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Esta Vez

Giro la ruedecilla y comienzo a ver con claridad mi objetivo, un hombre de unos veinte años que se dispone a cruzar la calle. Mira a un lado y a otro y comienza a correr, le sigo con la cruz del visor fijo en su pierna derecha, aprieto el gatillo, y veo como cae al suelo, su cara refleja dolor, puedo ver perfectamente como la calle se tiñe de rojo a su alrededor, tal vez le di en la femoral, tal vez.

Sus manos se agitan suplicando ayuda, otro hombre parapetado en una farola le hace gestos para que se tranquilice, incapaz de sujetar sus ansias de auxiliar al mal herido, inicia una carrera hacia la muerte, apunto directamente a su cabeza, una leve presión sobre mi dedo hace, que la bala mortal, convierta al pobre desdichado en un cadáver desfigurado.

Saco los prismáticos, busco calle arriba, calle abajo, nada, reviso ventanas, balcones y portales con idéntico resultado. Vuelvo la vista, allí estas, con la cabeza baja, tembloroso, pálido, te lanzo una sonrisa forzada, a la que apenas respondes. Vuelvo a mi punto de observación, una mujer aparece al final de la amplia avenida, lleva dos bolsas, probablemente será algo de contrabando, de momento está demasiado lejos para intentar un disparo, afortunadamente se pierde en uno de los muchos edificios raidos por los disparos.

Una vez más busco nuevos blancos, rezo en silencio, suplico a Buda, a Mahoma, a Cristo, a todos los Dioses del Olimpo, pero no me escuchan. Detecto movimiento a dos manzanas de mi posición, ajusto la mirilla, un sudor frío recorre mi cuerpo, dos muchachos de unos 13 o 14 años corren de portal en portal, uno lleva una camiseta polvorienta de un famoso equipo de fútbol, unos pantalones vaqueros y unas zapatillas descoloridas, el otro lleva una graciosa gorrilla verde, una sudadera que vivió tiempos mejores, pantalón marrón y botas negras.

El fusil asoma unos centímetros por fuera del ventanuco, el punto rojo de la mira está clavado en el pecho del chico de la gorra. “No puedes hacerlo, no puedes”, retumba mi cabeza, sin embargo, el sonido de una pistola amartillándose hace que cambie de opinión. Cierro los ojos y aprieto el gatillo, me resisto a ver la escena y deseo con todas mis fuerzas haber errado el tiro. Mi ojo derecho se abre con parsimonia, me da la sensación que tarda un año en abrirse completamente, con espanto veo al chiquillo reventado, abierto por la mitad, como si fuera un lata de sardinas sanguinolenta.

Su compañero está completamente inmóvil, paralizado por el pánico, un blanco fácil, una palmada en la espalda me indica que no debo matarle, “No, no, no, al menos mátale, que no sufra, es un inocente, nada ha hecho, de nada tiene la culpa”, se empeña mi mente en contradecir a quien manda, celosa de haber perdido sus función principal. Apunto a su pie derecho, me enjuago una lágrima rebelde, y disparo. Casi puedo oír el grito de dolor desgarrador, veo como se retuerce en el suelo, como sus manos agarran con fuerza el tobillo, en un vano intento de cortar la hemorragia.

Los minutos pasan en agonía, una cabeza asoma por una ventana cercana, mi hombro recibe la orden, fijo el blanco, su brazo izquierdo, disparo, gritos sobre gritos, tortura sobre tortura, horror sobre horror.

“Se acabó”, me digo con firmeza y decisión, disparo certero contra el corazón, cesa el suplicio. Un tiro resuena tras de mí, la habitación se llena de salpicaduras rojas y blanquecinas, tu sangre resbala por mi cabello, ahora soy yo quien sufre, quien se retuerce en el suelo, quien llora tu muerte.

La fría mano ejecutora golpea mi hombro, tras la puerta me enseñan a mi hija, la pistola que mató a su madre, aun humeante, está sobre su sien, doy media vuelta, reviso calle arriba, calle abajo, busco nuevos blancos, esta vez no te dejaré morir amor mío.
Fernandoj02 de marzo de 2012

2 Comentarios

  • Kc

    Me sorprendio el desenlace, sorprendente tu relato, me ha gustado.
    Un abrazo.

    02/03/12 06:03

  • Fernandoj

    Muchas gracias KC.

    05/03/12 08:03

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