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Diario de una Rata

Desde que vine al mundo con mis muchas hermanas, en aquella alcantarilla cerca del pequeño río lleno de neumáticos viejos, latas de conserva y bolsas de plástico, siempre me he preguntado por la razón última de mi existencia. Mis inquietudes, extrañamente, siempre fueron más allá de procrear o comer; de corretear por el subsuelo o de escapar de mis enemigos naturales. No quisiera parecerme a los humanos en mis disquisiciones filosóficas, pero a pesar de lo increíble que pueda parecer, algunas ratas también pensamos.
Desde que mi madre nos obligó a abandonar el nido para salir al mundo exterior, bajo uno de los puentes del pequeño río que discurre por una zona verde de la ciudad, he vivido en continuo sobresalto: gatos abandonados hambrientos y furiosos; campañas municipales de desratización; perros que nos persiguen como si fuésemos conejos... Todos nuestros enemigos parecen haberse confabulado para impedir que estemos en paz un sólo minuto. ¡Hasta los niños nos tiran piedras cuando nos ven!
Cuando alcancé la edad adulta, me emparejé con un macho de largos bigotes y pelo lacio que había nacido dos alcantarillas más allá de nuestra madriguera. No era muy trabajador y gustaba de dormir hasta bien avanzado el día, pero dado que el momento era adecuado para formar una familia y todos los machos en edad adulta eran iguales, me uní a él. Después de la unión, comenzamos nuestras correrías por las distintas alcantarillas de la ciudad en busca de un lugar donde poder criar a nuestra prole. ¡No fue tarea fácil!
Hemos cambiado de barrio muchas veces, unas por buscar más alimento para nosotros y nuestros vástagos; otras, para evitar los muchos peligros que nos acechan. Hemos vivido en alguna de las grandes alcantarillas que desembocan en el mar, pero las continuas riadas ––¡en esta ciudad llueve mucho y muy a menudo!––, nos obligaron a buscar zonas más altas y secas.
También lo hemos intentado en alguna casa abandonada, pero resulta más difícil formar un hogar en ellas. La especulación del suelo y la escasez de viviendas baratas ha dado lugar al fenómeno de los «ocupas» ––¡nunca comprenderé la razón de poner los aparatos de música con semejante volumen!––. Con el continuo ruido que hace esta gente, no se nos permite la mínima tranquilidad para criar a nuestros hijos o dormir cuando llegamos cansadas de recorrer las alcantarillas, en nuestra diaria búsqueda de alimento.
He de confesar que, como rata, he tenido ocasión de conocer muy bien a los humanos, tanto en sus glorias como en sus miserias… A pesar de ser grandes y con enormes pies, resultan más débiles que nosotras en multitud de circunstancias... ¡Son mucho más vulnerables!
He estado siempre cerca de ellos y, como soy curiosa, he visto y escuchado lo suficiente para poder decir que ellos son los «malos» y no nosotras. Os contaré solamente alguna de mis experiencias y, después, podréis juzgar si tengo o no razón...
Cuando nos alojamos en una de las casas abandonadas de la parte antigua de la ciudad ––un edificio de piedra del siglo XVIII––, tejado de dos aguas, destrozado, grande y de húmedo sótano, a los pocos meses fue ocupada por una pandilla de drogadictos que dormían de día y buscaban droga por las noches. La paz que disfrutamos durante los primeros meses se esfumó con la llegada de estos nuevos inquilinos.
Era una pandilla de chicos y chicas muy jóvenes, con aspecto abandonado, delgados y con grandes ojeras. Cuando no podían conseguir la droga, se tumbaban en sus sucios camastros acurrucados unos junto a los otros como queriendo darse calor. A pesar de dormir juntos, temblaban como juncos debido al síndrome de abstinencia. A mi, rata al fin y al cabo, al principio no me importaba mucho su comportamiento ni sus penas, pero después de un cierto tiempo observando su inútil sufrimiento y su extraña manera de vivir, sentí algo parecido a lo que los humanos llaman lástima... ¡Eran tan jóvenes!
