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El Violín de mi Padre.

Un pequeño y agudo ardor en mi pecho, liberó mi vida de esa esclavitud momentánea que le conocen como ensimismamiento. Alzando la mano inconscientemente alejé un insecto extraño, diferente a los que había visto antes, diferente a un mosquito. Sus alas eran curvas y su torso era largo y escamoso, sin embargo no era más grande que el ancho de una uña del dedo meñique. Ya me había enterrado antes su aguijón, lo que me tenía intranquilo y alerta. Y por esto mismo pude percibir que la música que escuchaba desde hace unos minutos había cambiado. Las tonalidades eran más lentas y profundas. Lograba asimilar el dramatismo con el que fueron escritas esas notas. El alma del autor de la pieza, hacia la función de mecanismo perfecto para el ritmo melancólico en la maquinaria de lo que escuchaba.
Un par de tronidos similares a un chillido en el piso de madera llamó mi atención hacia los adentros del corredor. Me había adentrado a una casa vieja y roída por los años, y mantenía mi escondite en secreto, me prevenía de los visitantes inesperados al mismo tiempo que me protegía de las miradas inquisidoras de la comunidad que rodeaba la esquina donde me refugiaba de la lluvia y de esa carretera que dejó mis botas llenas de lodo e inservibles. “Solo un poco de polvo y lodo” diría mi padre, “un poco de limpieza y quedaran como nuevas” decía.
Descansaba en una silla de madera con el propósito de quedarme dormido un momento antes de partir nuevamente, mis piernas estaban entumecidas y me tomó un par de segundos extra levantarme libremente. - ¿Quién anda ahí? – dije con voz resfriada y asegurándome de que el tono de mi voz fuera más impresionante de lo que podía. Temía que fuere otro vagabundo o peor aún, un oficial de la policía local. El silencio denotó aún más la presencia del visitante, aun más que el chasquido de las gotas sobre el abrigo del mismo, que alcanzaba a escuchar de entre las goteras de la casa - ¿Quién anda ahí? – repetí.
Escuché el retroceder nervioso de sus pasos. Me sentía insultado por ser ignorado pero a la vez aliviado al no haberse mostrado el invitado. No era mi hogar, pero la había adoptado momentáneamente como tal, aunque más bien era un escondite. Me había adentrado al verla deshabitada, tenía unas cortinas que simulaban un manto cubriendo lo que quedaba de ella. Similar a la sabana lúgubre en los hombres que pasan a mejor vida.
Tranquilizado por la retirada del visitante, recargué mi espalda en el respaldo de un sofá polvoriento que estaba en medio de esa habitación, busqué entre mis bolsillos unas cuantas migajas de pan y unos cigarros húmedos. De pronto una pesadez invadió mis pensamientos. Me quedé dormido.

A la mañana siguiente, decidí salir a caminar hacia la plaza del pueblo, la más concurrida por la comuna y dar entonces el espectáculo que solía ofrecer. Una canción triste que había aprendido en mi infancia escuchando a mi padre tocando el violín. Claro que mi pericia en el instrumento no era tan buena como la de aquel maestro. Y el violín que usaba, no era tan bueno como el de esos días felices. Este lo conseguí por casualidad en un momento y lugar oportunos.
Comencé a tocar sin preparación ni afinación previa. Conocía tan bien esas cuerdas, que ya sabía cómo acariciarlas una a una; el conocer sus detalles e imperfecciones daban el desafinado perfecto a cada nota. La melodía duraba cerca de dos a tres minutos, dependiendo de la desmesura de mi empeño en ella; mientras pasa este tiempo, no te aburriré con detalles de mi público. El contemplar las diversas expresiones de la concurrencia era algo que incluso a mi comenzaba a aburrirme, demasiado habitual. Los disgustos y los gozos de mi música siempre era muy variados. Era un trabajo honesto, sin embargo, la remuneración no era tan satisfactoria en esos días de crisis y pobreza extrema.
