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Es mejor viajar lleno de esperanza que llegar.
Proverbio japonés

1.

El rugido del motor de los helicópteros es un atroz y desproporcionado sinsentido, algo fuera de lugar sobre la inmensidad de la selva que se extiende hasta el horizonte como un manto con diferentes tonalidades de verde, intemporal e indescifrable continuum. No importa cuántas veces se la contemple, siempre es un mundo extraño, poderoso y adverso. Él lo sabe muy bien, la ha transitado durante días de marcha, reportando en las notas breves y fragmentadas los detalles de las misiones militares, la persecución y el hostigamiento de las columnas de rebeldes, cuando acompaña a la tropa que recorre la zona de conflicto entre el gobierno y los “irregulares”. Pero hoy los rumores selváticos son aminorados bajo el sol de la canícula y son desplazados por el traqueteo de las máquinas voladoras.

El soldado que está apostado cerca de él es un muchacho a quien parece quedarle demasiado suelto el uniforme de campaña; apostado en la abertura que ha dejado la portezuela desmontada del aparato, apunta la ametralladora hacia abajo, a la espera del menor indicio de actividad hostil para disparar las ráfagas que deben “borrar del mundo de los vivos” a los guerrilleros, como suele decir algunas noches calurosas el coronel Suazo con la guerrera desabotonada y la panza descubierta, mientras bebe refresco en el mohoso patio del cuartel, en una de esas salidas llenas de teatralidad socarrona que cuadran con la brutalidad cotidiana de la misión y que arranca sonrisas burlonas a la tropa.

El oficial encargado de la misión de aquel día, el capitán Millán, lleva mucho rato a la expectativa y la falta de novedad comienza a aburrirlo. Se le nota el efecto de varias semanas de patrullaje infructuoso que lo tienen al borde del hastío, de la sensación de estar viviendo un tiempo malgastado por nada que valga la pena en medio de aquel universo que aborrece, desprecio que es una verdad confesada sólo a él, el corresponsal de guerra, en un arranque de sinceridad condicionada por la discreción para no bajar la moral de la tropa.

Es otro día más de rutinaria exploración de la espesura, ámbito contrapuesto nunca bien conocido, paraíso e infierno a la vez del que sólo los nativos y los criollos asentados durante décadas o centurias poseen las claves para desentrañar sus misterios, y eso a duras penas. Hay una fascinación, un estupor permanente que se experimenta cuando se contempla el paisaje, en especial desde arriba; se tiene una percepción distinta y ajena, uno siente que no se está sometido a sus dictámenes secretos e implacables, sino que se la ve desde la falsa perspectiva de entidad superior. Es un mundo distante y ajeno al suyo, siempre hay algo que se lo echa en cara, se lo hace sentir de manera ineludible. Aquí las cosas son diferentes o, en todo caso, han sido magnificadas por los factores y los elementos de una biología que se expresa en formas mayúsculas, donde las flores, los frutos, los árboles, las manadas, las bandadas, los enjambres que vuelan y los que corretean y devastan el boscaje, los peces de los ríos, en fin, los misterios de la vida silvestre, ese remanente, relicto del Paraíso perdido, son despliegues magníficos creados para sorprender y causar estupefacción.

Al principio había tratado de rechazar la orden de ir a esa región, donde se generaban las noticias de la ya prolongada confrontación que mantenía en vilo a un país ya cansado de la violencia. Pero el atávico llamado a la aventura, a descubrir lo desconocido, había terminado por privar y la aceptación no se le hizo tan pesada cuando decidió que iría a ver, documentar y volver sin poner en riesgo todo lo demás, no sólo la existencia, sino la paciencia de la novia expectante que espera su retorno a salvo, la calma de la familia, los amigos fascinados e intrigados con su elección, el trabajo en el comparativamente predecible ámbito urbano de la redacción del diario, asumiendo el compromiso de una labor que no muchos de sus colegas estaban dispuestos a aceptar.

El reportero mira a través de la espesura el serpentino corte que traza un río de aguas amarillas, terrosas, que desciende desde las faldas rocosas de la alta y empinada cordillera situada hacia el oeste. El río es un tortuoso camino acuático con sus meandros, bordeados por la vegetación más rala y baja de los herbazales de heliconias, juncos, cañas y eneas, tan diferentes de los enormes árboles de raíces apantalladas a los cuales se aferra toda una flora casi fantasmal de enredaderas y matapalos, de bejucos, bromelias, helechos y orquídeas.

