mundo hasta entonces desconocido, fuera de la extraña seguridad que le proporcionaba aquella alta verja de hierro que separaba el orfanato de las bulliciosas calles circundantes.
Procuraba no pasar nunca por aquella calle donde el alto edificio de piedra, rodeado por la verja de hierro pintada de negro y con un gran jardín rebosante de vegetación, le recordaba los tristes años de su infancia y adolescencia. Aquella mole, cuyo interior tan bien conocía, le producía angustia. Los recuerdos acudían en tropel reviviendo bofetones y duchas frías de castigo que aquellas matronas, de apariencia hombruna y militar, les imponían para domeñar su adolescente rebeldía.
Frente a todos estos sentimientos, entroncados con su triste pasado, existía un extraño deseo de volver a entrar en aquel edificio y poder pasear por los largos pasillos.
Recuperar algunos de los pocos sueños que allí tuvo. Eran sentimientos contradictorios, pero, pensaba ella, que humanos al fin y al cabo. Allí, tras aquellos gruesos muros, había pasado los mejores y peores años de una infancia y adolescencia añoradas, a pesar de todo.
Cuando bajó del autobús, se incorporó al numeroso grupo de empleados que atropelladamente se empujaban para montar en los ascensores. Todas las mañanas sucedía lo mismo: empujones, caras somnolientas, y aquel intenso olor a colonia y desodorante que todo lo invadía; que le producía fuertes ataques de tos asmática.
Mientras subía hasta la décima planta, donde estaban las oficinas de la empresa de seguros en la que trabajaba, pensó en la posibilidad de que se estropease el ascensor, cayendo a plomo hasta el sótano. En una película que había visto recientemente sucedía algo parecido. «¿Estaría aquí mi final?»
Alicia, alta, delgada, con el pecho brevemente dibujado y rostro pálido en exceso, apenas había tenido vida sentimental. Conoció a un chico, empleado como ella en la gran empresa de seguros y, apenas dos meses después, él la abandonó por otra compañera de trabajo mucho más alegre, rolliza y de escasa falda.
Triste por naturaleza y con una personalidad en exceso depresiva, dejó de interesarse por los hombres después de aquel primer desengaño, dedicando todas sus energías a la lectura de libros sobre ciencias ocultas y cosas semejantes. Su afición a lo oculto la empujó a asistir, periódicamente, a ciertas reuniones espiritistas en las que, a pesar de un miedo irracional, permanecía como pegada a la redonda mesa esperando respuesta a sus preguntas.
En el fondo, sentía miedo de compartir su vida con alguien. Tenía verdadero terror a entregarse y mostrar sus sentimientos; a que alguien pudiera conocer su debilidad, aprovechándose de ella. Sentía verdadero pánico a un posible abandono por la persona amada.
La mayoría de sus compañeras tenían novio, estaban ya casadas o flirteaban con unos y otros. Ella, anciana sin años, dejaba pasar la vida dentro de un círculo rutinario, triste y exento de emociones...
Cuando finalizó la jornada, de nuevo se repitió la desbandada hacia los ascensores. Todos estaban ansiosos por llegar a casa cuanto antes. Ahora lo que se respiraba era un fuerte olor a sudor mezclado con colonia.
Alicia, cansada de teclear interminables listas de nombres en el ordenador durante ocho horas, estaba deseando llegar a casa para cambiarse de ropa y, después de poner la ración de comida al gato, tumbarse cómodamente en el sofá para ver la televisión.
La puerta, blindada y con cerradura de seguridad, se abrió. El gato siamés de larga y peluda cola, salió a recibirla frotando su cuerpo contra sus delgadas piernas, mientras ronroneaba. Era grande y con enormes ojos de un enigmático color azul.
Después de cambiarse la ropa de calle por un cómodo chándal azul pálido y unas viejas zapatillas, se tumbó, más que sentó, en el sofá. Con el mando a distancia estuvo pasando de uno a otro canal hasta encontrar su telenovela preferida.
El gato, después de comer, se había acurrucado en su regazo y dormía plácidamente. Ella, se sobresaltó cuando sonó el timbre de la puerta. Después de mirar por la mirilla, abrió con la cadena de seguridad puesta. Un mensajero le entregó un abultado sobre.