Más tarde, escapando de aquel ambiente, nos cambiamos a los sótanos de una casa ocupada por familias de clase media. En el bajo del edificio, varios comercios con acristalados escaparates daban a una céntrica calle de la ciudad.
El continuo paso de los coches nos impedía salir a la calle por el hueco de la alcantarilla, hasta bien entrada la madrugada. A mis pequeños, les encantaba ver las ruedas de los coches pasar velozmente por delante de sus bigotudos hocicos. Mientras permanecían en el nido, su distracción favorita era observar el tráfico delante de nuestra enrejada ventana. Los coches, dejaban un terrible olor a gasolina quemada que inundaba toda la alcantarilla.
Como ya sabéis, las ratas somos muy proliferas y las camadas de nuestros numerosos pequeños se suceden muy a menudo. Alimentar tantas bocas nos ocupaba toda la noche en busca del necesario alimento. Afortunadamente, en la calle, abundaban los contenedores de basura en los que podíamos encontrar suculentos bocados de fruta, carne o pescado, sin olvidar los mendrugos de pan duro. En este privilegiado lugar, permanecimos bastante tiempo, pero como casi siempre sucedía, nuestra dicha no fue duradera...
Un mal día, los obreros de varias compañías de teléfonos y televisión por cable, empezaron a horadar nuestra calle, llegando a las mismas entrañas de nuestro refugio. Cuando terminaron, llegaron los del gas natural y volvieron a horadar con sus máquinas ruidosas hasta el mismo recodo de tubería en donde teníamos nuestro nido. Ante tan ruidosos y continuos ataques a nuestra intimidad, optamos por desplazarnos con nuestros pequeños a otro lugar más tranquilo.
Unos parientes cercanos nos habían hablado de las bondades de los sótanos de un mercado de la ciudad y allá fuimos. Aprovechando la madrugada y la quietud de las calles, nos desplazamos hasta aquel lugar. Nuestra familia nos recibió alborozada después de haber estado sin noticias nuestras durante mucho tiempo. Después de comer en casa de nuestros parientes, estuvimos buscando un lugar donde aposentarnos.
Bajo los cimientos de uno de los puestos de fruta del mercado, colocamos lo poco que teníamos: unos restos de algodón que servían para hacer más confortable el nido de nuestras crías y un pequeño hueso ––recuerdo de familia––, que había sido de una de mis abuelas y con el que los pequeños limpiaban sus pequeños dientes después de las comidas.
¡Qué despistada soy! Describiendo mis peripecias y distintas moradas, he olvidado contaros las anécdotas que sobre los humanos prometí al principio… ¡Lo haré más adelante, con detalle!
En realidad, nuestra vida se compone de pocas cosas: comer, criar hijos y dormir unas pocas horas, de día casi siempre. En las horas que siguen a las últimas luces de la tarde, solemos pasear por los lugares más insospechados para los humanos: lo mismo estamos en el techo observando por las rendijas escenas de cama, que pasamos entre las piernas de una mujer afanándose en la preparación de la cena. Lo más importante es no ser descubiertos por los humanos o por esos gatos hambrientos, que viven a su libre albedrío en las casas abandonadas.
Despistar a los humanos resulta fácil, pero por lo que a los gatos respecta, es mucho más complicado. Sus sensibles bigotes, les informan rápidamente de nuestra presencia…
Para esquivar a los felinos, solemos utilizar la estrategia del «cebo» que consiste en la carrera de una rata joven y veloz cerca del gato para que éste, al perseguirla, deje el campo libre a las demás. Naturalmente, esta estrategia tiene sus peligros, pero la supervivencia del grupo tiene a veces que pagar un precio. ¡Nuestra vida, ciertamente, resulta bastante ajetreada y peligrosa!