El helicóptero artillado en el que vuelan es un viejo aparato de mil batallas y está a la vanguardia de una escuadra de tres. Es una pesada aeronave que parece toser y traquetear de modo lastimero y que pasa esta vez más cerca, casi rozando las ramas más altas de los árboles emergentes. Un asustado grupo de guacamayas coloridas remonta el vuelo y contrasta con el azul casi límpido del cielo, uno de los pequeños placeres visuales que podía percibir entre las penurias del oficio si se tenía la sensibilidad necesaria para asimilar esos detalles insospechados que ponen breves notas resaltantes, momentáneas manifestaciones de lo salvaje con sus cantos, el arco iris repentino y fugaz de las aves del trópico, que parecen hechas por un demiurgo mitológico para sorprender y contrariar a los humanos, como diciéndoles que ellos nunca serían así de esplendorosos y únicos, sino seres inanes, limitados a adornarse con los plumajes malamente obtenidos de esas criaturas, o con las pieles robadas a los felinos que se enseñorearon de los bosques hasta que los hombres llegaron a perturbarlos y diezmarlos.

Él sabe muy bien que si se vuela a la luz del mediodía se tiene una perspectiva distinta a la que se obtiene cuando se está bajo el techo que conforma la canopia, en la penumbra vaporosa donde no corre el viento, los olores evocan siempre la humedad, la savia y la resina, la materia vetusta o muerta, olores de cosa a la vez mineral y vegetal, milenaria, en una luminosidad verdosa que se cuela través del follaje, haciendo que el humano se sienta en desventaja, pues cualquier movimiento o crujido pone los sentidos en alerta y el temor no es una sensación extraña, sino que acompaña cada uno de los pasos dados sobre ese suelo cubierto de hojarasca, ramas y troncos caídos, musgosos y podridos.

“Aquí arriba ─piensa─, es casi como si uno fuese un espíritu intemporal, como si con extender la mano se pudiese arrancar los árboles de raíz y fingir ser uno de esos dioses de las leyendas de los indios”. Los nativos, los indios, son criaturas apenas vislumbradas por quienes viven en ciudades distantes y desentendidas, no eran sino seres extraños, como de otro planeta para los habitantes del mundo urbano, para las personas de la realidad moderna, que ya no se reconocen como animales naturales, entes alejados de la Madre Primigenia, convencidos de que la Naturaleza se limita a los seres atrapados y asimilados a la compañía humana, las plantas de los parques y plazas, de balcones y jardines, o a los seres infelices de mirada triste que menguan tras los barrotes de un zoológico.

En una nueva pasada a escasa altitud, casi rasante, el aparato se ladea peligrosamente. El soldado está ceñudo con la atención puesta en la fronda. La monotonía tediosa del patrullaje ya se le antojaba castigo o disciplina riguroaa. Tal vez no era de esperar que, habiéndose dispersado por los caseríos y aldeas la noticia de que habría un operativo en aquella zona, reportada como posible refugio de los “irregulares”, éstos permaneciesen en las cercanías, pues se había perdido el factor sorpresa. Ya habrían de estar ocultos bajo tierra, en los túneles y bunkers, quizás permanecerían estáticos entre la maleza, incluso a orilla de los ríos, o sumergidos en el agua, respirando por medio de sencillos artilugios, cañas, pajillas rústicas, mientras el ejército sobrevolaba sus dominios cazándolos como si fueran alimañas.

El capitán le había comentado que estaba harto de escuchar, cada vez que atrapaban a los guerrilleros o a uno de sus oficiales, su perorata ideológica justificadora, de modo que se había transformado en un ser casi refractario y frío al que no le temblaba el pulso si se hacía necesario llegar a la fuerza bruta para obtener información de los ocasionales prisioneros. Por los que se “ablandaban” más rápido, entre los que se podían encontrar incluso mujeres combatientes y bizarras, se sabía que a veces burlaban el acecho aéreo sumergiéndose en los caños, o bien se lanzaban en la red de túneles encubierta a través de amplios sectores de los bosques. Así que no era garantía alguna el hecho de que, por no verlos ahora, ellos no estuviesen allí, evadiéndose del despliegue que el coronel había ordenado y dispuesto aquel día.

