La alegría de verte en los ojos de alguien
y leerte en sus caricias como si fueras un texto en braile;
la emoción de las primeras citas,
de los primeros besos y de los roces por casualidad
escondidos tras miradas vetadas
y sangre de esa que colorea mejillas sin necesidad de un pincel.
El sonido rayano a la magia que se crea en el eco de un beso,
de un beso de veinte segundos que te ronda la cabeza veinte días
y te deja sin dormir veinte noches.
La electricidad de un abrazo dulce,
tierno,
sencillo,
tan cálido que te hace cerrar los ojos para disfrutarlo,
para dejarte ir,
como cuando llegas a casa y te acurrucas en una manta en el sofá,
después de una fría tarde de diciembre.
Las mordidas en la lengua,
en el hombro,
en la clavícula,
en la cintura;
los arañazos en la espalda,
las cicatrices del alma.
Que nos pasamos la vida huyendo del amor tras cada golpe que éste nos da,
y perdemos el tiempo recayendo en él una vez tras otra.
Porque tiene algo que te atrae,
que te repele,
que te mantiene en un constante vaivén,
que no te retiene pero tampoco te libera.
Dulce condena,
amargo castigo,
humana eternidad.
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