Como intentaba deciros, desde muy joven, sentí curiosidad por conocer la conducta de los humanos, esos seres que, sin saber muy bien las razones, nos odian a muerte.
Mi madre, una rata de hermoso pelaje castaño oscuro y ojos grandes y brillantes, siempre me había profetizado que algún día sería víctima de mi excesiva curiosidad y falta de necesaria prudencia.
A pesar de sus continuados avisos y amonestaciones, siempre me gustó conocer el mundo más allá de los reducidos límites de mi oscuro refugio; más allá de nuestra alcantarilla.
Esta curiosidad innata ––¡nada extraña en las ratas!––, pronto me permitió comprender que esos seres, aparentemente fuertes y todopoderosos, no lo eran tanto en realidad. Mi madre, dicho sea de paso, murió aplastada por un camión de la basura en la Navidad del 99… ¡Pobre mamá!
He visto llorar a hombres y mujeres; he pasado cerca de las cunas de pequeños llorando en medio de sus infantiles pesadillas; he visto la soledad de ancianos que apenas podían moverse; he escuchado insultos; he visto maltratos en la penumbra de una alcoba; escuchado gemidos de placer real y fingido; esténtores de muerte...
Todo el abanico de glorias y miserias humanas ha pasado ante mi, espectadora escondida en los lugares más insólitos. Os lo puedo asegurar, sin temor a equivocarme: ¡los seres humanos no son lo que parecen!
En aquel mercado, bajo el puesto de frutas y hortalizas, pasamos bastante tiempo hasta el día en que todos nuestros parientes murieron por una letal dosis de raticida esparcido por obreros del Ayuntamiento, en todas las alcantarillas de la zona.
Nuestros familiares, cegados por el desmesurado apetito de nuestra raza, comieron de aquella carne podrida espolvoreada con un raticida de efecto rápido y letal. Murieron en cuestión de minutos a consecuencia de terribles retortijones de vientre, que terminaron por romper sus vísceras en mil pedazos.
¡Nos salvamos, por casualidad! Aquella noche habíamos salido a recorrer la parte alta de la ciudad en busca de otros alimentos ––¡las crías necesitan una dieta equilibrada y rica en proteínas para su desarrollo!––. Esta corta ausencia fue nuestra salvación. Cuando regresamos ya no quedaba ni uno sólo de nuestros parientes con vida. El luto, como sucede entre las ratas, fue de escasos minutos.
Nuestra preocupación, a la vista de todos aquellos cadáveres casi momificados por efecto del fatídico raticida, era buscar un lugar más seguro. Aquella misma noche nos encaminamos hacia otra zona de la ciudad.
La casa, abandonada y rodeada de un jardín cubierto de alta hierba, parecía el lugar ideal. Las crías podrían corretear por el campo cercano, mientras nosotros buscábamos en los huertos y en los contenedores de un supermercado cercano el diario alimento.
Los únicos enemigos naturales que teníamos eran los gatos abandonados que vivían en la parte alta de la casa. Ellos, como nosotros, se pasaban una gran parte del día buscando comida en los contenedores de basura. A pesar de la abundancia, su natural instinto les obligaba a dar numerosas batidas por el lugar, intentando cazarnos al menor descuido. Una convivencia pacifica con ellos, resultaba a todas luces imposible. Aquella sorda batalla, tan antigua como ambas razas, formaba parte de nuestra vida y de nuestra diaria lucha por conservarla.
En aquella casa, también pernoctaba un hombre de unos sesenta años, larga barba y aspecto extremadamente sucio, que pasaba la mayor parte del día pidiendo a los viandantes en la acera de la cercana avenida. Por la noche, cuando regresaba, lo hacía siempre cargado con varios cartones de vino barato. Bebía sin parar hasta agotar sus existencias y, después, se tumbaba en un viejo y sucio colchón. Allí, tapado con unos trozos de viejas y sucias mantas, roncaba hasta el amanecer.