Para el capitán Millán habían pasado ya varios años de perseguir, hostigar, recibir y dar golpe tras golpe, asonada tras asonada, de enterrar y llorar cada bando sus propios muertos, sintiéndose impotentes, aferrados a la esperanza de que un día llegaría la victoria, se experimentaría el combate final, todo acabaría y entonces vendría la cuenta de los costos, la sangre derramada, la inutilidad de la lucha para el bando perdedor, porque todo era posible y no había garantía del triunfo.

Minutos después, al volar sobre una pequeña colina de cima redondeada y de poca altitud, apenas notable entre la floresta, ve al capitán poner atención en algo. Sigue con la mirada el foco de atención del oficial y también nota un cambio repentino, algo que no debía estar allí, una variación en el color, la textura, la apariencia del bosque, una delicada y casi imperceptible modificación del paisaje en una escala tan pequeña que no fue notada durante los minutos anteriores del sobrevuelo. Algo no percibido con anterioridad, que se disimulaba entre los árboles. A él se le figura un refugio, una cabaña, un rudimentario bunker selvático, una casamata, lo que fuese que no había percibido, disimulado por el camuflaje. Descubre en la actitud del capitán que se siente molesto consigo mismo, si bien era cosa nada fácil de captar. Pero allí estaba eso y supone que el capitán se felicita a la vez que se molesta, sin demostrarlo, por descubrirlo entre tanta fronda monótona, lo que se evidencia en la huidiza sonrisa que sustituye el gesto ceñudo del rostro de Millán. El uniformado se coloca el sistema de comunicación interno y ordena al piloto dar un giro y dirigirse hacia donde él le indica. Pone en alerta al soldado y transmite la novedad a las otras aeronaves que vuelan en la zona.

El periodista asume que no importa el peligro que supone encontrar aquello, lo interesante se centra en el descubrimiento, la sensación de tener la oportunidad de reportar una noticia única, la novedad que protagonizan los militares, la posibilidad de destruir, atacar, derrotar. Para eso estaban allí, para cumplir una misión que ya se le antojaba inútil. Y ahora ocurre. También le viene a la mente otra eventualidad; por ejemplo, que podría tratarse del olvidado refugio de un cazador, un antiguo vivac, un apostadero de batidores, tal vez abandonado durante meses, aun años, en aquel sitio remoto.

No había probabilidad alguna de aterrizar los helicópteros en la espesura intrincada, no existía espacio para posar las aeronaves en tierra, así que, como le dice el capitán en medio del atronador escándalo del motor, lo más lógico es reportar el sitio y luego enviar un contingente para explorar la zona. O, por el contrario, iniciar un bombardeo indiscriminado, no habría necesidad de hacer la arriesgada comprobación de campo, siendo más fácil abrir fuego y que después se enviasen tropas para confirmar el hallazgo de un campamento. Pero finalmente Millán desecha esta última opción, acaso pensando en lo imprudente de destruir ese sector de jungla sin tener la certeza de que no estaban malgastando recursos y hombres en algo que podría ser sólo un cobertizo de cazadores, cualquier cosa menos lo que en realidad estaban buscando. Todo es posible, uno nunca puede estar seguro de nada en aquel infierno vegetal que el oficial tanto aborrece; los sentidos tienen que estar muy afinados y los indicios ser creíbles como para tomar una decisión radical y entonces sí, cumplirle el deseo al coronel, borrar del mapa a los facciosos.

El capitán ordena detener el helicóptero en el aire sobre el punto sospechoso, casi en el tope de la colina. El viento generado por las aspas del aparato sacude los árboles, arrancándoles hojas, sacudiendo todo lo que está suelto entre la floresta, espantando aves y cualquier criatura que pudiese ser removida, desprendida, despeñada. Es un riesgo real, pues desde abajo alguien podría disparar, lanzar un cohete y derribar el helicóptero, pero ya están allí, explorando en la medida que la maniobra les permite hacerlo, indicándole al soldado más por señas que por palabras que permaneciese alerta ante cualquier actividad sospechosa, pendiente de lo que se saliera de lo normal. El soldado luce fascinado en la contemplación de la vegetación sacudida con repentina violencia, en medio del bramido del rotor y de la ventisca generada por éste; parecía estar ocurriendo que un repentino huracán quisiera desprender cada uno de los árboles.

