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Ira Encapsulada Sobre Ruedas

El 2009 fue uno de los años más críticos de mi vida. Tenía que enfrentarme a varios desafíos, entre ellos una separación, un nuevo empleo, vivir con 4.000 pesos por mes, y lo más difícil: aprender a ser puntual y a soportar cerca de cinco horas diarias de viaje en ómnibus.

La razón de este suplicio de casi cinco horas se debía a mi ingreso como docente interina en secundaria. Como principiante sólo pude elegir grupos en zonas bien dispersas de Montevideo y Canelones.

Ya lo había pronosticado Ludovica: mal año para la Rata. En el año del Búfalo tenía que bancarme casi todo lo que, como la rata, odio, y lo que más me cuesta: la perseverancia, la paciencia, la espera, lo lento, lo lento....lo lento.

Si bien mi odio hacia los ómnibus tenía un origen casi ancestral, ese año se incrementó significativamente. Sé que no me hace especial odiarlos. La mayoría de la gente, creo, detesta viajar en el transporte montevideano, en especial las personas que vivimos en barrios dormitorio, donde hasta para comprar un shampoo es necesario tomar un ómnibus.

¿Quién no se fastidió alguna vez por un/a guarda malhumorado/a o por el tipo que no cierra las piernas o el nene que no se saca la mochila? ¿Quién no ha querido putear al inspector que tortuosamente golpea el vidrio con la monedita? ¿Quién no maldijo la ascendencia entera de un/a conductor/a que no frenó en la parada? Sin embargo, y sin querer parecer una paranoica egocéntrica, creo que lo mío con el transporte es algo personal. Mi energía nunca está sincronizada con la de ellos. Sobre todo con la de los grises[1]. Cuando me tomo uno gris todo en mi día anda mal. Si voy apurada ellos van lento, parando en cada semáforo, poniendo un obstáculo detrás de otro. Y cuando voy calmada y tranquila, el conductor va acelerado y apurando a todos de mala gana.

Odio el ómnibus en verano, donde te asfixias y morís de calor, pero más lo odio en invierno, lleno de gente llena de ropa, y donde apenas te podés mover. Pero lo que más odio de todo es tener que viajar con tanta gente, tolerar a la gente, a la gente que se sienta al lado, a la que te roza detrás, a los costados, a la gente que hace ruidos, a la gente junta.

Por otra parte, los ómnibus me deben cerca de treinta mil cuatrocientas setenta horas de vida desperdiciada en sus recorridos, fueron los responsables de cientos de citas, reuniones y trámites cancelados, de descuentos por llegadas tarde, del abandono de mis clases de yoga, de tai chi y masajes. (Toda la armonía, el equilibrio y paz que me daban las clases se me iban en el mismísimo momento en que me subía al ómnibus). Pero por sobre todo les debo la agudización y profundización de mi enfermedad mental.

Desde hacía un tiempo venía trabajando, sin mucho éxito, ciertos problemas de ansiedad con mi psicólogo. Tenía prohibidas las fantasías, los monólogos internos y los insultos para adentro. Me había propuesto como ejercicio practicar la sigla S.O.L (sujeto, objeto, lugar) cuando mi mente empezara a divagar. Debía decirme a mí misma: soy Leticia (sujeto), estoy parada (objeto), en el ómnibus (lugar), por ejemplo.

Lo practiqué un tiempo y cuando me aburría reproducía en mi cabeza, con una voz de presentador de TV:

-¿Cómo es tu nombre?

-Leticia

-¿Cóoomo?

-Leticia

- No oigo

- Leee ­ tiiiii­ ciaaaaaa (aplausos)

O jugaba al lobo está, y con voz grave me preguntaba:

-¿qué estás haciendoooo?

-Estooooy subiendo por las escaleeeeras.

-ooooh ooohh (exclamaban las voces del público).

Claramente no estaba funcionando, así que después de haberles dado la oportunidad me di cuenta de que las reglas y ejercicios no me servían de nada y seguí como siempre. Reconozco que me resistía a la recuperación y que lo que más me preocupaba era abandonar mi juego de inventar las series de insultos para adentro. Los encontraba divertidos y me parecían un excelente recurso creativo.

Cierto día, uno de esos que parecía ser relativamente bueno, tomé un ómnibus para Santa Lucía...casi vacío. Increíble, pensé, voy a aprovechar para ir leyendo mi libro. Todo iba bien, casi excelente diría, hasta que una mujer que parecía hipernerviosa, se sienta a mi lado con un bolso gigante y con el celular en la mano. Ni siquiera puedo explicar el sonido de su voz, sólo sé que se sentía como si un pájaro carpintero con un taladro en el pico me estuviera perforando los tímpanos. No paraba de hablar pero además abría y cerraba sus piernas, tocándome con las rodillas con torpeza y despreocupación. Traté de seguir con mi libro pero cuánto más trataba de evitarla parecía que me volvía más sensible a su molesta presencia. Mientras intentaba leer, la insultaba en silencio hasta que en un momento vi que cortó el teléfono. Un alivio enorme me invadió, pero duró solo quince segundos, enseguida marcó otra llamada y volvió a hablar. Un sshhhhhh!!! me salió de repente y ella me miró asombrada. Quedé roja de verguenza, no lo podía creer, la voz había salido de mi boca, se había salido de mí....de adentro mío! Traté de hacerme la boluda y ella siguió igual. ¡Ella siguió igual! Ni siquiera se inmutó por mi ssshhh. Continuó hablando y moviendo sus piernas. ¡Igual! Mi ira se desató y de pronto salió la voz: pero pedazo de una hemorroides infectada con fiebre porcina, embalsamada con restos de caca de murciélago, por qué no te vas por el mismísimo hueco del water clo y terminás en un laboratorio de shampóo para chupa cabras. La voz de adentro se había desbocado. Estaba fuera de control. Cantidad de insultos se me venían a la cabeza y corrí antes de que llegaran a mi boca. Toqué el timbre de la puerta y sin mirar bajé en medio de la ruta 5, que para mí era lo mismo que el medio de la nada.

Cuando me vi ahí parada me di cuenta de que había perdido mi clase, que tenía que esperar 45 minutos para que pasara el próximo y que no tenía otra forma de volver que no fuera en un ómnibus. Empecé a putear como nunca, y para afuera. Insulté a las bostas de vaca, al pasto mojado, al viento que me fastidiaba en la cara y hasta al sol que me molestaba en los ojos con esa luz de mierda.

Cuando me cansé, me senté. Estaba temblando como si hubiera corrido una maratón. Cuando alivié la tensión, empecé a llorar como pocas veces he llorado. Miré el atardecer y después caminé.

Tuve los 45 minutos más tranquilos de todo el 2009 y deseé quedarme ahí en el campo, entre el pasto y en el silencio. Me imaginé una vida así y una serena alegría me invadió, pero no era el momento. "Algún día lo lograré" me dije, y me tomé el siguiente 2A para Montevideo.





[1] Señor cutcsero, si está leyendo esto sepa que el gris deprime, es el color del aburrimiento, de la mediocridad, de la teoría, el color sin carácter, del tedio. Siempre preferí, cuando tuve la opción de elegir, viajar en un rojo, verde o amarillo, antes que en un gris.
Dondehabitalabestia04 de julio de 2016

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