A veces y en sueños, lanzaba fuertes gritos moviendo sus brazos como aspas de molino. Era como una pelea con invisibles gigantes que el vino le hacia ver y sentir muy cerca. Los humanos llaman a este estado: intoxicación etílica.
Allí, alejados del bullicio de las calles céntricas, teníamos bastante tranquilidad para criar a las sucesivas camadas de hijos. Si he de ser sincera, por estas fechas ya había perdido la cuenta de todas las que había parido… ¡Habían sido tantas!
Una noche, poco antes de regresar el vagabundo de la ciudad, escuchamos unos extraños ruidos en el campo contiguo. Eran como gemidos apagados. Mi pareja y yo, movidos por la natural curiosidad, fuimos a ver lo que sucedía. Envuelto en unos trapos sanguinolentos, un pequeño humano gemía y agitaba sus bracitos.
Sin saber que hacer con él, mi pareja y yo estuvimos husmeando por las cercanías, buscando algo que explicase aquello, pero después de un buen rato, solamente se seguían escuchando los sollozos, cada vez más débiles, de la criatura. Nadie andaba por allí.
Nos resultaba del todo imposible mover aquel bulto hasta la casa. El frío arreciaba cada vez más, y por lo que conocíamos de la naturaleza humana, aquel pobre ser moriría pronto de continuar allí bajo la escarcha de la noche.
Como todos los días, después de hacer provisión de sus habituales cartones de vino barato, regresó el viejo vagabundo de la ciudad. Era necesario llamar su atención para que la pequeña criatura fuera vista por él. Cuando empezó a beber tumbado en su camastro, se nos ocurrió la idea de corretear por su cuarto de manera provocativa; para llamar su atención.
Cansado de vernos pasar a la carrera sobre sus apestosas mantas, terminó por levantarse en actitud amenazadora. Cogiendo un palo, nos persiguió hasta el pequeño campo en donde el diminuto ser aún seguía llorando. Poco tardó en escucharlo y, curioso, se acercó hasta el bulto con cierto temor. Puesta su atención en lo encontrado, abandonó nuestra persecución, levantando con mucho cuidado al pequeño del suelo.
Sin apenas dudarlo, con una agilidad nunca vista en él, atravesó la calle hasta una cafetería cercana en donde llamaron a la policía que, minutos después, recogió al pequeño y se llevó al vagabundo para declarar. Nosotros, desde el campo que rodeaba la vieja casa, seguíamos la escena con atención. Unas horas más tarde regresó el vagabundo cantando como nunca antes lo había hecho. Parecía estar contento e incluso dejó de beber lo que quedaba en el cartón de vino. Nosotros desde un extremo de la habitación supimos entonces que el pequeño pasaría la noche abrigado, en algún lugar más acogedor que aquel campo en donde alguien le había abandonado. A lo lejos, el reloj de la catedral ya desgranaba las doce de la noche...
Al día siguiente, Navidad, tendríamos grandes cantidades de restos de golosinas en los contenedores y, como siempre, saldríamos a buscar comida para nuestros pequeños que, arropados en el nido recubierto de algodón, dormían plácidamente.
Nunca pudimos comprender cómo aquella criatura había podido ser abandonada por sus padres en una noche tan fría. Comentamos con nuestros vecinos este asunto y ellos tampoco lo comprendieron. Algo en el comportamiento de los humanos, nos seguía resultando incomprensible, a pesar de nuestra convivencia de miles de años.
El borracho sí pareció comprenderlo. Después de dar unas cuantas vueltas en el viejo colchón, quedó dormido. Su sueño, aquella noche, fue mucho más tranquilo. No luchó con imaginarios gigantes y su respiración fue pausada y tranquila... Una sonrisa, quizá producto de un placentero sueño, iluminaba su rostro…


© 2009-Fernando J. M. Domínguez González












Canteiro24 de diciembre de 2009

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