Una noche fría, las hojas de los álamos bailaban al son del viento. Cada vez eran más en el suelo, una tras otra, formando un manto anaranjado decorando la gran avenida.
Me encantaba el otoño, el suave y fresco aire que acariciaba mi cara, me hacía despertar de mis más profundos pensamientos. Además, esa mañana había llovido y la contaminación de los coches no había sido capaz de eliminar esa fresca olor que invadía cada rincón de mi cuerpo.
Recuerdo con precisión cada detalle de aquella noche. Salía del trabajo, caminando por la avenida que me llevaba hasta casa. Quería llegar después del duro día de trabajo y parecía no acabar nunca esa maldita calle. Subí hasta arriba la cremallera de mi anorak dejando únicamente mi rubio pelo al intemperie. Deseaba llegar para hacerme una infusión calentita y encender la vieja chimenea.
Había sido un día agotador y necesitaba echarme en la cama cuanto antes. Notaba que me pesaba todo el cuerpo y mis pies se resistían cada vez más a dar el próximo paso.
Cuando me quité mis auriculares, descubrí que alguien llevaba llamándome un buen recorrido de mi trayecto. Su voz paralizó todo movimiento que de mi cuerpo debiese salir, me inmovilizó.
