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La Justicia de Los Idiotas Capitulo 1

El frio invierno de 1998, ha cubierto bajo una delgada capa de nieve las calles de San José, concurrida metrópoli del noreste del país. Es sabido que durante esta estación, la ciudad es víctima del gélido aire que cada año se estaciona en la ciudad y causa resfríos y uno que otro problema automovilístico debido, al congelamiento del asfalto, o incluso estropea el complicado sistema motor de determinados vehículos que no gozan de las ventajas de un buen anticongelante.

Sin embargo, el níveo producto de este azote gélido casi nunca se ha presentado como lo hizo en invierno del 98. Los transeúntes, para preservar el calor difícilmente salen a la calle con menos de cuatro o cinco atuendos amalgamados uno encima del otro; y raramente se exponen más de lo necesario; es sabido que el clima cobra muchas víctimas, ora por la sobreexposición, ora por pescar una pulmonía, ora por la condición precaria de los sectores más desprovistos que, con el afán de mantener el calor necesario para ellos y los suyos, tienden a encender leña en habitaciones a menudo cerradas y, morir asfixiados tras la combustión y el secuestro de monóxido de carbono; una muerte que sería terrible, de no ser por las propiedades somníferas de citado veneno que mitigaría tan horrenda asfixia, produciendo la muerte estando la víctima dormida.
La capa de nieve que recubre la zona centro de san José es prácticamente inexistente; la necesidad de barrerla constantemente en esa región de la ciudad, es evidente. Los negocios se concentran en dicha zona, ora las tiendas departamentales, ora los hospitales, ora cualquier negocio de índole diversa. Sin embargo, en la periferia de tan afamada urbe, la densa película blanca se acumula en mayor medida.

Existe una colonia en los suburbios donde la nieve se ha acumulado bastante más, debido a una diversidad de factores que vale la pena aclarar para lo que concierne a nuestro relato. La colonia Las Margaritas es un lugar conocido principalmente por albergar una especie de aristocracia urbana desplazada; Un gran porcentaje de las grandes casas que conforman Las Margaritas están ocupadas por ancianos solitarios, son solo nidos vacíos donde se criaron jóvenes de excelente instrucción, que estudiaron en las mejores universidades y que, como todo en esta vida, olvidan de cuando en cuando a sus progenitores para lanzarse intempestivamente a su generoso porvenir.

La casa de Josefina Martineli de Murra, no es excepción a las costumbre de Las Margaritas; pese a que engendró cinco hijos con su difunto Rigoberto Murra, y a pesar de las enormes dimensiones de su hogar azotado de nieve, se encuentra viviendo al día en la soledad casi absoluta. Sus únicas compañías son: por la mañana, la señora del aseo, mal llamada criada de limpieza que le instaló con la mejor de las intenciones , su hija Beatriz. Y los fines de semana, cuando no hay mucho que hacer, la mismísima Beatriz, su esposo e hijos la acompañaban a lo máximo un par de horas; otras veces es su hijo Santiago o bien su hijo Gustavo y sus respectivas familias, que a pesar de la sonrisa de cordialidad que sus nueras le espetaban y, a pesar de las groseras muestras de aburrimiento por parte de sus nietos, Doña Josefina disfruta las visitas de una manera casi religiosa.
Dicha compañía llenaba a Josefina de dicha, tanto así que interrumpía cualquier cosa en la que estuviera ocupada, ora tejer tiernos suéteres de lana a sus poco complacientes nietos, ora embeberse en los deliciosos recuerdos impresos en las toneladas de álbumes fotográficos que guardaba recelosa como su más preciado tesoro, ora escuchando la radio o mirando la monótona programación en turno.
Ahora, la septuagenaria Doña Josefina, estaba absorta en sus melancólicos y cada vez más recurrentes pensamientos. Una tortura psicológica constante, que provenía de múltiples directrices. En primer lugar, su salud decaía de manera continua, como mujer de buen gusto y abultado vientre, toda su longevidad la entregó a cuanto placer culinario atravesaron sus ojos, por tanto: su generosa adiposidad que tanto le espetaba buena salud, en realidad le había traído consigo un par de enfermedades, bien llamadas crónicas por cuanto médico colocaban a su servicio sus hijos. La Diabetes mellitus y la Hipertensión arterial; que ella simplemente llamaba azúcar y “la presión”, las cuales no comprendía pero que, la debilitaban física y mentalmente debido a las consecuencias terribles que cita a cita, el médico le explicaba a ella y sus hijos con palabra dura y grave.
El hecho de tener que ir a cita con el médico en turno, por su chequeo mensual y entrega de medicamentos, le dejaba siempre un sentimiento de dependencia, que era terrible puesto que, se le figuraba que, al hijo que tocara llevarle, preferiría estar haciendo cualquier otra cosa y la consideraba, una carga. El hijo encargado, ora Beatriz, ora Gustavo ora Santiago (daba lo mismo), casi siempre realizaba la tarea de manera maquinal, como si estuviera ansioso por terminar, y en cuanto regresaban a casa y le repartían las medicinas en una cajita de medicamentos, de esas que llevan los días de la semana para no consumir de más o de menos; inmediatamente terminada dicha tarea, se iba, despidiéndola de beso apresuradamente para continuar con sus obligaciones nimias y que, sin embargo eran más urgentes que el hecho de charlar con su pobre madre.