Así permanecen durante un tiempo que les parece una eternidad, ansiosos como se encuentran, sin que se observe nada que motive alarma. El reportero casi lamenta, maldiciendo, mientras toma las necesarias fotografías con su cámara, que no haya novedad, desea que ocurra algo y al mismo tiempo que todo siga así, sin riesgo para nadie, porque una cosa es ser el perseguidor, el que acecha y tiene las prerrogativas de su parte, y otra muy distinta ser el perseguido, la presa, el acechado, más aún en un medio tan hostil como aquella maraña vegetal.

Ve llegar otros aparatos desde el horizonte y las comunicaciones en la radio se hacen más frecuentes. Escucha sugerencias de no acercarse mucho, de no descender tanto, ya se sabía de experiencias anteriores en las cuales más de un helicóptero había sido derribado y luego su tripulación, al no perecer en la caída, era secuestrada y diluida, difuminada en la inmensidad de la selva. Como todo riesgo de campaña, eso debía ser asumido; quizás para el capitán el sentido del deber que lo caracteriza supera la prudencia más elemental.

Está pensando en eso cuando escucha la explosión. Al principio es un sonido relativamente discreto, disimulado por el escándalo del motor del helicóptero. Piensa que un golpe de viento ha sacudido la nave y que ésta, bamboleada, pierde la estabilidad y se ladea en un ángulo ilógico, peligroso. Pero ese pensamiento le dura lo que un chispazo; su mente es sacudida por el repentino olor a algo quemado, quizás combustible, aceite, plástico, goma, cualquier cosa que pudiese inflamarse, algo que ardía mientras el helicóptero gira enloquecido, rota sobre sí mismo y gime en una debacle sonora, como si fuese un ave enorme, prehistórica, abatida por un disparo certero lanzado por un ser superior. Una nube de humo apestoso comienza dibujarse en espiral a medida que el helicóptero gira y la cola malograda del aparato dispersa la humareda. La fantasía del momento es interrumpida cuando el piloto grita por el auricular que han sido alcanzados por una descarga, un disparo desde tierra. Tiene razón, pero la ironía es que no hay que celebrar ese acierto, pues les han atinado a ellos. Lanza una maldición y siente ―casi avergonzado, no puede hacérsele fácil admitirlo― el temor de convertirse en la presa, sensación que le llega antes que el miedo a la muerte. Ve que Millán mira a su vez hacia los otros helicópteros cercanos. Tiene tiempo de corroborar que las dos aeronaves también están siendo atacadas, alcanzadas una tras otra con una precisión que lo hace sentirse indefenso, conciencia de la impotencia al percibir que se pierde el control y que todo se está yendo al diablo.

2.

Vio cómo las ramas de los árboles se acercaban con rapidez, sin darle tiempo a cubrirse o protegerse. Le gritó a sus tres compañeros que se cubriesen, pero cuando se volvió hacia el sitio donde se había colocado el soldado comprobó que ya no estaba. Posiblemente había salido desprendido por las sacudidas y los giros, cayendo al vacío. La puerta ausente de la nave, el boquete dispuesto para apostar la ametralladora, era de pronto una boca deforme que se llenaba con el verdor que se aproximaba, las aspas del rotor cortando ya las ramas más altas de los árboles. El interior del aparato comenzó a llenarse de virutas, corteza, hojas, polvo, ramas quebradas y con peligrosas puntas agudas, fragmentos metálicos, humo, gas y todos los olores posibles de imaginar como ofensivos, mortales. Comprendió que se precipitaban en una caída mortal hacia territorio enemigo, porque era evidente que allí estaban aquellos, los “irregulares” que dominaban las circunstancias, prestos a la represalia y a la captura, a la desaparición de toda una patrulla. La posibilidad real y palpable de ser ahora el perseguido en vez del perseguidor se le clavó como una puntada en medio del cerebro mientras sentía los crujidos, las quebraduras, las explosiones y los retorcijones del aparato en su caída extrañamente lenta a través del dosel de la floresta. Así le pareció a él, porque en esos momentos de pánico el tiempo se ralentiza y la mente percibe con lucidez ciertos detalles que de otra manera no serían captados.