En ocasiones, al ver que mis ganancias no eran tan fructíferas como esperaba, volvía a tocar la misma melodía un par de veces más, cambiando el ritmo y la velocidad de las notas, incluso acostumbraba cambiar los tiempos o tocaba las notas al revés. Solo el público experto lograba distinguir esta mentira blanca. Y para que el engaño fuera perfecto, cambiaba el nombre de la misma quitándole un par de letras o la pronunciaba con un acento francés mal acentuado. Era raro que un experto me desenmascarara, ya que les parecía de un modo cómico y lastimoso mi intento por obtener unas cuantas monedas más. Aunque mi espectáculo consistía principalmente en el desempeño que mostraba ante la multitud, debía verme como un músico profesional. Amarraba mi cabello con una cintilla perfectamente ceñida, sin dejar un solo cabello caer sobre mi cara, mis ropas debían notarse pulcras y perfectamente planchadas, mis zapatos no debían mostrar ni un rastro de suciedad; las señoritas calificaban con extrema crueldad todo esto y debía aparentar un prospecto perfecto de marido, de no ser porque para ellas era un simple músico de calle.
Durante la mañana había escuchado a las vecinas comentar acerca de un clima precario. Se referían con mucho pesar de la lluvia de estos días del año, y como bocas de profeta habían atinado a las gotas de esa tarde. Al principio temí que la humedad estropeara mi violín, pero al notar las pocas monedas que había recaudado, no tuve otra opción más que continuar mi número un par de minutos más antes de que se rompiera el cielo y nos diera el baño del día.
- ¿Te vas a quedar ahí hasta mojar toda tu ropa? Se estropeará tu violín. – escuché con una voz suave pero ronca justo frente a mí. Comenzaba a llover y mi público se había reducido a una sola espectadora.
Su negro cabello delgado, caía suavemente sobre un rostro fino y delicado, su piel pálida dejaba ver los huesos de su cuello. Sus ojos grandes y desesperados me miraban intensamente, eran hipnóticos. Un rojo intenso hacían muy notable el contorno de sus labios. Hermosa. Lamentablemente, la ropa que traía me dio a entender que su estatus social era obviamente inalcanzable para un violinista callejero como yo. Sentí desesperación y temor al usar mis palabras. Temía decir algo insípido o vulgar que hiciera desistir sus palabras hacia mi persona. “Solo un vago más” asumía que pasaba por su fino pensar.
- Si te vas a quedar ahí, ¿podrías tocarla de nuevo? Pero como la primera vez. Me gustó más. – conocía la melodía o había entendido la versión original.
- Pero nos vamos a mojar. – dije tragando difícilmente un poco de saliva.
- Ya no estamos mojando. – Su vestido blanco con vivos azul celeste comenzaba a notarse menos ligero al empaparse.
Esta vez la canción duró cuatro minutos.
- Alejandría! – escuché gritar a una mujer madura, entendí era su madre.
- Me tengo que ir, trata de no mojar más tu violín o se estropeará.
Pero en ese momento no pensaba en el violín, la silueta de esa joven me tenía absorbido completamente. Delgada cual tallo de una flor, su aroma tan dulce y empalagoso había gobernado absolutamente mi atmosfera. En mi cabeza me escuchaba gritando desesperado “No te vayas”, “regresa”, pero ya no estaba ahí.
Guardé mi instrumento en un instante mecánico que había dejado de notar por la costumbre. Caminé a paso apresurado entre los corredores del pueblo, al que no me había tomado la molestia ni de averiguar su nombre. Cubrí el violín con mi abrigo y comencé a caminar intentando volver a encontrarla. Me invadió un deseo doloroso por saber su nombre, su apellido, sus gustos y su caminar. Pero al dar la vuelta y salir de la callejuela empedrada, perdí su rastro.
Me detuve en medio de una pequeña plaza, parándome bajo el marco de una puerta de una de las tiendas de la cuadra, para mirar a mi alrededor esperando volver verla, pero no tuve éxito.
- Alejandría. – susurré con un dejo de esperanza, como amante de la desesperación que arraigaba el pensamiento de no verla nunca más.
Decidí quedarme un par de días más en ese pueblo. Ya no me parecía tan molesta la idea de dormir en una casa añeja y sucia. Un poco de humedad y polvo, ¿qué tanto mal podrían hacer?