«¡No me llames más!» La escritura, de largo trazo, cruzaba de izquierda a derecha una vieja fotografía, amarillenta por el tiempo, mostrando a una mujer de unos treinta años con un bebé en su regazo. Sobresaltada se preguntó: «¿qué podrá significar este mensaje?» No conocía a la mujer, ni por supuesto a la pequeña criatura que reposaba en sus brazos.
Negros presagios acudieron a su mente. Algo terrible estaba pasando y, como había pensado tantas veces, aquello podía ser el inicio de una tragedia. «¿Qué hacer?» Temerosa por lo extraño de aquel mensaje, llamó a la policía y, una hora después, una inspectora se presentó en su domicilio para preguntarle lo habitual en estos casos y ver la foto.
Después de charlar durante un rato con la mujer policía, volvió a sentarse ante la tele, pero fue incapaz de prestar atención al programa. Su cabeza, como llena de abejorros, era incapaz de pensar coherentemente.
«¿Quién podría haber enviado aquel anónimo? ¿Cómo sabían su dirección? ¿Qué significaba el mensaje?» La policía le había dicho que podía tratarse de una broma de mal gusto, pero, de todas maneras, se habían llevado el sobre para analizarlo.
A partir de aquel día, se volvió mucho mas desconfiada; cada persona que pasaba a su lado le resultaba sospechosa. En la oficina o en la calle, observaba a todos con desconfianza.
Deprimida, ahora mucho más que antes, su vida se redujo al trabajo y a permanecer encerrada en casa en sus horas libres. Muy a menudo, por el abandono que la invadía, comía mal y a base de conservas o galletas. Su aspecto, cada día que pasaba, era más desaliñado.
La policía, volvió unos días después para decirle que no habían encontrado huellas en el sobre. En el caso de recibir cualquier otro anónimo, debería contactar con ellos rápidamente.
Estaba escribiendo un informe para su jefe cuando sonó el teléfono: «¡No me llames más!» La voz era de mujer, y deformada como por un extraño eco. Quizá desfigurada por algún objeto entre el que hablaba y el micro, pensó ella. Aterrorizada, se puso pálida y casi se desmaya. Llamó a la policía una vez más. Dadas las circunstancias, pincharon su teléfono.
Al único lugar que seguía acudiendo, regularmente, era a aquel viejo piso en donde se celebraban las sesiones espiritistas que había iniciado hacía algunos meses, para intentar contactar con su madre. Creía firmemente en aquella posibilidad. Deseaba hablar con aquella mujer que, un día ya lejano, la había abandonado en un orfanato… «¿Cómo sería?»
A la sesión semanal, además de ella, acudían casi siempre los mismos: Rafael, un hombre de unos cuarenta años, de aspecto triste y desaliñado, Ángela, veinte años, ojos saltones y temblorosas manos. La vieja médium, durante una larga y angustiosa hora, intentaba contactar con el más allá.
Como siempre, la médium hacía sus llamadas a los espíritus y, poco después, una extraña atmósfera se adueñaba de la sala. El silencio solamente era roto por la respiración jadeante de la vidente que, de vez en cuando y con distintas voces, respondía a las preguntas que los presentes le formulaban.
Alicia, a pesar de llevar años intentando el contacto, nunca había recibido una respuesta satisfactoria que calmase su curiosidad. Seguía esperando una conversación extensa con su madre. Las respuestas, desde el otro lado y por boca de la médium, habían sido siempre muy vagas, y nunca pudieron aclarar sus angustiosas preguntas sobre la razón de abandonarla o si alguna vez su madre la había amado.
Aquel día, Rafael se marchó después de haber escuchado la respuesta que esperaba. Su padre, desde el más allá, había confirmado que siempre le había querido; que la culpable de todos sus problemas psicológicos actuales, había sido su posesiva madre.
Ángela, con los ojos abiertos como platos, escuchaba el mensaje de su madre que, con palabras entrecortadas, le comunicaba una pronta mejoría para sus problemas, y una vida feliz junto a un guapo chico.
Cuando Alicia preguntó por su madre, la médium comenzó a dar grandes golpes en la mesa y, de manera inusual, su boca comenzó a lanzar blasfemias y maldiciones con una espantosa voz…
Cuando volvió en si, pálida y temblando, explicó a Alicia la imposibilidad de contactar con su madre. Algo muy poderoso se apoderaba de ella cada vez que el contacto se estaba iniciando, impidiéndole continuar. Era una fuerza superior a todas las que había conocido en su larga trayectoria como médium…