Las aspas maltrechas y retorcidas cesaron la contorsión que todo lo que estaba en su trayectoria vertical entre la espesura y de pronto todo se detuvo. Al principio esperó en silencio, mientras los sonidos del incidente se apagaban y los rumores de la selva volvían a imponerse. Afinó el oído, mucho antes de caer en cuenta que estaba vivo, adolorido por la opresión de la cámara fotográfica contra su pecho y el golpe contra el piso o el costado del helicóptero, no estaba seguro, esperando no tener heridas graves, mientras se palpaba ansioso el cuerpo en medio de la polvareda que casi lo asfixiaba, metiéndole olores y materia selvática en la nariz, en la boca entreabierta por la sorpresa y el grito apagado que nunca llegó a emitir. Los leves murmullos de los animales en desbandada, insectos y aves que se movían entre la maleza y los despojos vegetales se impusieron a los ruidos del desastre y comprendió que había superado una prueba más. Sintió humedad en el lado derecho de su cuerpo, a la altura de las costillas y al intentar moverse el dolor agudo de algo roto o desprendido dentro de él lo paralizó. La mano estaba empapada en sangre y no supo si era más contundente el dolor físico o el pánico que lo invadía.

Existía la oportunidad de la huida, pero estaría limitado si se encontraba malogrado. Cuando tuvo la certeza de sus restricciones y la entereza de levantarse entre las ruinas del aparato, buscó al oficial y al piloto entre los restos, pero vio que Millán había quedado aplastado entre el metal, ahora retorcido hasta formas insólitas, y parte del equipamiento militar, las municiones y la ametralladora. Era evidente que su muerte fue rápida. El impacto de perder al oficial al mando de la misión suponía un desastre repentino que, aunque se lo consideraba posible, nunca se estaba preparado para enfrentar. En la cabina, el piloto tampoco había sobrevivido; estaba tendido, los ojos abiertos con una expresión de sorpresa y angustia efímera. Cerró los ojos del hombre, luego lo invadió el sentimiento de hermandad que surge entre los hombres cuando comparten una tribulación definitiva, la sensación primitiva que se antepone a las falsas prioridades. Entre la conmoción, el dolor creciente que emanaba desde la lesión y la angustia repentina que lo invadía, cayó en cuenta de que debía indagar lo más pronto posible si ya estaba siendo acechado por el enemigo y si el soldado seguía vivo en algún lugar de aquella colina selvática, pero cuando escuchó con detenimiento los gritos que aumentaban en intensidad a través de la espesura, clamores distintos a los de la tropa, o que por lo menos no podía asegurar que lo fueran, sólo pensó en escapar.

Quizás al llegar hasta el lugar del siniestro los guerrilleros se convencieran de que sólo iban a bordo el oficial y el piloto, o en todo caso, que cualquier otro ocupante habría muerto al caer la aeronave alcanzada por el cohete. Una sucesión de ideas se deslizaban a través de su mente incentivada por la impaciencia, la necesidad de no demorarse en pequeñeces ante la eventualidad de ser capturado, uno de los mayores temores a los que siempre se había enfrentado desde que comenzó a fungir como reportero de guerra. Añoró la tranquilidad de una sala de redacción, la calma relativa y cómoda de la fuente urbana, donde los avatares cotidianos podían ser descifrados y anticipados con mayor certeza que los de aquí, los de este universo adverso donde el enemigo no tenía rostro y los movimientos de los otros son el motivo de los miedos más insospechados cuando se vive en espera de una contingencia que casi siempre resulta en catástrofe, en desgracia. Porque era verdad, valía pensar que en este mundo que aparenta ser eternamente inalterado y agreste el hombre también es el lobo del hombre y, desde la perspectiva de las tropas, no hay código de honor con que tratar a los que no tienen honor.

En el tiempo engañosamente lento que sucedió a la caída los segundos le parecieron minutos, contrastando con los pensamientos rápidos como la luz del sol implacable filtrado a través de las hojas de los árboles en el claro que había dejado el helicóptero al ser derribado, poniéndolo a él en desventaja, inerme, a merced de las avanzadas de los rebeldes, los cuales podrían estar cerca, desplazándose por la ladera hacia el sitio donde se encontraba ahora, imposibilitado de reunirse con los demás, porque era difícil saber si el resto de la tropa aerotransportada había sobrevivido al ataque. Más que percibir, le golpearon los sentidos los olores silvestres, el tufillo de la tierra negruzca y la hojarasca húmeda y descompuesta, el olor dulzón del combustible derramado sin arder, el zumbido de los mosquitos y otros insectos, el murmullo de la brisa en las copas de los árboles, el sol a plomo que caía a modo de cascada en la abertura del dosel. Otra realidad, tan desemejante a la de hacía pocos instantes allá arriba, en el cielo azul del mediodía. Al internarse sangrando y tambaleante en la espesura de la selva no alterada por la caída del aparato miró hacia arriba y vio otra atmósfera, una bóveda vegetal que se tragaba el azul del firmamento, lo sustituía casi a la perfección y oscurecía el ambiente asfixiante y la humedad calurosa.

