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El Disco de Vinilo


En verdad había comenzado a oscurecer en la habitación. En la parte alta de las paredes se dibujaban las sombras de las hojas de los árboles, recortadas por la luz amarillenta de un gordo y lento sol, que se acostaba tras el horizonte.
Adentro, en el living comedor, un perpetuo y mecánico “rac - rac - rac” inundaba un tiempo detenido y un espacio somnoliento entre visillos y manteles de encaje, e indicaba que el disco de vinilo había terminado su función hacía tiempo; sin embargo, embelesado en el monótono ruido del disco y en su eterno girar, la baba de Jacinto mantenía completamente húmedo su babero y se desbordaba por la comisura de unos labios agarrotados, que se movía al son de violentos espasmos. Sus muñecas y sus dedos estaban completamente doblados, perpetuamente anquilosados, lo mismo que sus rodillas, tobillos, hombros y cuello. Es que su cerebro había sido fulminado por el fuego de la anoxia al momento de nacer y el desdichado sólo había alcanzado los 35 años, gracias a la fiel presencia de su madre que lo atendía y le cantaba todo el día al son de los discos de vinilo.
Pero en esta ocasión el disco había llegado a su final. Y todo había llegado a su final, porque la anciana madre de Jacinto yacía inerte en el suelo de la habitación, traicionada por un colapso cardiaco. Había muerto y lo mismo hacía la luz amarillenta del sol, que se iba apagando entre el florido follaje ocre del papel mural.

FIN

Unsilencioquenocalla18 de enero de 2009

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