Alicia, después de tanto tiempo esperando aquella posibilidad, se desilusionó y dejo de asistir a las sesiones... En lugar de abandonar su interés por el más allá, compró una gran cantidad de libros de espiritismo y brujería. Intentaría, por sus propios medios, establecer el contacto con el más allá. Aquella vieja charlatana estaba engañándola desde hacía ya demasiado tiempo, pensó.
La voz, una vez más, sonó rabiosa y profunda. La policía, a pesar de tener el teléfono pinchado, no pudo establecer nunca el origen de aquellas extrañas llamadas. Eran incapaces de detectar el lugar o el número desde el que se efectuaban.
Alicia, después de un tiempo, comenzó a darle menos importancia a las cada vez más distanciadas llamadas, para sumergirse en el estudio de los numerosos libros sobre magia negra y esoterismo que había comprado.
Cada día, cuando regresaba del trabajo, en lugar de tumbarse ante el televisor, se sentaba a una mesa llena de velas de distintos colores, sobre la que una gran estrella de cinco puntas ocupaba el centro… Quemaba incienso y procedía a recitar largos y complicados conjuros.
La habitación, estaba solamente iluminada por la temblorosa luz de las velas. El olor a cera quemada, mezclado con el del incienso, hacía irrespirable la atmósfera de la habitación.
El gato, quizá asustado por la salmodia de su ama, se había arrinconado en el sofá y miraba con ojos desconfiados la escena.
«¡Ven! ¡Acude a mi llamada! Te ordeno me respondas por el poder de la estrella de David!» De manera continuada y durante mucho tiempo, Alicia repetía frases, cada vez más perentorias, como queriendo forzar una puerta reacia a abrirse.
El felino, guiado por su instinto, se había escondido tras la puerta de la cocina. El largo pelo de su lomo estaba totalmente erizado, como presintiendo algo desconocido y terrible...
Alicia, como enloquecida por su propia salmodia, cada vez más insistente, tenía la comisura de los labios cubiertos por una espuma blanquecina. La llama de las velas, movida por una repentina corriente de aire, oscilaba iluminando la habitación con una extraña y ondulante luz.
El ruido, ensordecedor y parecido al que produce la apertura de una enorme puerta con goznes oxidados, hizo que el gato saliera de su escondite para refugiarse bajo la cama, maullando de manera lastimosa.
Las velas se apagaron. Alicia, en el suelo y aquejada de extraños espasmos, como presa de un repentino ataque epiléptico, seguía repitiendo el conjuro como un autómata al que fuera imposible parar.
La luz, más que luz un extraño fuego fosforescente, se esparció por toda la habitación y, al mismo tiempo, un intenso olor a podrido, a cadáver descompuesto, lo invadió todo…
La forma ––definirla resultaría imposible por lo extraña, amorfa y horripilante––, se acercó hasta donde estaba Alicia revolcándose en el suelo. Era como un enorme ectoplasma viscoso resbalando sobre el pavimento de madera.
Alicia, sin despertar aún de aquella especie de ataque convulsivo, repetía una y otra vez: «¡mamá! ¡mamá!…»
Una voz ensordecedora, mezcla de tierra y metal, le contestó: «Tu insistente llamada me ha traído hasta aquí… ¡Hija, ven a mi regazo!»
Hecha un ovillo, acurrucada en el maloliente regazo de aquella extraña forma que la estaba fagocitando lentamente, Alicia sonreía cual niño que inicia un sueño feliz. Lo último visible de su pálido rostro, fundiéndose con aquella pavorosa y amorfa masa, fue su extraña y enigmática sonrisa.
El gato, una vez la habitación volvió a la normalidad, salió de su escondite maullando, como buscando a su pálida ama por toda la casa. Cansado de buscarla, se había situado delante de la puerta como esperando la llegada de la desaparecida. De cuando en cuando, sus lastimeros maullidos se confundían con el chirriar de las poleas del viejo ascensor que subía y bajaba constantemente.
En la sala, justo en medido de la descolorida alfombra, apenas una mancha grasienta y de color ámbar delataba el lugar del encuentro entre dos mundos…


(C) 2009-Fernando J. M. Domínguez González
Canteiro09 de diciembre de 2009

1 Comentarios

  • Serge

    Canteiro:
    Interesante relato senti un espeluzno en cada línea que acariciaba mi vista.
    Me identifique mucho con mi congénere, me dio pena que se quedara sin ama.
    Un gusto haberte leído.

    Saludos.

    Sergio.

    09/12/09 09:12

Más de Canteiro

Chat