Al siguiente día volví a montar mi espectáculo a la misma hora y en la misma plaza. Coloqué el estuche del violín en el suelo abierto, de manera que simulaba un limosnero. Estiré mi camisa para quitar un poco de sus arrugas y alisé mi cabello amarrándolo con un pequeño y casi invisible cordón. Pero ese día hubo menos espectadores que el día anterior. Ella tampoco apareció. Traté de no pensar en su ausencia y me enfoqué en reunir el dinero para alimentarme ese mismo día.
Quizá no lo noté en ese momento, pero había durado casi una hora mi espectáculo. No recuerdo bien el monto remunerado ese día, pero obtuve suficiente para hospedarme en una casa de huéspedes durante dos días. El dueño del lugar era un señor alto delgado, casi entrado en los cincuenta años y de aspecto cansado. Aburrido habría descrito como mi primera impresión de él.
- El agua caliente se paga aparte, y solo damos una comida al día. – dijo.
- Si, gracias. Pero necesito una habitación con vista a la plaza.
- Diario tenemos sopa de papas pero puedes elegir entre pollo o puerco.
- Si, gracias, pero la vista...
- Arriba, último cuarto a la derecha. – Me interrumpió.
- Gracias.
Tomé mi bolso de viaje, mi violín y comencé a subir las escaleras. Rechinaban más que la madera de la casa donde había decidido quedarme las noches anteriores. Pero me conformaba con haber cambiado el sillón polvoriento por una cama y un baño sin goteras.
La habitación no tenía vista a la plaza como había pedido, pero después de haber visto las demás habitaciones en mi recorrido, preferí quedarme con la menos deteriorada. En su lugar, la vista daba hacía lo que podía llamarse un parque central. En él podía ver familias amorosas con juegos de pelota o disfrutando de comer al aire libre.
Apenas pasaba medio día y decidí dar un último espectáculo esa misma tarde antes del anochecer. La concurrencia fue mínima. Al parecer este era de esos pueblos donde la gente no suele dar paseos al atardecer. Me dirigí a mi habitación pero antes habría de comprar unas cuantas cosas. Ese día siguiente, realicé lo que sería mi rutina habitual, dar un breve espectáculo, buscar hospedaje, un espectáculo más y buscar víveres antes de dormir. Con la diferencia de que está noche daría un recorrido extra por la calle donde había visto a Alejandría.
El sinfín de edificios rústicos, limitaban el suelo de extremo a extremo. La luz de los faroles interrumpían abruptamente el negro absoluto de una noche sin estrellas. El frio corazón de la luna dio un beso indirecto a mis huesos, haciéndome temblar disimuladamente. Me detuve frente a una cafetería y tomé asiento en una sillita de madera que hacía juego con la mesa que estaba sobre la acera, casi cayendo en la calle empedrada. No recuerdo exactamente que pedí esa noche, mis gustos siempre han sido muy variados, dependen mucho de la ocasión.
Saqué mis anotaciones para revisar los lugares pendientes a visitar, los poblados aledaños y los caminos a recorrer. Y aunque por un momento quedé ensimismado en mi presupuesto de viaje, un sentimiento de melancolía comenzó a distraerme, cada vez más profundamente. Recordé los oscuros mechones sobre su rostro, sus manos delgadas, casi huesudas colgando como cadenas sobre los costados de su cintura. Sin expresión más que el mismo ensimismamiento de una persona abstraída por una belleza, únicamente comparada con la suya. Imaginé la suavidad de sus labios, enfriados por la lluvia de esa tarde. Casi sentía los huesos de su torso clavándose en mi cuerpo. Mis dedos recorriendo su delgada espalda, mis brazos protegiéndola completamente en un solo abrazo.
Al pasar una hora y después de un café con leche, fui a la casa de huéspedes a pagar mi hospedaje; tomé mis cosas que había ordenado la noche anterior y continué mi camino, marchándome de ese pueblo, al que ahora suelo llamar “El Hogar de Alejandría”.

Viajero21 de febrero de 2013

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