No sin temor, escuchó los gritos que le parecieron brutales, las órdenes de los comandantes rebeldes. Era el alarido triunfal ávido de presas que emitían los otros. Esta vez estaba solo, herido y comprendiendo su situación, cuando no tenía el respaldo y la protección de la tropa, de sus compañeros de viaje en aquel artilugio volador que ahora yacía inerme, ave caída, despatarrada, con seres humanos en sus entrañas que ahora estaban limitados a unos simples despojos a punto de que el monte inclemente se los tragara como si fueran una materia asimilable, carne que entraría en el eterno ciclo de la vida que cae y se renueva en otras formas, todo eso le robó parte de la fortaleza, la convicción de sobrevivir o de escapar hacia un sino no tan desconocido pero que en todo caso él no deseaba, el de ser un simple prisionero de guerra, un canjeable.

No deseaba para nada formar parte de las estadísticas, esos rostros que son anónimos para mucha gente, sujetos dignos de lástima, pues tenía la certeza de que en esos minutos, esos metros que lo separaban de los otros, de aquellos, su integridad de ser único e irrepetible se le iría de las manos y no sería más él, el hombre de otro mundo prestado a éste. La existencia simple, cierta y original que había escogido se tornaba de pronto una absurda concatenación de desatinos y riesgos asumidos bajo supuestos que nunca se dominaban, porque en tiempos de guerra entre los hombres, gestada y llevada a cabo en este extraño y taxativo cosmos salvaje, las reglas diseñadas y establecidas en distantes y confortables lugares foráneos no se cumplen.

Ahora estaba allí, desplazándose a duras penas en la soledad de aquel ambiente originario. Meditó durante unos segundos, tratando de trazar un plan urgente, de diseñar la estrategia de supervivencia que le permitiese pasar inadvertido, cosa harto difícil, pues los rebeldes parecían tener los agudos sentidos de los animales selváticos antes que los de los hombres. Y a ese riesgo se unían los de la inmensidad implacable de las condiciones dominantes donde el ser humano no es más que un organismo, alguien que en un santiamén puede ser acabado por el veneno, el zarpazo, la mordida, el estrangulamiento, la flecha, la trampa, la mina, la bala. Sabía que ahora venía lo arduo, el entorno no lo acompañaría brindándole ventajas o recursos favorables que descubrían o manipulaban a su favor los siempre desdeñados aborígenes adaptados desde tiempos remotos al dominio selvático.

Allí la luz era de cosa antigua, el aire estático y vaporoso que encierra la frondosidad de la vegetación alta y milenaria era una etérea materia mohosa e impalpable, tan disímil de la percibida cotidianamente, un aire con otro sabor que traía los aromas de un mundo temido y sagrado. Se decidió a emprender la marcha precaria casi con fastidio y gesto involuntario, lastimoso, porque esto no estaba en los planes, esto no era lo que se tenía previsto, se suponía que sería una operación de rutina más, compromiso a cumplir dentro de un cronograma, plan mayor en el cual ellos no eran sino fichas cambiables al antojo de los que tomaban las decisiones en sitios tan diferentes y que de pronto, se le antojaba, eran irreales.

Dejando un delatador rastro de sangre, caminó adolorido y con lentitud por la redondeada cresta de la colina oculta por la fronda, sabiendo que tenía que huir, alejarse resguardado por el dosel que le negaba el azul familiar desde el que se había precipitado, pobre y degradado ángel áptero, con el presentimiento de que más nunca volvería a observar la bóveda celeste y que caería al resistirse a la captura, sus ojos mirarían hacía arriba por última vez, contemplarían aquel extraño firmamento verde y entonces sus despojos tendidos sobre la tierra húmeda e incógnita también se perderían para siempre.

Wim21 de junio de 2012

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