Otra directriz de pensamiento que azoraba continuamente a Doña Josefina, era que el indetenible tiempo le había causado estragos no solo en su salud; la indiferencia de sus hijos, si bien la lastimaba, no se comparaba con la tristeza tan profunda que minaba el recuerdo sordo de su amado esposo Rigoberto. Se preguntaba si, acaso el amor que se tenían, continuara albergando su frío claustro como en esos maravillosos tiempos; desplazara la indiferencia de sus hijos y la hiciera menos frágil a sus acciones. A menudo, miraba el lugar que le correspondía a su marido ora en su cama, ora en el comedor principal, ora en el patio delantero donde, el bonachón de Rigoberto leía para ella algunos trazos selectos de la biblia, o alguna noticia importante. Se preguntaba si su compañero de vida, allá donde se encontrase (seguramente el cielo por la vida respetable y ajustada a los preceptos religiosos), le miraba con alegría o lástima y a menudo, cuando su soledad prácticamente se lo demandaba, le hablaba a su marido, con tanta frecuencia como se lo permitían sus ganas de no llorar.
Por último, pensaba recurrentemente en su primogénito: Alberto Murra Martineli, aquel buen hijo que solo la frecuentaba en fechas importantes, ora Navidad, ora año nuevo, ora semana santa, etc. Y de quien sentía especial afecto. Siempre fue el que conectaba más con ella desde que era un niño; “Albertito, mi amor” pensaba, mientras le venía a su mente aquella sonrisa pueril de su hijo a los 5 años, que tan arraigada en su mente la tenía porque represento sin duda, una época grata y perfecta.
Doña Josefina, de unos años a la fecha, siempre consideró que prefería la calidad que la cantidad; y como su hijo Alberto, cada que la visitaba demostraba tan cálido y sincero amor por ella, le perdonaba y entendía el hecho de que viviera tan apartado. “cosas del trabajo”, pensaba acertadamente; y es que Alberto por mucho salió el más exitoso de sus hijos, había estudiado ciencias de la comunicación con los mas altos honores de una universidad de ostentosa reputación, y más temprano que tarde había hecho una pequeña fortuna trabajando de promotor artístico; Su talento, candor e inteligencia eran suficientes para su madre, que pese a que algún tiempo añoro que se casase y le presentase a su nuera, o le llevase un nieto; después poco le importó y celebró las decisiones que solo a él le competían sin ningún tipo de atavío.
Ese fría noche de 1998, Doña Josefína resentía la más abismal soledad, y su pensamiento la hundía cada vez más. Se encontraba en su sala, con una cobija, absorta en sus ideas, cuando de pronto, el coche que tan bien conocía aparcó en su cochera. Era Beatriz, su hija, y pese a la poca simpatía que últimamente le inspiraba, se levantó y alegremente se dirigió a recibirla.
Hellraiser12 de noviembre de 2013

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