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Minerva

Minerva había salido desde temprano a comprar el desayuno para los dos. Yo me quedé a esperarla, embobado como estaba con los artilugios mágicos que tenía repartidos por el departamento. Pociones aromáticas contra la resaca, polvo de humedecer sueños, y un mazo de cartas para apostarle días a la muerte. Cuando me topé con el espejo no le hallé pista de embrujo, ningún aura brillante delató su sortilegio.

Me gustaba Minerva, bruja y todo lo que era. La noche anterior se había portado de encanto. Y yo, por eso, por gustarle también a ella, quise escudriñarme los huevos frente al espejo un rato. Arriba y abajo, detrás y adelante, juzgué que se me veían de maravilla los huevos. En medio acto de escudriñamiento, sin embargo, el maldito gato negro de Minerva me saltó desde el rincón con un maullido bestial de aquellos. Sorprendido, me fui de hocico contra el espejo y lo atravesé con la cabeza, huevos de fuera. El monstruoso gato no tardó en averiguar la manera de clavarme las garras al cuello.

Se llamaba Don Pedro, el gato, por el brandy, y Minerva se llamaba como su abuela, Minerva. Después de un rato de andar de compras, volvió al departamento. Traía consigo café y crepas. A mí me dolían los huevos. Cuando entró, estaba yo con el hocico partido y la yugular sangrando, barriendo pedacitos de espejo que se regaron por todo el suelo. El gato cabrón me acechaba desde alguna sombra. –Nene,- me dijo, triste y al mismo tiempo cariñosa – ¿Rompiste con la cara el espejo?- Y yo pregunté – ¿Te enteraste por ser bruja?- Y ella respondió – Me enteré porque pareces mosaico y un pedazo de nariz se te está cayendo.

El espejo, según me dijo, no era caro. -Enserio, déjame te pongo un ungüento.- El problema es que ahí tenía su refugio el diablo. -Mi abuela lo usaba para invocarlo en sus encantamientos, nada perverso, le ayudaba a dar buen sabor al caldo.- Un día, sin embargo, la abuela, a mitad de conjuro, perdió la vida de un infarto. Y el diablo seguramente dijo – Chingado.- porque sin haberlo previsto y sin poder evitarlo, quedó para siempre atrapado en el espejo.

Yo me sentía culpable de haber dejado libre al diablo, para variar, pudiendo causar no sé qué tragedias. Además, no quería perder el amor de Minerva. Le pregunté qué podíamos hacer para recapturarlo y su respuesta me dejó intrigado. -Nene, tenemos que matar un gallo.- Y sin ver yo de dónde ni de qué manera, produjo con sus dedos un tremendo churro de marihuana. –Saca, pa’ quemarlo.- Me dijo, y lo prendimos. Y fumamos duro y lento. Y ya con el ambiente correcto y la música indicada, todo dispuesto según las leyes de brujería arcana, dio comienzo, ella tan linda, a su ritual satánico.

Mientras Minerva, aletargada y risueña, pronunciaba el conjuro para invocar al rey de las tinieblas, yo me entretenía haciendo malabares con unas calaveras que encontré guardadas en el armario. –Ya está aquí, lo siento cerca.- Me dijo al cabo, riendo, y le dio otro toque al churro antes de pasármelo. Yo estaba cagado de miedo, profundamente malviajado. Luego de fumar por tercera ocasión, vi correr al gato por el techo, vi cómo el humo ascendía y reflejaba en el espejo roto una figura negra. Una de las calaveras, poseída sin duda por algún espíritu macabro, comenzó a moverse y a comunicar un mensaje enigmático. – Qué guapo.- Promulgó. -Qué guapo.- Repitió, y volvió a repetir. – Qué guapo.- Una y otra vez, con el fulgor del infierno en los ojos.

Minerva reía desquiciada, pataleaba y hacía muecas. -Que guapo.- El gato se dejó ver en una esquina, solo para desaparecer inmediatamente. -Que guapo.- Y luego el silencio. Minerva enmudeció, con la mirada perdida en cualquier parte. Serenamente se puso en pié. Serenamente caminó hacia donde me encontraba yo. Tras un instante en que el único sonido era el de mis latidos apresurados y mis intestinos inquietos, Minerva cruzó su mirada con la mía. Y gritó.

Y grité yo, y gritamos juntos hasta que comenzó a reír nuevamente, cuerpo arqueado, con la risa que silba por salir sin aire, confundiéndome con su mirada trastornada. Gritó por segunda vez, aterrada y aterrándome, y de nueva cuenta rompió a carcajearse. –Nene, es que eres muy bueno.- Me dijo, y se lanzó a besarme, y olvidamos de repente que el diablo andaba suelto.
Abrahamsaucedocepeda21 de marzo de 2013

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